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Soy plumero y no puedo
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Romina Amodei


Duermo en el escobero con la escoba, el escobillón y el secador, mis amigos de toda la vida. Cada mañana a las ocho suena el timbre, es Catalina, la señora que hace la limpieza. Antes me sentía fastidiado, sabía que a las ocho y veinte me vendría a buscar. Todos creían que yo era el objeto más querido de Catalina, el más atractivo del hogar y que por eso ella pasaba horas conmigo. Pero yo soy un objeto de limpieza ridículo para las tareas que me tocaban. No hacía nada bien, me sentía enfermo cada vez que llegaba esa mujer.

Sin embargo algo debía tener todavía, porque cada vez que los de la casa veían una porquería me recordaban y gritaban: «¡Agarrá el plumero!».

Y ahí iba yo todo desplumado, sintiéndome desahuciado. Catalina me creía útil para todo, pero no sabía que sufro de arañofobia y que, cuando se trata de una telaraña, se me sueltan las plumas del espanto y mi palo flaco se dobla como una varita mágica. Era un gran esfuerzo para Cata trabajar conmigo. Ella es bajita, robusta y de edad mediana, pero se cansaba con rapidez y protestaba seguido. Se sentía decepcionada, supongo que era un sentimiento natural, yo soy un plumero particular.


Mis amigos se reían a carcajadas cuando ella se proponía algo conmigo. Porque para las alturas me necesitaba, pero yo sufría de vértigo; Cata lo volvía a intentar y mis plumas erizadas le daban en la cara. Después de varios intentos, me observaba detenidamente, con esos ojos huevo que tiene y con la expresión de una piedra. Había pasado tres horas conmigo y no había limpiado nada. La dueña de casa estaba por llegar y Catalina por sufrir un ataque. Iba conmigo de acá para allá, yo estaba cansado de pasear, quería volver a dormir. La escoba estaba descompuesta de la risa, el escobillón me llamaba maricón y el secador tenía complejo de abandono.

Catalina me observaba de lejos y de cerca, me sacudía, la pobre no lograba encontrar defecto alguno. Pobre de mi, qué culpa tenía yo, ahora iba a ser peor, estaba mareado y me dolía la cabeza. Mis amigos me gritaban: ¡plumero hipocondríaco!

Hasta que, harta de no comprender, me dejaba descansar y se iba balbuceando quién sabe qué...

Situaciones como esta me sucedían cada mañana, aguanté toda una vida hasta que dije basta. Una noche me rebelé a otro día de castigo. Me cansé de ser el bufón de la casa y de usar esa peluca frondosa para limpiar basura.

Cata llegó empapada por la lluvia y, como de costumbre, ocho y veinte pasó a buscarme. Estaba de mal humor, se la escuchaba mientras revolvía buscándome. Pero no me encontró, yo estaba ante sus ojos, pero quién se iba a imaginar que un plumero rapado seguía siendo plumero. Catalina sólo veía un palo de madera flaco y amarillo que no le servía. Y yo al fin estaba de vacaciones, sin fobias y sin vértigos, esto sí era vida. El protagonismo no era lo mío, todo el escobero aplaudió.

Catalina salió desesperada a comprar un plumero de «verdad», eso fue lo que pidió en la tienda. Y esto lo sé porque no sólo hay otro plumero sino porque encontré pareja.




ROMINA AMODEI dirige la revista LA PUERTA AZUL:
http://www.lapuertaazul.com.ar/

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