Estoy
de viaje
Livia Felce
El tren
sale de la estación y se dirige a Córdoba, el horario de partida
es a las diez de la noche. Me costó decidirme pero aquí estoy. Una
valija es suficiente. Aprendí a prescindir de cosas superfluas y tengo
lo justo. ¡Por fin voy a viajar! La modorra de la rutina no me dejaba
despegar, pero me dije que tal vez viajar me hiciera bien, me calmara
los nervios. Otros paisajes son otros paisajes. Eso es lo que necesito.
Pongo mi valija de cartón en el portaequipaje
y me siento a esperar la partida. Me acomodo en el asiento. Por la
ventanilla veo pasar a la gente, apurarse para salir, apurarse para
entrar, y chicos que juegan a las escondidas entre las columnas del
andén. Espero el sonido del pito. La orden de salida tarda. Miro el
reloj. Es ya la hora o me parece a mí. El vagón se va completando.
La gente murmura algo de una huelga. Siempre pasa, o son los maquinistas
o los guardabarreras que aplican sobre los pasajeros las consecuencias
de sus reclamos.
Todos están mal pagados, es cierto, pero yo no
tengo la culpa, que aguanten o cambien de trabajo porque yo tengo
que viajar, para eso estoy aquí. Estoy decidida. Voy a esperar a que
el tren salga.
Dormité sobre el lado derecho, casi sobre el
hombro de un señor mayor. Al despertar vi el coche medio vacío, mi
compañero me dijo:
—La gente salió a caminar porque el conflicto
no se arregló y hay que esperar no se sabe hasta cuándo.
No tenía a quién avisar que llegaría más tarde,
como nadie me esperaba en ninguna parte, no me importó mucho. Comí
unas galletitas, anduve por el pasillo, fui al baño y al volver las
luces titilaban como si estuvieran por apagarse, pero el reflejo del
andén alumbraba los asientos vacíos y encontré el mío. El señor de
cabello blanco ya no estaba. Ocupé mi lugar, estiré las piernas sobre
el asiento vecino como si fuera una cama. Así me acomodé, puse la
campera sobre las piernas y no escuché más ruidos hasta el otro día
en que los silbatos me despertaron. Miré por la ventanilla y vi partir
trenes en otros andenes. Empecé a gritar: —¿Por qué este tren no se
mueve? ¿Qué pasa? —las puertas cerradas no dejaban oír mi voz, quise
levantar las ventanillas y estaban fijas. Como en una cárcel todo
me cerraba el paso. Hacía gestos para llamar la atención de quienes
pasaban por el andén. Golpeaba los vidrios, pero la gente que miraba
hacia mí no me veía porque seguía indiferente, a lo sumo se arreglaba
el pelo en el reflejo del vidrio.
Me cansé. Me cansé de gritar y me cansé de llorar.
Comí unas galletitas, fui al baño y volví a mi lugar. Dormí. Pasaron
días. No sé cuantos. Del frío pasé al calor. Andaba casi desnuda,
podía bailar por el pasillo y hacer muecas a quienes me miraban porque
yo sabía que como en un espejo sólo se veían a ellos mismos. Los sonidos
de la estación truenan por la mañana y se aligeran por la noche. La
calma penetra con la misma fuerza que el ruido. De pronto todo es
silencio y yo pruebo a quebrarlo con un grito largo, aullado. Pero
nadie contesta y yo vuelvo a gritar porque sé que nadie me escucha.
¡Qué bueno es gritar, qué bueno es bailar, qué bueno es hacer lo que
quiero mientras espero a que salga el tren!
Dos hombres de blanco me sacuden y palmean y
me levantan del piso. A mi alrededor la gente mira curiosa, con cara
de tonta, cómo me llevan a la rastra. En el andén el pito sonó estridente
y vi salir el tren.
—¡Se va! —grité.
—Otro día, cuando te cures, vas a tomar otro
tren —me dijo uno de ellos.
Pero creo que ya no sabría cuál tomar.
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CONTACTAR CON LA AUTORA: liviafelce[at]hotmail.com
ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por
Manuel Martín ©
(VER
MUESTRA DE ESTE AUTOR).
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