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Por un minuto de
memoria breve

_______________________________
Carolina Berduque


Mi imagen en el espejo no era la que esperaba ver. Los rasgos de mi cara están cambiando y sólo espero el momento en que el proceso se detenga: el final de un comienzo, toda una vida por delante. Y finalmente ser grande. Me quedo más tiempo del necesario examinando las imperceptibles arrugas que comienzan a surcar mi cara y profetizo un marcado culo de mono allí donde mi boca se estira cada vez que me río. Envejecer con dignidad y morir durmiendo, dos lugares comunes fundados en un miedo imbécil que me asalta cuando me olvido de ser imprevisible. Todo lo que sé no sirve para nada, todo lo que pueda saber sólo va a ser un recorte de desechos que probablemente tampoco me sirva para nada, pero aún me mantengo firme, buscando quién sabe qué.

Me apuro y termino rápidamente con los pocos arreglos que me prodigo. En cinco minutos afuera, la noche caliente que me espera y me abraza y un viaje en colectivo hasta la cita de todos los jueves. Si tan sólo una vez me desviara, me alejara del punto final, siguiera hasta más allá del lugar al que voy. Probar nada más a ver qué pasa, hasta dónde sería capaz de llegar sin retroceder a cumplir. Pero no, me bajo donde debo y camino las cuadras correspondientes hasta la casa de mis amigos, donde el ritual tomará forma una vez más y entonces las palabras serán más que nosotros mismos.

Esta noche me depara una sorpresa.

Antes de tocar el timbre, alguien que no conozco me abre la puerta y me dice: te esperaba.

Yo no atino a responder y entro porque conozco ese pasillo de memoria. Las luces están apagadas, como de costumbre: economía que alcanza a todo rincón del universo, y lo deja a oscuras. Al entrar en la habitación donde siempre cuelgo mi saco, noto que allí tampoco hay luz. Giro sobre mis pies para preguntarle a quien me abrió qué pasa, pero al hacerlo, nos rozamos y su aliento me alcanza con violencia.

—Huelo que ya comenzaron con el tinto.

—Beaujolaise, más específicamente —me responde la voz de hombre que ahora comienza a sonar familiar.

—¿Las luces?

—Esta noche no hay.

—¿Ordenes de arriba?

—Explosión de caja.

Me gusta la gente que usa frases cortas. Los que se pierden en enunciados interminables pocas veces regresan intactos.

Posa sus manos en mi cintura y me guía por un camino que conozco, hasta llegar a la habitación de Antonio, donde los almohadones tirados en el piso son lo primero que rozan mis zapatos. Me los saco sin molestias —son mocasines— y me siento en el que tanteo desocupado.

—...y entonces me dice que la verdad, no tiene idea de dónde puedo sacar esos datos pero que en realidad no importa, qué importa el nombre, dice, importan las palabras, nada más. Sí, pero si no cito de manera correcta va a ser poco serio, ¿no? —la voz de Eugenio se esparce por la sala y me llega gastada, como si hubiera recorrido un largo trecho hasta mí.

—Sacate el almohadón de la boca que no te escucho —le digo, a modo de saludo.

—Ah, llegaste, te esperábamos más temprano —responde el dueño de casa desde lejos. Debe estar preparando algo de tomar.

—Disculpen la demora, gajes del oficio.

—Siempre decís lo mismo —grita Sofía desde el fondo en lo que parece un trayecto de aproximación.

—¿Qué oficio?, ¿a quién estás estafando ahora? —me pregunta Horacio que no pierde oportunidad de recordarme la ilegalidad en la que me gusta hundirme.

—A tu familia: les repito constantemente que sos una buena persona —respondo apuntando hacia el lugar que me parece foco de su voz.

Este juego de cieguitos es incómodo, pero calculo que esto será sólo el principio. Espero acostumbrarme. Muevo la cabeza para todos lados y sólo ubico la voz grave que parece perseguirme desde que entré: la del hombre todavía sin nombre.

—Disculpá lo de la luz, la caja estalló hace una hora más o menos y todavía no encuentro el teléfono para llamar al electricista.

—¿Buscás la agenda?, estaba sobre tu escritorio —dice Sofía que ahora está más cerca.

—No, el teléfono, no sé dónde está el teléfono.

—Para eso no hay solución hermano, si perdés el aparato entero es porque tu vida ha llegado al punto máximo de caos —Horacio se escucha distendido; está contento, calculo, porque los avances que viene haciendo hacia Cecilia parecen aproximarlo al destino que intenta alcanzar.

—No importa, en realidad. La verdad es que esto de estar a oscuras empieza a gustarme.

—Perdón, ¿quién dijo eso? —escucho a lo lejos.

—Fui yo —dice Eugenio— ¿y quién pregunta quién?

Silencio, suena más en la oscuridad.

—¿Tenemos un invitado fantasma? —pregunta nuevamente.

—En la oscuridad puedo sentirme fantasma —dice el hombre a mi lado— hasta libre.

Me gusta eso que acaba de decir, no me gusta no saber quién es. Que se devele el misterio, pues.

—¿Quién sos vos? —y aclaro por las dudas— el que acaba de hablar...

—¡Qué pregunta! —hay un dejo de ironía en su respuesta.

—Dame la versión corta, por favor —y me siento de alguna manera sorprendida de que estemos hablando exactamente de eso, de lo mismo.

—Joaquín, un amigo de Antonio de la infancia.

—¿Qué infancia, la tuya o la de él?

—Buena pregunta, no me ves, vale.

—Era un chiste. —pausa— Malo, ya sé.

Un murmullo potente nos llega hasta donde estamos. El no saber quién habla, o dónde, cambia la percepción. Uno está como perdido, mareado, y el vino que ya está llegando a mi mano y trazando el recorrido directo boca / cabeza sin escalas, tampoco ayuda.

—Fuimos a la primaria juntos y después dejamos de vernos durante años. Nos reencontramos hace un par y trabajamos en varios proyectos.

—Es raro que no nos hayamos conocido antes. Yo a Antonio lo conozco hace mucho.

—¿Ah, sí?, no sabía.

—Exacto, fui su primera novia.

Mi compañero larga una carcajada llena de gotitas de vino que se esparcen sobre mí.

—Está bien, no me ves, vale.

—Perdón —me dice saliendo de su ahogo etílico.

—¿Está ocupado este asiento? —me dice casi al oído Eugenio mientras se sienta encima mío.

—No, esta noche soy solo una voz —le digo arrinconándome y oficiando de sillón mullido y abrazador.

—Diseño ergonométrico: el que más me gusta a mí. Estos posabrazos son muy cariñosos. Tenés que decirme donde compraste este sillón Antonio.

—Un modelo único, mi amigo, único —le grita desde la barra.

—No grites, che. ¡Estamos ciegos pero no sordos! —grita a su vez Horacio.

—Mucho gusto, mi nombre es Eugenio y ahora te estoy tendiendo mi mano para que vos la estreches pero a lo sumo le vas a pagar un cachetón así que me ahorro el trámite y te pregunto: ¿quién sos vos?

—¿Quién, yo? —pregunta Joaquín.

—Creo que sí, ¿apunto para el lado correcto, lo hago Marina?

—Sí, y ahorrando saliva, él es Joaquín, un amigo de Antonio de cuando eran así de chiquititos.

—No, tan chiquitos no, un poco más grandes —dice nuestro nuevo amigo— ¿Y vos, quién sos?

—Yo soy Eugenio, del sillón que tengo abajo, el dueño.

—Sí, pero si me seguís tratando como a un objeto, me convierto en una autómata y te ahorco, y después te dejo.

—Dios no lo permita, un asesinato en mi casa, justo hoy, que la bomba de agua no funciona, ¿cómo limpio el rastro de sangre? —dice Antonio mientras cae cerca nuestro.

—Dije ahorcar, no degollar.

—¿Y la posible asesina del sillón tiene nombre? —pregunta Joaquín.

—Marina Astizábal, para servirle y ahora te estiro la mano para que la beses pero como no la vas a encontrar te cacheteo y listo.

—Disculpame Antonio: ¿adónde me trajiste?, ¿a la casa de la locura?

—La jaula de las locas, pibe, la jaula de las locas —dice Horacio atragantándose con el vino.

—Loca vos; yo: varón hecho y derecho —anuncia el hombre entre mis brazos.

—Ah. Mirá vos, yo pensé que vos eras zurdo —Sofía, abriendo la boca por segunda vez en la noche.

—Pensé que te habías quedado dormida Sofi, ¿cómo andás? —le pregunto.

—Bien, estoy mejor.

—Sí, ya lo noto en tu color...

—¿Alguien sabe algo de Edgardo?, hace dos semanas que no tengo noticias de él .

—¿Qué te preocupa, Horacio, que no vuelva más o que no te devuelva la plata que le prestaste?

—Ja, ja, Antonio me mata de risa, lo voy a denunciar, llamen al 911.

—La preocupación de Horacio me parece genuina, la última vez que yo lo vi, estaba colgado de un balcón y con varios litros de alcohol encima. Ese muchacho está un poco loco —dice Sofía que parece estar muy quieta y acurrucada. Desde que ella y Antonio se casaron y se mudaron a esta casa nueva la he notado inquieta, como atrapada, y cuando está de mal humor, se agarra las rodillas con fuerza, como cerrándose al mundo.

—Bueno, al fin y al cabo, como dicen: el dinero va y viene —dice mi Eugenio.

—No, lo que va y viene es el tren, el dinero siempre va, va y nunca viene —le responde Antonio que de eso la sabe lunga.

—¿Vos que hacés para vivir, Joaquín?

—Respiro —dice antes de largar la carcajada más calurosa que he recibido en mi cara y en mi vida, la cual se expande a los demás amigos del círculo de oscuridad.

—A pregunta boluda, respuesta corta. Lo siento Horacio pero ahora sólo invito a amigos con respuestas inteligentes en su haber.

—Ah, ¿sí?, ¿entonces cómo explicás nuestra presencia aquí?, ¿eh? —pregunto hacia mi derecha pero en realidad no sé a dónde apuntar.

—Es que ustedes son como los perros, siempre vuelven.

—Esos son los bumerang, chabón —dice Horacio, que busca la revancha.

—Mucha joda pero Joaquín todavía no dijo de qué trabaja —dije para cortar la ola de hilaridad que ya me estaba ahogando.

—Soy arquitecto.

—Uy, qué lástima que no sos electricista, si no arreglarías este apagón que nos impide ver tu hermosa fisonomía —se queja Sofía, maestra en adulación.

—Hey, tranquila que acá el único hermoso soy yo —dice Eugenio el bello.


Una alarma rompe con el silencio del espacio y nos sobresalta. Es un sonido que viene de lejos y aumenta hasta aturdirnos. Antonio trata de cerrar las persianas que dan a la calle, pero se engancha un dedo y pega un grito que por tres segundos tapa la alarma. Sofía lo socorre. Los demás no nos movemos; en realidad, no sabríamos qué hacer. Dos o tres disparos suenan fuerte, y muy cerca. Un tiro de gracia para estos seis personajes atrapados en la oscuridad.


Así como empezó, paró. Pero la alarma quedó resonando en nuestras cabezas durante unos minutos más, como un sonido ambiente que amortiguó los disparos. Nadie se atrevía a hablar, esperábamos a que el dueño de casa hiciera los honores. Pero todavía faltaba un rato para que las cosas volvieran a la normalidad. Por mi parte, abracé fuerte a Eugenio y escondí mi cabeza en su espalda. Trataba de no pensar en qué lugar impactaron las balas. Un pie se me estaba durmiendo y traté de sacarlo de su posición con ayuda de la mano. En el trayecto se cruza con otra mano tibia y totalmente desconocida que se aferra a la mía; tiembla y me dice que esto que pasa no le gusta nada. Me inclino hacia mi derecha y olfateando el aire me acerco a la oreja de mi vecino: ya pasa, ya pasó. La mano me lo agradece, pero por alguna razón me incomoda y ya me gustaría que me suelte.

Pasan unos segundos que parecen minutos que parecen horas y nadie dice nada. No pienso hablar primero porque no se qué decir. Hace un tiempo que en la ciudad se suceden episodios como el de recién: sirenas, alarmas, ruidos ensordecedores, disparos, bombas. Yo intento enterarme lo menos posible porque odio que la realidad me abrume. Los diarios están llenos de sospechas, suspicacias, mentiras, inventos, delirios, pero ni una sola certeza. Se habla de grupos comando que atentan contra el gobierno, de paramilitares que persiguen a los revolucionarios, de actos de delincuencia aislados, de simulacros, de cualquier cosa menos de la verdad. Yo no leo diarios, no escucho radio, no veo televisión, así que no se nada; solo sé que tengo miedo. Todo esto es muy extraño.


—¿Están todos bien? —pregunta Horacio al ras del suelo.

—Eso, ¿están bien? —Eugenio, uno más. Me aferro a su cuello y digo presente.

—Yo estoy bien, ¿Marina? —pregunta Joaquín.

—Acá estoy, bien, creo. ¿Antonio, Sofía, dónde están?

Nada. Silencio.

—¿Dónde están chicos? —pregunta nuevamente Horacio que ahora parece haberse incorporado.

—¿Qué está pasando gente? —Eugenio se incorpora y su cuerpo se pone rígido, tenso. Lo suelto para no ser una carga. Intento ver en la oscuridad, reconocer las formas que me rodean; los estallidos dejaron una especie de claridad que no alcanza todavía para que se haga la luz. Es inútil.

—Che, ¿qué está pasando acá, dónde están los chicos? —Horacio de nuevo, que ya se está parando.

—Che, ¿no será una jodita de estos dos?, sabemos cuánto les gusta jugar... —Horacio quisiera que todo esto no estuviera pasando, no le gustan las cosas serias.

—Jodita o no, no me gusta nada —dice Joaquín que no está acostumbrado a la locura familiar, casi inofensiva de nuestros amigos. Alguien tendría que haberle advertido.

—Eh, me parece que lo que tendríamos que hacer es buscar algo para encender la luz, aunque sea una vela, tenemos que saber qué pasa... —necesito levantarme, hacer algo.

—Sí, me parece lo mejor —dice Eugenio— yo voy con vos Mari y ustedes dos vayan juntos.

—No, esperá, yo no conozco tanto la casa, ustedes dos sí. Mejor vos vení conmigo Eugenio —pide Horacio.

—Está bien, vos Mari acompañá a Joaquín entonces, a ver si encuentran algo.

—Bueno, vamos —le digo a Joaquín, que en seguida me tantea en busca de mi mano. Al tacto las manos se reconocen. Comienzo a guiarlo—. Nosotros vamos arriba —le digo a los chicos para que no nos choquemos. No sé porqué elijo la planta alta, será algún impulso que espero poder manejar.

Subimos despacio las escaleras, agarrados de la mano y de la baranda. Arriba la oscuridad es más cerrada y parece que nos va a tragar. Me parecía recordar que en el baño tenían una caja de fósforos junto a unas cáscaras de naranja secas, para combatir las emanaciones propias del váter. Al llegar al primer piso sólo hay que caminar derecho unos veinte pasos. Vamos despacio para evitar tropiezos. Un paso detrás del otro, un pie cerca del otro. El calor del cuerpo de Joaquín me llega como una ráfaga, y me intriga, cada vez más. Me pregunto dónde estarán los fósforos, pero también me pregunto quién es esa persona que sostiene mi mano tan gentilmente, por qué elegí venir arriba, cómo será el calor de ese cuerpo que me magnetiza.

Los veinte pasos no terminan nunca, el baño no llega, empiezo a pensar que me equivoqué y que pronto me voy a reventar la cara contra una pared.

Y de pronto, el milagro.

Ante mis pies aparece la cama de mis amigos que golpea brutalmente mis rodillas y me hace caer de frente en el colchón que rebota y me acuesta de costado. Mi cabeza choca contra la mesa de luz y entonces todo se pierde. Apenas siento el cuerpo de Joaquín caer sobre el mío. Apenas percibo cuando su mano me busca, de nuevo, temblorosa y encuentra el contorno de mi rostro húmedo de sangre. Dejo caer mi cabeza hacia un costado porque me duele demasiado para mantenerla erguida, cierro los ojos. Su mano ya está bajando y siento mi propia sangre deslizándose por mi pecho entre sus dedos. Es un vampiro y me lame la herida. Me besa y no me resisto porque estoy en otro tiempo, porque el ahora no existe. Y mis manos toman vida, despiertan del letargo y lo tocan, lo atacan por primera vez. Es una llama y me quema. En algún momento me levantó la pollera, como un prestidigitador, más rápido que la vista y me penetra sin esfuerzo porque no hay barreras, hoy no hay límites. Nuestros cuerpos se mueven en armonía y el caos externo no nos alcanza. Afuera el mundo puede caerse, hundirse, volver a levantarse; acá adentro solo hay calor, transpiración, fatiga y un quejido que se ahoga en mi garganta. Su cabeza cae con fuerza sobre mi pecho y se recuesta. Me gusta que se quede un momento dentro mío y que no escape. Que no me quite lo único que realmente nos une. Las respiraciones se acompasan y siento que podría estar así por le resto de mi vida.

Mi vida.

Abajo Eugenio.

Está gritando: encontró luz, y algo más.

Joaquín me levanta despacio y me ayuda a caminar; yo estoy mareada y cansada y todo me cuesta un perú. Tanteando la pared llegamos a la escalera que Eugenio ilumina desde abajo. Al verme sangrando grita y sube para ayudarnos.

—Intentamos llegar al baño pero en su lugar nos encontramos con la habitación... —empiezo a explicar.

—Quizás te desorientaste pensando en la casa anterior —aclara Eugenio.

—Se golpeó la cabeza con la mesa de luz, después de llevarse puesta la cama —explica Joaquín. Recién ahora me doy cuenta de que puedo verle la cara, pero cuando muevo la cabeza todo me gira y deciden sentarme en el sillón para que descanse.

—Estamos de parabienes —la voz de Horacio no augura nada bueno.

—¿Qué pasó muchachos?

—Fijate ahí, en el piso, al lado de la ventana —dice Eugenio, que se está alejando.

Joaquín camina hacia la ventana central que todavía está abierta. Retrocede hacia los sillones y se agarra la cabeza.

—¿Qué está pasando gente? —atino a preguntar.

—Es Antonio, está muerto —responde Horacio que está cerca de la barra, preparándose algo.

—¿Cómo muerto?, ¿cuándo pasó?, ¿cómo lo encontraron? —las preguntas se me amontonan pero me cuesta hablar.

—Eugenio encontró unos fósforos en la cocina y después las velas. Empezamos a buscar y yo lo pateé sin querer.

—Es increíble, ¿cómo pasó esto?, ¿cuándo? —Joaquín no sabe dónde está parado.

—Esperen, esperen, hay algo más importante: ¿dónde está Sofía? —pregunto desde mi semi conciencia.

—No tenemos la menor idea. Apenas encontramos a Antonio empezamos a buscarla a ella, creímos que estaría escondida en alguna parte, ella conoce la casa —dice Eugenio mientras me cura la herida de la sien.

—Quizás fue a buscar ayuda en cuanto escuchó los disparos —y aunque lo diga, Horacio no está muy convencido.

—¿Era buena la relación entre ellos? —pregunta Joaquín.

¿Y eso qué tiene que ver? —Eugenio está levantando temperatura. Le agarro la mano.

—Las cosas no andaban bien, pero tampoco era cuestión de vida o muerte —digo, para calmar los ánimos. Todo esto se está convirtiendo en una pesadilla y apuesto mi vida a que todos estamos esperando despertarnos en cualquier momento. La muerte es una paradoja en sí misma: es tan real como ilusoria; convivimos con ella cada segundo de nuestras vidas, pero cuando realmente se hace presente, nos sorprendemos, como si no la hubiéramos estado esperando desde siempre. En estos momentos de tensión, lo mejor es escapar—. Díganme, ¿cómo está el cuerpo?

—¿Para qué querés saber? —de nuevo Eugenio.

—Decime Horacio, ¿cuál es la posición y qué ves?

—¿Por qué no venís vos a ver?, yo no puedo es..., era mi amigo...

—Porque no me puedo mover boludo, me duele todo. Y te recuerdo que antes fue mi amigo —aunque me arrepiento al instante porque este no es el momento de competir a ver quién lo conoció primero.

—Está caído sobre el suelo, cara abajo, con los brazos abiertos —dice Joaquín.

—¿Tiene alguna herida que puedas ver?

—¿Qué sos ahora, detective? —pregunta Eugenio enojado.

—En lugar de quejarte tratá de llamar a la policía —y es la respuesta más amable que se me ocurre.

—Ya lo hice, ¿qué te pensás que estoy esperando?

—Entonces esperá en silencio. Mi amigo está ahí muerto y quiero saber por qué, estés o no de acuerdo.

—Tiene un agujero en la espalda, casi en la cintura.

—¿Sabrás distinguir si es de entrada o de salida?

—Me parece que de entrada, pero no es nada seguro, nunca vi un muerto en mi vida.

—Yo tampoco —le digo, mintiendo.

—¿Y para qué quieren saber eso? —pregunta Horacio.

—Si la bala entró por la espalda, Antonio nunca vio la cara de su asesino.

—¿Importa eso? —pregunta Eugenio.

Si te asesinaran, ¿no te gustaría saber quién lo hizo?

—No sólo eso, Joaquín, nos dice mucho acerca del asesino —digo mientras intento levantarme.

—O es un tremendo cobarde...

—O conocía a Antonio y no quería que le viera la cara al matarlo —terminó la frase Horacio.

—Sí chicos, pero no se olviden que estábamos a oscuras, en ese sentido, daba igual —me acerco a la ventana y veo entonces el cuerpo de Antonio, desparramado debajo de la mesa del teléfono. Me doy cuenta de que todo lo que estoy haciendo no sirve para nada, que sólo me aleja de ese cuerpo tan muerto—. ¿No movieron nada, no?

—No, nada —dice Horacio.

—Eugenio, vos que usaste el teléfono ¿moviste algo? —lo veo a lo lejos mover negativamente la cabeza. Está mal que me enoje con él. Me acerco y lo abrazo. No sé quién tiene más ganas de llorar y quién aguanta mejor. Estamos todos shokeados y dudo que podamos reaccionar todavía.

—La puerta de calle estaba abierta —dice Joaquín, que viene de afuera.

—Quizás por ahí escapó el asesino —dice Horacio.

—O Sofía —agrega Eugenio.

—Creo que va a ser mejor que esperemos afuera, acá adentro no podemos hacer nada —digo, finalmente, avanzando hacia la salida—. Aparte, necesitamos aire fresco.

Todos agarramos nuestros abrigos y salimos a la calle. Estoy tan mareada que no me doy cuenta de que todavía no me puse los mocasines. Entro nuevamente para buscarlos, no recuerdo dónde los dejé. Agachar la cabeza me provoca nauseas y levantarla también. Tanteo con los pies descalzos y rozó algo frío. El arma. La veo desde arriba: negra, imponente, práctica. Más allá están mis zapatos. Llegó saltando y me los pongo. Salgo lo más rápido posible de la habitación. Nunca me gustó estar sola y menos con un muerto, aunque sea uno conocido.

Afuera el aire es fresco y los chicos están recostados contra la pared. Nada en esta noche salió como esperábamos. Antonio quería contarnos un nuevo proyecto, Sofía tenía unos poemas recién salidos del horno, Horacio estaba presto para conquistar a Cecilia, que no vino, Eugenio y yo estábamos apunto de anunciar que nos íbamos a vivir juntos. Nada, absolutamente nada.

En la esquina se ven las luces del patrullero que se acerca. La noche está terminando. Nos espera una larga serie de trámites, papeleos e interrogatorios. Preguntas y sospechas. Sofía desaparecida y un arma homicida. Un cuerpo amigo sin vida y cuatro personas desorientadas en la noche. Los hombres de azul que entran sin ganas en la casa y comienzan la rutina.

Y yo, que daría cualquier cosa por un minuto de descanso, por un minuto en la noche, en la planta alta, por un minuto de memoria breve.




CAROLINA BERDUQUE es una autora argentina.
Contactar con la autora: caroberduque@gmail.com

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* ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por Juanjo Barinaga
y Pedro M. Martínez ©