Cierra los ojos
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José Soria Esteban
Aquel verano, el último
verano, vivía yo en Almería, una ciudad bañada por el Mediterráneo.
El ambiente, absolutamente multitudinario, no me atraía del todo.
Vivía a caballo entre la casa de mi novia en la ciudad y el chalet
que mi madre tenía en Aguadulce, un pueblo pequeño vecino de la ciudad,
a orillas del mar y por ello convertido en zona de recreo y de ocio
para veraneantes.
Mi madre, todos los veranos,
cambiaba de residencia instalándose en el chalet, siempre con mi hermana
Carmela.
Aquel día, el día del
fin del mundo, me presenté por la tarde en la casa de mi madre en
Almería y no me sorprendió verla sentada en su sempiterno sillón con
un libro entre las manos y los auriculares puestos, cuando debía haber
estado en Aguadulce. Me miró con el amor más dulce que jamás nadie
haya podido captar. Tampoco me extrañó no ver a Carmela ni a nadie
de los suyos. Si alguien me hubiera preguntado porqué no me sorprendieron
ninguna de aquellas «anomalías», le diría que no lo sé. En aquel momento,
porque comenzaron a desencadenarse los acontecimientos rápidamente,
y ahora porque aunque pensara alguna respuesta no la encontraría.
Además, a nadie ya podría importar porque no existe nadie. Tampoco
es cierto que tú estés leyendo esto porque tú no existes. No en vano
el fin del mundo es el fin de todo. Si no, no sería el fin del mundo,
sería si acaso un borrón y cuenta nueva. En caso de que estés realmente
vivo, y leyendo esto, supone que fue la segunda opción, un borrón
y cuenta nueva que eliminó de nuestro planeta varios miles de millones
de personas. En cualquier caso yo soy uno de esos «varios miles de
millones» de desaparecidos, por lo que es imposible que hubiese escrito
esto. Lo que quiere decir que no estas leyendo esto. O si es así es
que no estás vivo y no lo sabes aún, a pesar del tiempo que tiene
que hacer de aquello. ¿Tiempo?
Esto son ganas de especular,
porque yo sé que efectivamente aquel día fue el día del fin del mundo.
Si no lo crees así, sigue leyendo y después reflexiona.
Le di un beso a mi madre
mientras ella sonreía y me adentré en la casa por el largo pasillo
que llega hasta el comedor. Allí abrí la puerta que daba a una galería
no menos larga que el pasillo que llevaba hasta las últimas habitaciones
de aquella enorme casa. Traspasé la puerta de la última habitación.
Era un amplio dormitorio con una puerta que daba a un cuarto de baño.
Sobre la cama, con una casi imperceptible luz que surgía de una lámpara
en pie sobre la mesita de noche estaba mi hermana Fátima con un bloc
en una mano y un bolígrafo en la otra. Alzó la vista y sus perfectos
dientes asomaron detrás de una ancha sonrisa, aunque triste.
Le pregunté si le pasaba
algo a lo que me contestó que estaba mala, sin especificar. Me senté
al borde de la cama y al hacerlo me fijé en la puerta del cuarto de
baño y pude comprobar que estaba un poco descuadrada, siendo la ranura
que existe entre la hoja y el marco más ancha en la parte de abajo
que en la de arriba. No le di más importancia y hablamos un rato.
Cuando volví a mirar a la puerta, comprobé que el descuadre era muy
superior al anterior, y además había comenzado a descuadrarse el propio
marco separándose ostensiblemente de la pared.
Creo que fue en este
momento cuando lo supe. O fue, tal vez, también, porque comencé a
notar la extraña luz de miles de colores distintos, aunque apagados
de brillo, que entraba por la ventana. Miré a Fátima y comprendí que
ella lo sabía.
Debía hacer algo. Me
despedí de Fátima que nunca perdió su sonrisa y caminé despacio hasta
la puerta de la calle. Ya sabía lo que tenía que hacer. Salí a la
calle y conduje el coche hasta una gasolinera. A nadie vi durante
el trayecto, pero sí vi el espectáculo tan impresionante que suponía
el baile de todos los planetas y estrellas acercándose despacio, majestuosamente,
hasta la Tierra. Pude observar con total nitidez el cinturón de mil
colores de Saturno.
No había otra luz en
la ciudad que la que dimanaba de los planetas y estrellas que se acercaban.
Ni un solo coche. Di las gracias al cielo porque la gasolinera no
estaba cerrada y llené el tanque de gasolina y compré una radio nueva
para el coche y una bolsa llena de encendedores. Lo tenía decidido.
Iría a casa, las montaría a las dos en el coche y nos dirigiríamos
a Calar Alto, una montaña altísima que hay a 40 Km. de la ciudad donde
hace tiempo ubicaron un telescopio astronómico.
Sí. Los mecheros eran
para encender lumbres, por si en invierno hacía frío.
¿Qué invierno?, pensarás.
Pero era mi primer fin del mundo y no sabía exactamente de que iba
aquello.
Volví a la casa con el
coche bien pertrechado de gasolina, radio y mecheros. Era de noche
y a pesar de que, como digo, no había luz eléctrica, la claridad era
inaudita, asombrosamente colorista. El espectáculo era realmente precioso.
Entré en la casa. Mamá
estaba sentada en el mismo lugar, leyendo el mismo libro y con los
auriculares puestos. Levantó la vista y con aquella mirada de paz
y de tranquilo amor me saludó:
—Holaaa. ¿Has vuelto?
—Hola mamá, voy a ver
a Fátima, ahora vuelvo.
Entré en el pasillo y
vi una tenue luz que salía del primer dormitorio, cerca del salón
donde estaba mi madre. Sobre la cama había dos perros que me saludaron
moviendo sus colas. Nadie más había en la habitación. La luz provenía
de una lamparita que había sobre la mesita de noche.
Ahora podrás pensar que
todo es mentira porque... ¿Cómo es posible que hubiera una lamparita
encendida si no había electricidad? Yo también me quedé extrañado
pero aquel detalle era mínimo comparado con lo que estaba ocurriendo.
Además, antes tampoco le había dado importancia al hecho de que no
hubiera nadie en ningún sitio y sí estuviese el gasolinero.
Salí del cuarto en el
momento en que Fátima llegaba desde el fondo del pasillo. Venía renqueando
con una mano sobre un riñón y la otra al costado apretando un bloc
y un bolígrafo. Venía con su eterna y abierta sonrisa.
—¿Quéeeé...? —me preguntó
mientras un enorme gato que venía con ella se restregaba contra mis
piernas.
Sólo tenía yo ojos para
su fascinante pelo rojo y su mirada traspasando las gafas, y la sonrisa,
esa magnífica panacea para cualquier mal que se posea. Beatífica es
la palabra con la que la definiría ahora si alguien me preguntase.
—Fátima —le dije—, no
necesito decirte lo que está pasando, pues creo que lo sabes tan bien
como yo.
Ella me miró desde su
infinita sonrisa, volvió la mirada al gato y cuando la alzó nuevamente
me dijo muy bajito sin perder la sonrisa:
—No voy.
Entendí perfectamente
su postura y la respeté como siempre lo había hecho. Ella entró en
la habitación y cerró lentamente mientras me miraba.
No le pregunté porqué
había cambiado de habitación pues creí entenderlo. Seguro que fue
para estar más cerca de mamá llegado el momento. Lo más cerca posible
sin entrometerse en su intimidad. Mamá la conocía bien y yo sé que
siempre había sabido que entendía esta postura y la apoyaba enteramente.
O... ahora que pienso, es posible que algo de temor tuviera y quisiera
estar cerca de mamá por eso. En cualquier caso tampoco, ya, es trascendente
inclinarse por alguna de las dos posturas.
Me acerqué al salón donde
seguía mi madre para decirle que nos íbamos. Por el camino pasaron
por mi cabeza mil pensamientos y mil preguntas.
¿Qué es la vida?
¿Por qué huir?
¿Es realmente el fin
del mundo?
¿Si no va a quedar nadie,
para qué intentar quedarse?
¿Si se va a salvar algún
lugar, cuál va a ser?
¿Y si voy al lugar equivocado?
¿Con quién voy a compartir
el espectáculo?
No sabes cuántas preguntas
caben en un pasillo. Sobre todo en un momento como el fin del mundo.
Pero si diré que fueron estas preguntas, la sonrisa de Fátima y el
amor que desprendía mi madre los que me hicieron tomar la decisión.
Entré en el salón.
Mamá levantó la vista
y quitándose las gafas me dijo:
—Ahhh, ¿te quedas?
—Sí, mamá —le contesté.
—Pues siéntate —me dijo
mientras intentaba, sin conseguirlo, quitar unos periódicos atrasados
que había en el sillón justo a su lado—. ¿Tienes hambre?
—No, mamá —seguí— he
estado en la calle y el espectáculo es magnífico. Mucho más bonito
que una supertormenta de rayos y relámpagos.
—Eso es... —me contestó—
que estoy viendo mucha luz, y de colores, por el balcón.
—Venga mamá —insistí—
levántate y lo vemos desde el balcón.
—Jeeesuuus, hijo —me
dijo—, espera que me levante.
Lo hizo torpemente, con
dificultad y nos acercamos al balcón cerrado y desde detrás de los
cristales contemplamos el espectáculo.
—¡Qué boniiitooo! —exclamó
mamá— Debería estar Fátima aquí viéndolo también.
—Voy a avisarla —le contesté.
Me acerqué, dejando allí
a mi madre, al dormitorio donde estaba Fátima. Abrí la puerta y casi
en grito le dije:
—Fátima, corre, ven,
levántate. El cielo está precioso.
Ella levantó la vista
del bloc donde estaba escribiendo algo (sabía yo que eran números).
Su sonrisa, la que me dirigió, fue la más placida que he visto en
mi vida. Sus ojos me miraban desde el conocimiento total. La aureola
de su pelo rojo me gritaba su propio mundo y me decía sin voz y sin
gestos que ella también estaba disfrutando del fin del mundo desde
su propia vida.
Cerré la puerta y fui
hacia el salón. Vi junto al ventanal, de espaldas, mirando hacia el
exterior, la figura de mi madre recortada por un millón de millones
de colores distintos. Me acerqué a ella y la rodeé con mis brazos
por los hombros. Noté cómo su placidez me penetró hasta el último
átomo de mi cuerpo. Me cogió una mano, sin mirarme, sin decirnos nada.
Los colores y la luz
cada vez eran más y más intensos, hasta que se volvió todo blanco
y el último recuerdo que tengo es el apretón de la mano de mi madre
sobre mi mano.
Ahora puedes reflexionar.
Si no fue el fin del mundo, ¿por qué se volvió todo blanco?, ¿por
qué estas leyendo estos folios inexistentes y además sin letras?
Cierra los ojos y es
posible que entonces comprendas que esta es tu vivencia. Puede que
cambien los nombres y que la casa sea distinta, o que no hubiera gato.
Pero... los colores...
¿Los recuerdas?
Cierra los ojos.
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tartucas[at]hotmail.com
ILUSTRACIÓN RELATO:
Making a Nova, By NASA/CXC/M.Weiss [Public domain], via Wikimedia
Commons.
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