El Hacedor de Sueños
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César Vásquez

 

Era ya el amanecer cuando el bramido del mar emergió majestuoso en aquellas playas. Todo se conjugaba entre el viento y la lluvia. Y aquel bosque por el Verbo parecía iluminado. ¡Ah!, todo en esos parajes era como un simbólico lenguaje del universo... Y en tal enigmático lugar transcurría la existencia del «Hacedor de Sueños»: un alma errabunda, mística. Un hombre solitario.

Sucedió... En un momento en aquellas playas el tronar de la natura fue tal, que el «Hacedor de Sueños» quedó remecido hasta en lo más hondo de su espíritu. Ahí, pudo volver recién de su eternal ausencia. Por un instante, en su rostro se dibujó la cruz de Cristo; empero, aquel símbolo se desvaneció con el relumbrar de un fulgor matinal que inundó su habitación.

Aún clamaba el alba cuando abandonó su lecho. No recordaba su ulterior ensueño. Al parecer, tampoco tuvo noción de aquella imagen divina que se plasmó en su faz. Sumido en sus cavilaciones filosóficas deambuló por la orilla de unos imponentes roqueríos. Siempre solía hacerlo: para oír la voz de la natura, o para avizorar algún indicio sobre su arcano.

Observó la marejada y contempló el rasante vuelo de las aves. En esta mítica visión se vio él. Redimido por unas aguas intangibles imaginó oscilar en eterna armonía; y junto a él, todas las almas de la creación transfiguradas en esos oleajes inmateriales.

¡El retorno al paraíso!, musitó, y, en silencio emprendió el regreso a su cabaña. Allí lo esperaban sus innumerables libros: silentes testimonios de sus denuedos por hallar un asidero al sino del hombre.

Tenía a la sazón treinta y tres años. ¡Ah! su vida era una pesadumbre existencial. Después de abandonar el mundo aún seguía sin descubrir la razón Fundamental de su peregrinaje por esta tierra.

En un período no muy lejano de su existencia se sintió predestinado; incluso, creyó ver anunciada su venida en las «Escrituras». Se denominó: el «último profeta», el «olivo ungido». Pero el tiempo devenía y no se suscitaba ningún prodigio; a modo de revelación ninguna señal. Es más, ni siquiera podía caminar sobre las aguas.

Entonces, menester era transformar radicalmente el transcurso de su vida; de hecho tan solo en un recodo de su conciencia quedaban ya sus alucinantes teorías. Por ejemplo: sus reflexiones sobre la trasmigración de su alma. ¡Qué demenciales conjeturas!, suponer que en el eterno devenir, él, habría sido el profeta Elías; que después habría vuelto como Juan, el Evangelista, con el poder de transcribir el Apocalipsis.

Quizá, de ahí el origen de lo que proyectó legar a la humanidad. Algo así como otra Biblia: «Las Nuevas Tablas De Valores».

No obstante, otro era el entorno de su realidad. Al menos, en estas soledades eran más esporádicas sus ideas de suicidio. Alejado de los avatares sensuales, de la infructuosa búsqueda de Dios mediante las drogas, se propuso liberarse de todos los dogmas y doctrinas, que para él, constituían las cadenas que desvirtuaban el sentido del hombre y su historia.

Como por el mandato de un clamor interior su mente hurgaba en un nuevo conocimiento. Tal noción sería el inicio de una inédita metafísica.

No pensaba concebir un tratado a profesar. De hecho, su instable carácter para cultivar los dogmas de cualquiera religión, lo habían abjurado en un ser escéptico. Nunca un nihilista. Lejos, alzarse como el prototipo del superhombre. Con todo, en su fuero más íntimo anhelaba convertirse en un espíritu peculiar.

No podía adoptar el nombre de Beliar. Respetaba tales abismos. Menos el término: el Crucificado. Sí recordaba el cognomento de un dios: Abraxas. Este apelativo surgía como el más indicado, pues, significaba la divinidad del bien y del mal: no obstante, optó por proclamarse como: «el Hacedor de Sueños».

Ahora redactaría un manuscrito. Un compendio de lo que alguna vez se proyectó como el germen de una obra de envergadura mayor.

La literatura religiosa y la filosofía habían socavado su vehemente naturaleza. Rememoraba tantas ilógicas penitencias y plegarias; y a pesar de, si, se podría colegir que él, poseía un vasto acervo intelectual. Aunque estimaba su vida fragmentada, su visión trágica de la misma no ensombrecía su espíritu.

Para esbozar mejor su trabajo decidió que dormiría después de ver el alba; reanudaría sus actividades poco antes de observar la puesta de sol. Así, podría absorber toda la savia de la profunda noche; además, oír el silencio en lo recóndito de su alma.

Posteriormente y en forma abrupta concluiría con su condición de criatura efímera. Ocurre a veces, un rayo traspasaría la corteza de la tierra como testimonio de un heroico final.

Entretanto, se sucedieron dos fértiles años. De su espíritu, brotó una fecunda inspiración. Tal inefable desasosiego le permitió ponderar con agudeza superior sus raciocinios.

Un día, cogió un par de candelabros; y junto a su singular pluma, una tinta negra. Desde su escritorio raudamente dirigió sus ojos a las aguas oceánicas. Una extraña llamarada refulgió de sus pupilas. Por un tiempo breve, casi no fue necesaria la tenue luz de las velas. Finalmente tras este acontecimiento dio forma a sus abismales divagaciones.

Poco importan aquí las conjeturas que puedan hacerse sobre su manuscrito. El vuelo vivencial y el develar de un misterio son los únicos valores de este ensayo.

EL HOMBRE

(TRATADO INCONCLUSO)

«¿Qué es el hombre? ¿El alma es aquello que lo constituye? ¿Quién le dio conciencia de ser? ¿Cuándo surge el concepto de espíritu? Acaso, ¿esta naturaleza antropológica se creó a sí misma? ¿Puede concebirse el origen de las cosas a partir de la nada? ¿Debemos comenzar a través de algo? ¿Ese principio es Dios? De ahí, ¿la noción de eternidad? El tiempo entonces, ¿se da solo en la dimensión de la materia? Y por ende, ¿dónde situamos el espacio, el movimiento? Veamos: supongamos toda perfección en Dios; es decir, no cabe la posibilidad de accidente en él; o sea, es sustancia incorruptible, inmaterial e inmutable; agreguemos a su haber: conciencia y energía. Por consiguiente, como pregonan ciertos filósofos: Acto Puro. Todo lo demás, se genera de su sabiduría. Continuemos: el espacio (o universo), es mera abstracción; es más, se torna visible como creación del hombre, y, se configura como receptáculo de la materia. Discurro, nos queda el movimiento. Deduzcamos: es una cualidad de la materia. Al final, todo estriba como una compleja cuestión que el raciocinio del hombre debe discernir.

¡Qué incógnita, qué angustia! Pero, ¿fui creado con semejante don adivinatorio? Por cierto, poseo un alma. Pondero: debe ser intangible, coeterna; ¿será trinitaria también? Consigno: memoria, cognición y ¿potencia? Concluyo: es reflejo de Dios. Es “Idea”, en la cual convergen todos los elementos que coexisten. Oh, soy un demiurgo. Pero, ¿es esto el conocimiento? ¿No debo acceder a otro axioma? Y, ¿por qué habito en esta esfera? Si soy inmortal, ¿otra ha de ser mi procedencia? Y, ¿cómo advine a estas latitudes? ¿Quién me arrojo a este infierno? Vamos por parte: estremece sopesar que junto a la rotación del mundo de la materia, sea ineluctable el imperceptible oscilar de las almas.

Enuncio: solo el Primigenio es inmóvil. ¿Quién? Corroboro con acento místico: el Padre. Añado: ¡qué inconmensurable soledad la del Padre. Evidente es, de sus entrañas emanó el Hijo. Y tenemos ya, la génesis de la antítesis: Satán.

Visto así, el Verbo se constituye en la semilla de la negatividad ontológica; en efecto luz y sombra; bien y mal. Por añadidura, tal tensión genera un rotar entre estos dos polos antagónicos; asimismo, tal actividad no puede ser lineal, puesto, que ambos entes conforman una misma sustancia.

¡Qué paradoja! Si son una misma esencia no pueden ser divergentes entidades. Prorrumpo: según mi juicio, Dios es acto, y tal acto, es una causa que contiene un efecto. Tal efecto, es la potencia (Verbo), que como energía lleva implícita lo substancial y lo insustancial. Esta potencia o fuerza es circular: al universo lo mueve y le imprime su forma circunferencial. Y por supuesto, a todas las almas.

¡Aleluya!, he descifrado la raíz del mal. ¡Ay!, ¿qué temblor se apodera de mi? ¿De donde esta helada brisa? Distingo una Serpiente en los ventanales de mi morada. ¿Qué pretende? Ha roto los vidrios. De su boca expulsa sangre y la arroja en mi semblante. Ahora yace sobre mi pupitre. Paralizado, no puedo murmurar palabra alguna. Prorrumpo en otro lenguaje: ¿quién eres? Y responde: Satanás, la Serpiente Crucificada. He venido a derrumbar tus necias hipótesis metafísicas.

Te aconsejo, recalcó la Serpiente, leer y releer la Biblia. Ahí, podrás descubrir que soy el dios del Antiguo Testamento. En la otra parte de la historia de este libro, comparto poderes con el Hijo. Yo rijo el destino del hombre. Todas las civilizaciones están delimitadas por las leyes de lo orbicular. Recuerda: curvo el sendero de lo infinito. Indiscutiblemente: no hay libre albedrío. No hay progresión ilimitada.

¿Sabes?, agregó la Serpiente: el alma del hombre pertenece a una rueda de numerosas cadenas. Cada eslabón representa una: evolución o involución. Depende del lugar del alma en el devenir.

¿Te explico?, apuntó la Serpiente: mira, solo a través del Verbo, Dios se revela en esplendor. Por otra parte, el Hijo es coeterno: veintiséis son las conciencias, (almas o ancianos alrededor del Eterno Viviente) los elegidos que acceden al Padre. Por el eterno refulgir he sido y seré el Hijo. Y así, por toda una eternidad.

Todo es alquimia, expuso la Serpiente: desde las alturas se desciende como águila. Y de la profundidad se asciende como león: para romper las ataduras del laberinto y subir a lo alto como el nuevo Cristo.

Después de entregarte mi reino, comentó la Serpiente: estaré en el Hades como el dios muerto. Deberé esperar otra era; otra obra, para cumplir con mi sino de león naciente. Yo, seré Moisés cuando tú, desde los abismos atormentes a la humanidad.

¿Qué dices reptil repugnante?, repliqué yo. ¿Quieres destruir el Cristianismo? Y, ¿tus teoréticas no apuntan a lo mismo?, irrumpió la Serpiente. Luego prosiguió: si Adán no hubiese mordido la manzana no habría sido necesaria la redención, ni la venida de Cristo; claro, tampoco habría existido el pecado. ¿Quedas perplejo con la simbología?, exclamo la Serpiente. La miré a los ojos y musité: ¿por qué dices que soy el águila? Hubo silencio. ¿Cual es la verdad?, grité. Suicídate, musitó la Serpiente y desapareció».


FIN DEL TRATADO

 

Abrumado, taciturno... «El Hacedor de Sueños» concluyó abruptamente su tratado. Tomó sus papeles y los guardó en un cofre metálico.

Era medianoche. Fecha de Pascua. Y en el seno de la cultura occidental se celebraba el nacimiento del Mesías. De un cajón de su canterano cogió una cruz de madera; con devoción la aproximó a sus labios: ensimismado la observó. De hecho, pausadamente la situó sobre la Biblia.

Con todo, no procuró sobrellevarla consigo. Gravitaba sobre sus hombros su peculiar y maciza cruz: la aflicción de su efímera existencia. Raudamente dejó su cabaña. Entonces, miró como ardía por el fuego que el mismo había generado.

Caminó por la playa hasta el amanecer. Exhausto, trató de dormitar entre unos roqueríos. De pronto, como un relámpago su cuerpo se reflejó en una poza de agua: y su alma vio. Luego, de aquella visión extraña corrió hacia las rompientes del océano. Ahí, como ser incorpóreo que era ya, pudo entonces, caminar sobre esos aguajes inmateriales. ¡El Paraíso!, susurró. Ya su espíritu era pura luz: estaba transfigurado.

 

 

 

 


Cesar Vásquez López

(Poeta de Chile)

Derecho Intelectual 108.115 (Chile)

 

Página Web de Poesía Mística:

Canto de Transformación

http://orbita.starmedia.com/~aguila_coronada

 

ILUSTRACIÓN: Fotografía por Pedro M. Martínez ©



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