Daniel Prieto



EL AUTOBÚS

 

«El vidrio posterior del autobús es inmenso; siempre lo he pensado, desde que era un niño, pero ahora lo veo más claro que nunca», decía Alberto a un compañero de asiento soñoliento. Afuera lloviznaba; era uno de esos días de inicios de Octubre en que llueve a jirones, a bandazos. El paso de las ruedas sobre el asfalto inundado dejaba tras de sí una estela de humo húmedo que siempre le encantó.

El camino hacia la biblioteca se hace largo. De hecho, todos los caminos parecen eternos a esas horas en que se mezclan la noche y el día, y el cielo se avergüenza de su indecisión y se pone todo rojo. Los ojos se declaran en huelga, y hasta pican o duelen si uno intenta forzarlos en enfocar. Tan temprano, nadie está de humor para hablar demasiado, y si eso llega a ocurrirle a alguien, entonces es aún peor, pues es estadísticamente imposible la situación de que se hallen dos personas juntas con la misma disposición. Eso hace que los monólogos matutinos sean, ciertamente, los monólogos más solitarios, y quizá por ende los más divertidos.

Alberto sintió el contacto de una cabeza dulce en su hombro, y entornó la mirada. Allí halló, naturalmente, a Erika dormida. Ella había sido por un tiempo la mujer de su vida, durante los años en la facultad, quizá los mejores de su vida hasta ahora. La miró tiernamente, y empezó a susurrar: «Seguramente, lo que te voy a decir no podría decírtelo si estuvieras despierta. De hecho, estoy convencido de que tu mirada desinhibida me abrumaría, y me haría tropezar cada dos palabras. Así, en esta situación, puedo hablarte con la sinceridad y la parsimonia con que me dirijo a las paredes...» —hizo una breve pausa, que se sostuvo en el aire con un suspiro y un latido lento— y siguió «Naciste un Octubre de hace unos tres años, aunque todos intenten convencerme de que hace ya veinticuatro; naciste entre las rocas de un mar bravo. Eras una sirena anclada por unas cadenas que nunca supe cortar, eras niña languideciente por los ojos, eras fuego que no pude jamás apagar, ni con la ayuda de mil bomberos. Cuando eras frío, eras hielo; y aún siendo hielo me quemabas. Luego fuiste un alto muro en la mirada, y yo seguí siendo un loco pescador impaciente, expectante, dos pupilas fijas en la nada para descubrir cada día el mismo rocío, la misma soledad abrazada a mí. Ahora, te veo crecida como de repente, y caes de un árbol en el que nunca te vi madurar, y me devuelves parte de mi melancolía. Oigo en tu voz la tristeza tatuada, y me abrazo al tiempo que ha pasado, y a mi guitarra, para sentirme seguro de que ya no te quiero; y el arco iris se vuelve algo gris cuando me confiesas que estás cansada de descubrir que éste no es el mejor momento de tu vida. Las nubes lloran despacio, lágrimas de aguacero, saladas, frías, hijas del sabor amargo del dulce recuerdo».

Suspira ahora casi lloroso, con la mirada distraída y desenfocada. Vuelve a mirar a través del cristal trasero del autocar, y vuelve a ver lo mismo: aquel niño pequeño que juega a ver su cara reflejada y la calle mojada alternativamente, sólo cambiando el enfoque de su propia mirada. Quizá todo no dependa del cristal con que se mira, sino de los ojos, o de la mente del observador. «Eres mucho más que una página de mi vida. Fuiste la asesina de mi rutina. Perdona mis largos períodos de tristeza, no te salves nunca, y hazme el favor de ser feliz (cito mal a alguien...)». Ahora sí, una lágrima cayó helada por su contraída mejilla, y le llenó la boca de salitre. Recorriendo su pelo con los ojos del que mira un tesoro que antiguamente le perteneció, Alberto coge mucho aire, casi hasta atragantarse. Cierra los ojos, la sigue viendo... y piensa, sin siquiera mover los labios: «Seguramente, nunca tendría que haberte dicho esto; seguramente nunca tendría que haberme forzado a oírme a mí mismo pronunciando sentencias tan tristes y tan latientes por ti, que ya no estás aquí, aunque hoy pareces algo más presente, mientras duermes. Lo que sí es seguro es que a veces los hombres necesitan que la mujer no los oigan, como tú has hecho ahora, para sentirla más cerca suyo, como si nos sintiéramos arropados por el silencio...».

Erika abrió lentamente los ojos, y lo descubrió mirándola fijamente. Sonrió como una cría de ocho años que acaba de recibir un regalo de cumpleaños, y, desperezándose le dijo: «¿Por qué me miras así, tan tenue? ¿Y por qué pareces tan triste? Recuerda que ahora vamos a la fiesta de cumpleaños de Judith, ¡pensaba que eras feliz con ella!». Él le devolvió la sonrisa, pero no dijo nada...Y ella «Odio estas situaciones. ¿Cuándo aprenderéis los hombres que las mujeres necesitan sentirse escuchadas para sentirse cerca de vosotros?».

Alberto recogió su chaqueta, apartó suavemente la cabeza de Erika de su hombro, y bajó del autocar corriendo. Erika le gritó una y diez veces «¡Vuelve! ¿Qué haces?», mientras lo veía desaparecer, la cabeza cubierta por su chubasquero beige doblado, bajo la lluvia azul y eterna.

 

ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por Pedro M. Martínez ©
 


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