Carlo y la muerte
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Marcos Manuel Sánchez
A las cinco en punto de la
tarde, Carlo subía al asiento de conductor de «la máquina».
Un intenso aroma a tapicería de cuero le envolvió de inmediato.
Fue como si se sumergiera en otra dimensión. Todavía resonaban en
su mente las palabras de Sara:
—Ve con prudencia, Carlo.
Esa máquina es como un cohete con ruedas...
—No
exageres. Lo probaré por la carretera secundaria. A estas horas no
hay tráfico.
—No dediques mucho tiempo
a esto, Carlo.
—¿Y por qué no vienes?
El coche admite dos plazas...
—No me apetece, de veras.
—Vale. No le des más
vueltas, cariño. Estaré de regreso antes de las seis.
Él la besó en los labios,
un gesto que martillearía la memoria de ella durante mucho tiempo.
El último beso. Durante
años, Sara se repetiría multitud de veces las mismas preguntas.
¿Por qué no le retuvo más tiempo? Habrían podido hacer el amor durante
horas, en la intimidad del dormitorio que desde ese día ya no volverían
a compartir. Si ella hubiese insistido un poco más...
Lo suficiente para que él abandonara la idea de subirse a esa máquina.
—Dios,
¿por qué no le quitaste de la cabeza esa locura?
—se
torturaba interiormente.
—«Ve
con prudencia, cariño...»
—las
palabras se desvanecieron en sus pensamientos cuando Carlo giró la
llave de contacto.
El bólido rugió anunciando
su afán de conquista del asfalto. Quinientos cincuenta caballos de
potencia ofrecen bastantes posibilidades al afortunado conductor que
quiera experimentar nuevas sensaciones.
Con tacto muy suave,
Carlo introdujo la primera marcha y posó el pie sobre el acelerador.
El Ferrari F60 se revolucionó hasta 6.500 vueltas y salió disparado
hacia la Avenida de América. Al principio le costó trabajo dominar
los envites de la macchina
a cada presión sobre el pedal. Después comenzó a sacarle sustancia
a la experiencia. Aprendió que debía soltar enseguida el embrague
y sólo dejar caer el peso del pie. Así consiguió una respuesta dócil
del vehículo.
Únicamente cada vez que había de parar ante un semáforo y aminoraba
la marcha, le parecía que al accionar el freno debía apretar el pedal
más de la cuenta. Le sorprendió un poco que la frenada no fuera tan
precisa como el resto de los controles.
Tomó
el desvío hacia la Nacional Uno, dirección Burgos. Sensaciones nunca
antes vividas pasaban por su mente. La excitación de la velocidad.
La brutal aceleración al cambiar de marcha.
Un gozo indefinible le mantenía eufórico.
A su cabeza acudían fugaces recuerdos de su infancia, cuando se escapaba
con la moto de su padre para recorrer la adoquinada Vía San Giovanni,
de su querido San Gimignano. A pesar del traqueteo producido al rodar
por la irregular superficie, aquel niño disfrutaba como nadie de la
experiencia. El cosquilleo que le subía por los brazos a sus doce
años, con la Benelli a sesenta kilómetros por hora, llegaba
a erizarle el cabello.
Una excitación similar embargaba sus sentidos al volante de la máquina.
Pero esta vez se desplazaba por una autovía recién asfaltada a ciento
noventa kilómetros por hora, con visos claros de alcanzar mucho más
merced a la formidable aceleración brindada por el propulsor de inyección
multipunto.
Carlo dejó pasar el desvío hacia la carretera de Colmenar, donde pensaba
visitar las obras del Polideportivo que dos meses antes comenzó a
construir Fakirsa.
Le pareció mejor idea continuar unos pocos kilómetros más.
El color rojo fuego de la carrocería relucía bajo el sol de la tarde
como un diamante. Carlo deseaba sacarle jugo a aquel proyectil con
ruedas. En su muñeca, las manecillas del reloj Swiss Army marcaban
las cinco y veinticinco. Necesitaba más tiempo para hacerse con el
control de la máquina. Habituado al sencillo manejo de su viejo
Alfa Romeo 95, le llevaría un buen rato domar a este pura sangre.
Carlo no tuvo que hacer uso del freno desde que dejó atrás el casco
urbano. La retención del motor al levantar el pie del acelerador resultaba
más que suficiente para adaptar la velocidad al fluido ritmo con que
discurría el tráfico a esas horas.
La ruta le llevaba hacia la zona de la Sierra. Aunque sus picos más
altos no se elevaban mucho más allá de los dos mil metros, los barrancos
y despeñaderos que jalonaban la carretera imponían respeto a cualquier
viajero.
A la altura de la cuesta de El Molar, Carlo empezó a comprobar, maravillado,
la fuerza con la que el propulsor del Ferrari F 60 era capaz
de impulsar aquel ingenio mecánico, fruto de la más avanzada tecnología.
El velocímetro marcaba doscientos diez kilómetros por hora.
¿Qué pudo inducir a aquel hombre tranquilo, equilibrado y poco amigo
de asumir riesgos inútiles, a correr disparado a los mandos de un
bólido?
Sensaciones, quizá. Sensaciones de una intensidad que nunca antes
(si acaso en la niñez conduciendo la Benelli verde y plata)
había llegado a experimentar.
—Es
Inevitable sucumbir, ¿eh, Carlo?
—preguntaba
su conciencia—.
Total, por una vez que juegues a ser chico malo no has de sentirte
culpable.
¿Quién no ha sido atraído
por lo prohibido, por traspasar la línea de lo correcto? ¿Incumplir
una norma de tráfico? ¡Bah! Su buen amigo el concejal le resolvería
la papeleta. Cuantos favores intercambiados. Una sólida amistad. Buen
elemento ese Pablo.
Las curvas iban haciéndose más cerradas a medida que Carlo avanzaba
por la pista hacia la cadena montañosa.
Pisó el freno varias veces. Al igual que cuando circulaba por Madrid,
notó que debía apretar a fondo el pedal. Pero ahora apenas podía percibirse
el efecto de la frenada. Cambió a una marcha más corta. No fue suficiente.
El vehículo escapaba por momentos a su control. Un sudor frío humedeció
su frente y sus manos. Los nervios empezaron a dominarle y dieron
paso a una rigidez que le atenazaba los brazos y las piernas. Un letrero
indicaba en negro sobre blanco la leyenda «Robregordo, 10 Km.». La
siguiente curva hizo que el Ferrari sobregirara de la parte trasera.
Casi fuera del arcén, el conductor consiguió enderezar la trayectoria.
El rugido del motor fue una clara protesta ante la subida de revoluciones
provocada por la reducción de marcha. Dominado por la desesperación
del momento, a Carlo le importaba poco forzar el motor, pasarlo de
vueltas o que saliera ardiendo. Pugnaba por salvar la vida y para
ello había de frenar. Frenar como fuera. Durante un instante que le
pareció una eternidad, Carlo decidió arrimarse a la pared rocosa de
la montaña, cortada por la carretera en varias zonas.
Se hallaba en las estribaciones de la Sierra madrileña, hendida por
la Nacional I como si un hacha descomunal hubiera asestado un tajo
formidable.
—¡Dios,
ayúdame! ¡Dios, ayúdame!
—repetía
para sí.
Pretendía rozar el lateral
rocoso en un loco intento de reducir la velocidad. Entró en una curva
pronunciada, en forma de horquilla. Salir de ella a ciento ochenta
kilómetros por hora, resultó ser una empresa imposible. La angustia
de Carlo le llevó a la memoria la imagen de Sara.
—«Cariño,
estoy perdido. Recuérdame siempre».
Esas palabras cruzaron
su mente tres segundos antes de romper el pretil. El coche rebotó
contra la roca y salió despedido hacia el lado opuesto de la calzada
girando sobre sí mismo. Rebasó el borde del precipicio llamado Barranca
del Toro, a trescientos metros sobre el suelo. Seguía girando mientras
surcaba el aire en un recorrido mortal que terminó aplastándolo contra
las grandes rocas del fondo.
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ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por Rafael Vela Guallar
©2004 (Publicada en la sección
Galerías de Imágenes en Almiar).
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