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UN ASIENTO CONFORTABLE
PARA UN CULO
GORDO

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Rubén Gracia


Aquella mañana se despertó más embrutecido que de costumbre. Sacó sus noventa y cinco quilos de la cama y visitó el cuarto de baño. Pura visita rutinaria. El trajín de la noche precedente le había dejado huella. Una profunda e ignominiosa resaca pesaba como hierros en su cerebro. Aturdimiento y malestar físico en general. Esta vez tampoco le servirá de escarmiento.

Usó la ropa del día anterior, que era la misma de toda la semana, y salió a la calle. Llovía. No le gustaba la lluvia. «¿El agua? Para rellenar botijos». Se metió en el primer bar que encontró abierto. Pidió un carajillo quemado. Lo bebió despacio, notando como el calor se propagaba en su interior. Empezó a sentirse mejor.

Caminó al abrigo de la lluvia hasta la parada del bus. Diecinueve paradas le separaban del polígono. Un polígono industrial es un sitio gris. Un lugar monótono por donde pasan cientos de seres monótonos al día. Un territorio ocupado por obreros y prostitutas, «obreras al fin y al cabo, pero peor consideradas», por donde le empapa la lluvia camino del matadero.

Atravesó el portón de la nave y se acercó al camión. Un olor familiar inundaba la cabina. Necesitaba ventilación. Subió con esfuerzo y se sentó. Un asiento confortable para un culo gordo. Anotó los datos confundiéndose en los apartados y lo introdujo en el tacógrafo.

Otro camión, cargado de cerdos, se estacionó junto a él. Reconoció al conductor. Ni una mirada, ni un saludo. No le gustaba. Un tío oscuro, con ojeras, que llevaba constantemente un palillo en la boca. Un pestazo de dimensiones porcinas inundó el panorama. Era un hedor nauseabundo. El olor del hacinamiento. Excrementos y gruñidos. Un cerdo grande y rosa emitió un berrido. Pudo percibir el terror que sentía el animal. Se le ocurrió entonces que la vida es dura. Sobre todo, para un cerdo que sabe que va a morir y es reducido al estado más humillante de dignidad porcuna. Le miró con simpatía. Pronto sería chorizos, jamón, morcilla, tocino, paté, bofe para el gato, criadillas... Le gustaba comer su carne. Un animal nacido para deleite gastronómico. La cultura del cerdo.

Abandonó el lugar. De fondo se oían las noticias de la radio. Hablaba del tráfico. Estaba como siempre. Colapso en las carreteras. Los accesos inviables. Eso ya lo sabía él. Era su trabajo. Una ruta fija. Un vaivén constante de la explotación a la nave cargado de cochinos. Se dirigió rumbo a las afueras. Paró a repostar. Necesitaba otro carajillo antes de llegar a su destino. En realidad, necesitaba muchos carajillos antes de llegar a su destino. Un destino que, en esencia, no difería del destino de la carga que transportaba. Sólo que a él le había tocado mejor suerte. Se alegró de no ser un cerdo. Recordó entonces que tenía que escribir una carta de amor a Mar.



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ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por Pedro M. Martínez ©




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