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EN
OTRO LADO


José Pedro Aresi


Recorría desorientado las calles sin sueños de una ciudad. Parecía ser Buenos Aires, pero no estaba situada en el borde de un mar dulce, ni de una pampa que la urbe había invadido sin piedad. La gente hablaba español, se oían voces lunfardas y la poesía del tango surcaba el aire en música y verso. No había mosquitos o al menos no los vi, ni me picaron. Tampoco existían autos o colectivos que impregnaran la atmósfera con el humo caliente de sus escapes. A lo lejos vi pasar un tranvía.

Tuve la extraña sensación de deslizarme por calles que se cruzaban sin semáforos, de oír sonidos que me eran comunes; ilusión de estar, pero sin estar. Florecían glicinas y malvones, en tanto un jazmín adormecía el tiempo con su intenso perfume. Ladraba un perro sin estilo, parado sobre un montículo de tierra apenas cubierta por un pasto amarrete. Lloraba el cielo una imperceptible garúa, en tanto encerrados en la neblina de un boliche, algunos Inmortales jugaban al truco, al tute y al mus; mientras otros seres —también reconocibles— trataban de acertar un «chanta cuatro».

En la escena que yo transitaba, se mezclaban personajes históricos con algunos más recientes y todos unidos por un inconfundible sello de eterna presencia, formaban un conjunto de sombreros aludos, cabellos engominados, barbas respetables y melenas despeinadas por el viento de la nostalgia. Una mano cansada había dejado sobre la mesa de mármol de un café, la pipa que poco rato antes había estrujado, con intención de extraer de ella, el misterio que encierra el humo del rubio tabaco al quemarse.

Me detuve en una esquina a leer un anuncio que decía: «Tú/ que tímida y fatal/ te arreglas el dolor/ después de sollozar,/ sabrás cómo te amé/ un día al despertar/ sin fe ni maquillaje», en tanto que en otro que estaba pegado a su lado podía leerse: «Recordando sus amores/ el pobre bacán lloró». Comprendí entonces que el amor, cuando se trunca, sume a los cuerpos que poco antes se atrajeran magnéticamente, en la desesperación que precede al llanto y también entendí porqué se humedecen los ojos que Dios nos dio para gozar las cosas bellas de la vida, cuando al ser lo invade la congoja. Recordé pasajes de historias repetidas en los versos de los tangos. Simples secuencias que algunos critican y por el contrario yo disfruto, porque trasuntan vivencias que son comunes al sentimiento de mi pueblo.

Continué mi andar de peregrino y mientras caminaba contando baldosas, vi un afiche pegado en una vieja pared enmohecida por los años, que decía: «Luego la verdad,/ que es refregarse con arena el paladar/ y ahogarse sin poder gritar», lo cuál reafirmó mi sentir respecto de lo cruda que es la realidad.

Un poco más allá, encontré a una humilde mujer que vendía flores y a un canillita que voceaba los diarios de la noche, resaltando las noticias que más podían impactar en los nocturnos transeúntes que pasaban a su lado, conversando y saludándose entre sí. Los jóvenes hacían ronda en las esquinas, tratando de armar el programa de esa noche y desde un café con mostrador de estaño, se oían las notas finales de un tango que evocaba la «pesadumbre de barrios que han cambiado y amargura del sueño que murió».

Al pasar por debajo de una marquesina iluminada, en cuyos costados podían leerse nombres muy conocidos, me topé con un hombre delgado que parecía llevar un pesado bulto sobre su espalda. Miré atentamente por sobre su hombro y vi que cargaba una bolsa que decía «desencantos». Volví mis pasos con la intención de correr hacía él y ayudarlo, pero me detuve para no perturbarlo, pues se había detenido y con un carbón en su mano zurda, escribía afanoso una leyenda sobre un muro revocado con yeso. Una vez que el hombre terminó de escribir, siguió su camino. Curioso, me acerqué a la pared para poder leer lo que en ella había escrito. Eran solamente dos versos que decían: «Al mundo que me desprecia / porque no aprendo a robar». Seguro de estar en lo cierto grité: «¡Estoy en Buenos Aires!», pero poco tiempo duró mi ilusión. Al escuchar mi exclamación, un malevo de chambergo ladeado y lengue al cuello que estaba recostado en un buzón esquinero, me respondió: «No señor, está equivocado. Esto solamente es un paisaje celestial de un Buenos Aires que fue». Al escuchar tal respuesta pensé: «¿Entonces yo, ya no soy yo?»; al tiempo que recordé que ese día, al dejar mi departamento dispuesto a cruzar la Avenida 9 de Julio, olvidé tomar mi bastón blanco.


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JOSÉ PEDRO ARESI es un autor argentino.
aresinfo[at]fibertel.com.ar

Ilustración relato: Fotografía por Serge Vincenti © (Participante en la I Muestra de Fotografía Almiar 2002).




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