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El virus
por
Fernando Luis Pérez Poza


Chiss..., chiss... Hola. Perdonen que les hable tan bajito, pero soy un virus un poco acomplejado, tímido, muy introvertido. Fíjense ustedes que casi no me atrevo a entrar en su ordenador, me da vergüenza. Bueno, tengo que confesarles que eso es sólo al principio, cuando salto desde el archivo adjunto del mensaje de correo electrónico y me cuelo sin pedir permiso.

Luego, a medida que voy cogiendo confianza, me expando por todos los directorios e incluso me infiltro en el outlook y me envío sin sello a otros tantos miles de ordenadores. Sí. Yo viajo gratis, por el morro, como los diputados de las Cortes en España. Y aún voy más allá, a mí ni siquiera me hace falta mostrar el carné para que me den el billete. Me basta con el pequeño empujoncito inicial del creador, en el diminuto rincón del mapa donde tiene instalada su compu, y ¡zás!, a recorrer el mundo por el cable casi a una velocidad como la del pensamiento.



Sí. Ya sé que en estos momentos estarán leyendo esto con recelo. Estoy seguro de que se preguntan ¿Y sí en lugar de una historia o un cuento fuera realidad? ¿Y sí me están entreteniendo mientras un poderoso virus se ocupa de invadir el disco duro? ¿Borraré el mensaje sin leerlo, por si acaso?

Pueden hacerlo ustedes, si quieren, pero se quedarán inevitablemente sin descubrir el final de la historia y sin conocer aspectos de mi vida que a menudo se les pasan desapercibidos. Piensen, además, que para eso tienen la cabeza que, si hubiera querido contagiarles, a estas alturas del segundo párrafo ya lo habría hecho. Me basta un segundo, a veces menos, para reproducirme y volverles majaras todos los archivos.

Sepan ustedes que mi vida es una larga historia, un océano de tristezas y alegrías y que las aventuras y peripecias de David Niven, El Fugitivo, comparadas con las mías, son pecata minuta. Y no sólo las suyas. Aquí querría ver yo a Don Quijote y Sancho Panza, enfrentados a los molinos de viento de pandasoftware, perseguidos por el comandante Norton, apaleados por el antiviral toolkit como si fueran unos vulgares ladronzuelos. Sí. Mi vida es una larga historia, aunque sólo deje huecos y vacíos en la memoria.

No recuerdo el nombre del lugar donde nací. Tampoco a mis progenitores. Soy, por lo tanto, un hijo de padres desconocidos, y en eso les doy toda la razón a quienes, cuando les hago una visita, dicen que soy un hijo de la gran..., palabras que me callo, porque seré un virus pero no un ordinario. Un buen día, ellos, mi papá y mi mamá, me abandonaron a mi suerte, borraron todas las huellas genéticas que nos vinculaban e incluso renegaron de sus derechos de autor para que no los trincara la policía. Y... ¿saben ustedes? ¿Saben ustedes qué es lo peor de todo?: pues que es muy difícil vivir cuando sientes que sólo eres el producto de un día de mala leche de un ser humano.

Y aquí me tienen, hecho un viajero empedernido. Marco Polo, a mi lado, un niño con un patín en el jardín de su casa. Sí. Aquí donde me ven, he dado la vuelta al mundo varias veces, he compartido directorio y secretos de estado con presidentes de naciones y he estado a punto de disparar todos los misiles nucleares de los EE.UU. Y lo habría hecho, si un cruzado de la informática no hubiera decapitado a uno de mis clones en el último momento, cuando ya sólo restaba apretar el botón. ¡Ah si yo les contara todo lo que sé! ¡Más de alguno se quedaría con el culo al aire o se cagaría de miedo!

A lo largo de mi vida he aprendido muchas cosas, demasiadas quizá. Uno, con el tiempo, a fuerza de navegar por los lugares más variopintos, se convierte en una enciclopedia. Es algo inevitable. No le queda más remedio que fijarse y aprender de lo que ve. Pero si hay algo que sé con toda certeza es que la red está llena de tarados que sienten un morbo especial por subir lo primero que se le viene a la mente. En este maremagno de chips y cables impera el cada loco con su tema. Hay enamorados de la historia de Felipe II, melómanos del mpeg3, terroristas disfrazados de señoritas pijas, como diría el Reverte. El anonimato da rienda suelta a la imaginación y hace que cada uno se transforme como por arte de magia en el protagonista de su vocación más secreta.

He visto tíos que pueden pasarse varios meses dirigiéndole cartas de amor a un grandullón de dos metros y un par de pelotas que no cogen en el estadio Santiago Bernabeu convencidos de que se trata de una hembra despampanante. O a tías enamoradas de un superboy cuando en realidad al otro lado hay una colega dotada de otro buen par de melones. Y no lo mento porque eso esté mal, que a fin de cuentas cada uno que se lo monte como quiera o por el agujero que quiera, sino por el engaño que implica la situación. Esto es como en los cuentos de hadas, pero al revés, el príncipe se convierte en sapo y la princesa en rana cuando les van a dar el beso que, nunca mejor dicho, deshace el encantamiento.



¿Qué no se lo creen? Pues es así. Estas últimas semanas, sin ir más lejos, he seguido de cerca un enamoramiento... ¡qué vaya tela! ¡Fue un flechazo, lo que se dice un flechazo!. Las palabras de amor que pasaban a mi lado dentro de la línea telefónica hervían de toda la pasión que llevaban concentrada entre sus sílabas. Cupido se frotaba las manos y afilaba la punta de sus flechas con todo el frenesí del arquero que ha conseguido su más certera diana. La chica gozaba treinta y ocho años y decía que los llevaba como los veintitrés. Al chico se le hacía la boca agua, pensando en el tipazo que debía de tener su princesa digital, y el capullo se le puso más tieso que el cuello de la camisa almidonada de un rey cuando supo que al cabo de dos semanas por fin la iba a conocer. Yo todo esto lo sé porque se lo contó a un amigo en un e-mail y luego vi el reportaje en el video. Era tal el delirio de amor que los impulsaba que ni siquiera se molestaron en intercambiar una foto antes de reservar la habitación del hotel en la que estaban decididos a desfogarse. ¡Pero lástima que todo se echara a perder por un detalle sin importancia, por un pequeño olvido, un simple quítame allá esas pajas! Ella se olvidó de comentar que pesaba 150 kilos, como poco.



¡Pensé que te lo había dicho! le dijo al estupefacto enamorado al llegar al aeropuerto, después de que una grúa la descargase en la terminal de pasajeros sobre un carrito de llevar las maletas.

¡Además lo nuestro es un amor puro, espiritual, en el que no interviene lo físico sino lo metafísico! ¿No decías que te daba igual cómo fuera? ¿Qué éramos almas gemelas? apostilló. ¡Anda, vámonos al hotel que vas a ver lo bien que nos los vamos a pasar! suplicó ella, mientras él buscaba algún agujero secreto y cercano donde esconder la cabeza como los avestruces.

Y no lo digo porque tenga algo contra los gordos, que no, que no lo tengo. Cada uno es como le ha tocado en suertes y cuanto antes lo asuma, mejor. Yo mismo soy un poco triponcete a cuenta de devorar tanto archivo, pero tengo que decir en mi descargo que siempre voy con la barriga por delante, sin engaños, pensando en la suerte que es tener más cerca el horizonte. ¡Para que luego digan que yo soy malo!


No. Yo no soy malo, sólo un poco travieso. Me levanto, me desayuno unos cuantos chips y ¡zas!, a clonarme y a viajar. Y sufro mis riesgos. ¿Y si en un directorio oculto me encuentro con los de PandaSoftware o al Comandante Norton? Ustedes no saben lo que es eso. Te sientes como una torre inexpugnable, como una doncella con cinturón de castidad, y de repente te das cuenta de que hay un alfil que viene en diagonal hacia ti, sin ningún obstáculo por el medio. Y lo más terrible es que no puedes enrocarte con nadie y en un santiamén hace que desaparezcas del mapa. ¡Voila! Así como por arte de birli birloque. Te engullen, te despedazan bit a bit, quebrantan tus arrays y te envían a la papelera de reciclaje como si sólo fueras el contenido de un cubo de la basura después de un largo fin de semana. Pero que se le va a hacer: ¡La vida es así!


No. Yo no soy tan malo como piensa mucha gente. Son peores mis primos, los que causan la gripe en los humanos, además de unos guarros que sólo sirven para manchar pañuelos. Quizá sea porque viven en libertad. Se lo pasan de miedo saltando de persona en persona, a través de los átomos del aire, como si formaran parte, de forma permanente, de un juego como el de la Oca o de una trouppe de circo, y su presencia siempre va acompañada de fiebres y malestar general que deja al humano tirado por los suelos. Y no digamos ya el resto de mis parientes, que los hay mortales de necesidad.



Pero, ¿saben? A veces me ataca la tristeza del viajero. Es esa duna amarga de la soledad que sepulta el corazón de los que como yo carecen de arraigo en un lugar concreto. Son lágrimas que nunca llegan a asomarse a los ojos pero están ahí, formando parte de mi esencia, aluviones de penas que ahogan el alma y que hacen que te sientas un poco E.T. el extraterrestre lejos de su casa. Entonces presientes que un peligro se cierne sobre tu existencia y sabes que pronto llegará un delete que te enviará a formar parte de la nada. Esa es la sensación que tengo estos días, sobre todo desde que me han reprogramado para destruir los archivos de un gigante energético que podría arrastrar en su caída al mismísimo presidente.


Les diré lo que voy a hacer. Primero entraré en el sistema y lo recorreré hasta llegar al disco duro central. Es un asunto sencillo, que no tiene mérito porque alguien se ha encargado de dejarme la puerta abierta. La cuestión es conseguir que desaparezca toda la información que pueda incriminar a los directivos que a lo largo de estos últimos años se lo han llevado crudo, no el petróleo sino la tela, y que no quede ni rastro de las relaciones del gigante con el inquilino del palacio presidencial. Después me destruiré a mi mismo para que nadie pueda saber quienes me programaron para este asunto y uno de los mayores robos de la historia se quede impune. Así que desde aquí les digo adiós por anticipado y cuando lean en la prensa que se han esfumado las pruebas que incriminaban al presidente y la recua de sus secuaces en la quiebra fraudulenta del gigante energético piensen un momento en mí y digan conmigo: ¡No somos nadie!. Porque justo en ese momento habré dejado de existir. Aunque no se preocupen, no van a sentir el vacío de mi ausencia: ¡Les dejo en compañía de mis clones, primos y demás familia que estoy seguro les entretendrán de una manera apropiada!



Febrero 2002
© Fernando Luis Pérez Poza
Pontevedra
(España)



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CONTACTAR CON EL AUTOR: fpoza[at]navegalia.com



ILUSTRACIÓN RELATO: Image5376cypovirus, By A2-33 (Own work) [CC-BY-SA-3.0 (http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0)], via Wikimedia Commons.





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