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Lucilene Machado


Se cruzaron en direcciones opuestas. En un impulso, ella miró para atrás, quería observarlo más atentamente. Los hombros anchos realzaban la figura viril de un hombre perdido en un instante mágico. Un hombre que, en un descuido también iría a mirar hacia atrás, iría a girar el cuello, la cabeza..., y, en pocos segundos, habría un leve choque de miradas... Hubo. Sonrieron, hicieron un leve gesto de adiós. «Las manos que dicen adiós son pájaros que van muriendo lentamente», dijo Quintana. Estaban movidos por una misma fuerza poética y superflua que revolotea alrededor de los límites de una plaza. Intuyó que volvería a verlo. La reacción del corazón y la magnitud del momento determinaban eso. Increíble como hay una profunda relación entre seres, atmósfera, cosas, externo e interno. Y se suma a eso, la poesía vistiendo todo con un traje fácilmente reconocible. Y el ser humano puede verse en el otro, puede identificarse. Un momento sagrado de sinestesia. Los decretos del tacto, olfato, gusto, vista y audición, todos sometidos al deseo. ¿Será el deseo lo que mueve al mundo?

No quería pensar. Se sentía leve e inútil. Un instante que tal vez no se repitiese otra vez. Tuvo ganas de saltar, de dar vueltas carnero..., sin embargo fue contenida por el pudor al que estamos subyugados todos. Tomó una flor de rosa china. Colores alternándose, del blanco al rojo intenso circundando la corola. No contuvo el impulso de desnudar el espécimen. «Le sacó la blusa, la falda, el sostén...», era un osado strip–tease de su época. Pistilo húmedo destilando polen. Pero no se atrevió a cruzar la línea del pensamiento. Le gustaba aquel no–pensar. Árboles, flores, pájaros, agua..., ¿Para qué las frases rebuscadas y obtusas?

El viento soplaba el agua creando círculos negros. Pequeñas olas cabalgaban sobre la topografía irregular del riacho. Una criatura, de bruces, capturaba hormigas en un alfiler. Cabellos peinados al medio, cinto del pantalón descolorido y doblado al revés, fue despertada súbitamente por la voz humana: «¿No quieres cazar estrellas?».

El chico bien que lo intentó. Mil imágenes fueron estructuradas por el alma infantil, pero nada de estrellas. ¿Serían estrellas de mar? Segura de ciertas certezas, desistió, lastimada. «La palabra dentro de la palabra, incapaz de decir palabra» (Thomas S. Elliot). Quería capturar la palabra en la mano. Moldearla con los dedos. Construir una escultura y colocarla en un paseo público. La palabra como verdad visible. La gente no sabe encontrar la verdad dentro de la palabra. La palabra debería tener pistilo, corola y polen para facilitar nuestra ignorancia. Entretanto, siempre tiene algo diferente. Tanto en lo que hay de nuevo, como en lo viejo.

Un haz de luz atraviesa el follaje más alto de los árboles. Abril es cruel, entierra lo dorado exactamente a las seis. Si al menos apareciera una estrella multifoliada levitando sobre las ramas..., todavía, al mojar los pies en el agua oyó una voz humana rompiendo la oscuridad: «¿No quieres desnudar estrellas?».

Fue. O, mejor dicho, fueron. Quién sabe nunca aprendan a desnudarlas, ni a volar, ni a conservar flores intactas..., pero aprenderán a convivir con la ignorancia, a tener respeto por las acciones inútiles, a besarse muchas veces, a considerarse extraños y desconocidos, carne y huesos..., y a dejarse partir, exhalarse, irse con los ojos trémulos dejando en las manos un cantar de pájaro, un aroma de flores y polen para la concepción de muchos frutos.


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(Traducción de Raúl Gentili)

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* ILUSTRACIÓN RELATO:
Fotografía por Pedro M. Martínez ©