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María, la mujer...
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Alejandro Gabriel Sallago


Sí María, como en los sueños, los príncipes azules siguen existiendo. Algunos más evidentes y otros no tanto, pero existen y ten por seguro que el tuyo ha de llegar. Sólo bastará con que mires con tus nuevos ojos, los ojos del amor y la esperanza.

Cuando abrió nuevamente sus ojos, la mañana radiante había llegado. Comprendió que ese lugar no era lo que necesitaba para hallar a su amor. De nada habían servido los coqueteos de sus acompañantes que infructuosamente trataron de volverla liberal. Los trajes de baños diminutos, las bebidas burbujeantes, las sonrisas de aquel hombre de pelo cano, nada la había cautivado.

Los siguientes dos días fueron tan sólo la excusa para seguir dando a su piel el color cobrizo, renovarle el ánimo y liberarse de los viejos fantasmas del pasado.

Ahora sí, a plena luz, volvió a su casa. El reencuentro con sus seres queridos y las horas de charlas interminables comentando las anécdotas y los paisajes nutrieron las noches de café.

Una idea le asaltó, ¿por qué no cambiar el sol y las doradas playas por el ruido y el gentío impersonal de Buenos Aires? Quedaban veinte días para retomar actividades, la rutina del trabajo y aquella situación que tanto la agobiaba. No dudó. Preparó nuevamente un bolso con algunas pertenencias y muy poca ropa, se dispuso a partir.

Él es un hombre común. Una persona que aún sueña con dejar su trabajo actual para vivir de aquello que le realmente le apasiona. Guarda en su interior la ilusión de ser considerado por su habilidad natural.

El ruido de la gran ciudad le llevó a dejar la aparente tranquilidad de su pueblo natal. Una valija llena de ideas y el alma esperando encontrar con quien compartir esa soledad gastada.

Sabía que aquel micro era la puerta de salida, esa que cuando se cierra ya no vuelve a abrirse para cobijar una nueva desazón. Dibujó una sonrisa en sus labios, y aferrándose a aquel pedazo de papel que marcaba como destino final la estación Retiro, decidió cambiar. Arrojó el cigarrillo por la mitad, llenó sus pulmones de aire y ascendió al vehículo.

«Asiento 23, pasillo, arriba» mencionó el chofer, su salida ya era un hecho.

Se acomodó en la espaciosa butaca y comenzó a observar a los pasajeros que uno a uno ocupaban sus lugares. Tan sólo le bastó verla, para saber que ella sería su compañera de viaje. El corazón le latía desbocado, como tratando de escapar del encierro de su pecho.

Recorrió la figura envuelta en aquellas prendas de color claro y pensó: «¿quién pudiera ser tu dueño?»; casi como al descuido una melodía le nubló el cerebro y se imaginó bailando con ella, bajo un ritmo muy cadencioso.

La voz de María y el perfume de su piel, a jazmines recién cortados, lo volvieron a la realidad. Se puso de pie para cederle paso rumbo a su butaca, mientras aspiraba profundamente aquel delicado aroma. Ella agradeció la gentileza y se dispuso a tomar posesión de su lugar.

Aquel hombre la inquietaba, sus ojos pardos habían dejado una señal inequívoca respecto de su interés por ella. Una oleada de vitalidad la conmovió, volvía a sentirse atractiva como aquella noche tras su ducha en la habitación de Maceio. ¿Qué extraña sensación le llevaba a observarlo a escondidas? Sonrió y pasándose la mano por el cabello, volteó a la ventanilla para saludar a su hija, que con un guiño cómplice le hacía un gesto de aprobación para su eventual compañero de viaje.

Los primeros movimientos del transporte apuraron las despedidas, los saludos se fueron desvaneciendo hasta formar parte de un nuevo recuerdo. Extendió su cuerpo a lo largo del asiento ya reclinado y cerró los ojos.

La intuición femenina es algo que los hombres no logran entender, pero a ella le hizo saber que estaba nuevamente bajo el recorrido de una mirada y no quiso detenerla; permaneció en la oscuridad de sus pensamientos mientras una caricia cálida que partía de las pupilas de él la estudiaban en detalle. Así como el comienzo, notó también el final y en ese momento permitió que la luz la invadiese.

Transcurrieron largos minutos que parecieron eternos para los viajeros, hasta que por fin se encendieron los monitores que anunciaban a la empresa que los llevaría hasta el destino definitivo, tanto como la película que observarían en breve.

Cuando el film comenzaba, Nicolás musitó un suave: «está muy buena, ya la vi» y ella respondió afirmativamente, como si el comentario le fuese asignado. Se sorprendieron ambos, uno por haber sido escuchado y otro por hallarse descubierto de la atención que le robaba su acompañante.

Se miraron y rieron. Había llegado el momento de las presentaciones de rigor. Lo hicieron con naturalidad, como si se tratara de algo habitual. Entablaron una brevísima conversación que los llevó a compartir ideas y reflexiones respecto del film.

«Es un romántico», pensó ella. «Debe ser un hermoso ser», imaginó él. El transporte continuaba su recorrido y las mentes de ambos también como tratando de buscar información mutua ante cada gesto o apreciación que hacían de lo observado.

Habrían pasado quizá tres o cuatro horas, cuando las luces internas del micro se encendieron y la voz del chofer se hizo sentir por los parlantes de la unidad. Una ligera avería los obligaría a realizar una parada imprevista en una intermedia.

El fastidio de ambos se dejó ver al instante, como también lo manifestó el resto del pasaje. La terminal de ómnibus de aquella ciudad, los cobijaría al menos durante unos cuarenta minutos.

«Nobleza obliga», pensó Nicolás e invitó a María a compartir un café al que ella declinó cortésmente y prefirió permanecer a bordo. No insistió siquiera una vez y tomando un cuaderno bajó del trasporte. Se situó en una mesa, alejado del resto de pasaje y comenzó a escribir. Cada tanto elevaba su mirada al techo del local y volvía a enfrascarse en aquel accionar; de vez en cuando sacudía su mano como quien marca algo y parecía corregir algún detalle.

La espera se hizo tediosa y María decidió ingresar a la confitería, se situó a dos mesas de distancia de él y pidió un café. Se sintió un tanto culpable por no haber aceptado y más aún cuando notó que no había reparado en su presencia.

Agradeció a la señorita que le sirvió y extendió el dinero para pagar la cuenta, sólo en ese momento le pareció escuchar que alguien emitía un sonido como si se tratase de una melodía. Levantó la mirada y pudo observar que aquel hombre, leyendo sus notas era quien dejaba escapar aquellos sonidos.

Bastó que los conductores del trasporte notificaran a los pasajeros que retomarían el viaje para que le confitería sufriese el éxodo masivo de sus habitantes, que ocuparon rápidamente sus ubicaciones. Ella llegó primero y instantes después lo hizo él.

María tomó posición para entregarse al descanso, se cubrió con una campera liviana y cerró los ojos en busca de los brazos de Morfeo. Un clic le indicó que quien ocupaba la butaca de al lado había encendido la luz individual. Le restó importancia y acomodó la almohada para tratar de dormir.

Nuevamente aquel sonido, que asemejaba una melodía llegó a sus oídos. No cabía dudas Nicolás trataba de componer una canción. Permaneció quieta y tratando de captar lo más posible; él llevaba el ritmo con ligeras palmadas en su pierna y murmuraba. Podía jurar que se trataba de una balada.

Sus párpados pesaban cada vez más, ya no podía dominarlos, hasta que un sueño dulcísimo la invadió y se entregó decididamente a él.

Los rayos del sol hirieron sus retinas y una mano se posó en su hombro. «Disculpe señora, ya hemos llegado», le dijo uno de los conductores. Se sobresaltó y giró rápidamente. Nicolás ya no estaba a su lado, lo buscó con la mirada pero no lo halló. Se incorporó y observó frente a su asiento un papel que envolvía una flor, según recordaba no se hallaba en ese lugar cuando se durmió.

Algo la impulsó a tomarla, y tras desplegar la hoja halló escrita en ella seis estrofas que la describían casi a la perfección. Aferró la nota y bajó, lo buscó para agradecerle su gesto pero no pudo hallarlo. Más calma, se sentó en la confitería del lugar, pidió un café y volvió a releer cada uno de los versos. El título: «María, un ángel hecho mujer».

Cuando llegó al final, sintió sus ojos vidriosos al borde de dejar escapar una lágrima. Se detuvo en los dos últimos versos, que daban vueltas en el interior de su mente pronunciados por la voz de él:

«La flecha del amor no conoce de lugares,
tras esta noche a tu lado, ya no seremos iguales».

Cuando aquella perla salada se estrelló en la hoja, borroneó la firma del autor: «TE AMA, NICOLÁS».


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* ILUSTRACIÓN RELATO:
Fotografía por Pedro M. Martínez ©