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Mónica Rodríguez

Pasaba yo todas las tardes por allí. El paisaje no era muy llamativo. El muro deteriorado, cascado, con agujeros. Una esquina más en un barrio en que todo era pálido y sin cambios. Contaba yo con 8 o 9 años. Suficiente edad para poder recorrer las largas calles que no llevaban a ningún lugar. La gente caminaba de allí para acá sin siquiera mirarse a la cara. Una de esas largas tardes de siesta, a las cuales yo faltaba con aviso, escuché detrás del viejo muro una voz. No lograba distinguir lo que decía, era como si me hablara a mí pero sin quererlo. Por más que intenté trepar el descascarado muro, mis cortas piernas no me lo permitieron. No logré entender nada, frustrado y enojado me fui para mi casa. No es fácil a esa edad lograr lo que uno se propone. Pero el murmullo quedó dentro de mí. Esa voz me estaba hablando y tenía que saber que decía.

Ni bien pude huir nuevamente de las calladas siestas, caminé casi sin proponérmelo hacia el muro humedecido. La voz estaba ahí, ahora un poco más clara pero inentendible aún. Comencé a mirar el muro. En ese momento era una muralla para mí. Algún lugar debía tener donde yo apoyarme para poder escuchar lo que la voz decía. La voz pareció aumentar, quería que la oyese. Hablaba de un edificio, al final de la avenida. Un edificio hermoso, con bellos balcones y grandes salones. Me resigné a no poder subirme y decidí ir en busca del edificio. Cuando llegué no vi más que un ruinoso edificio, grande sí, pero ruinoso al fin. Mayor fue mi decepción. Igual entré y lo recorrí esperando encontrar algo maravilloso. Pero no fue así.

Cuando pasé nuevamente por el muro, la voz nuevamente llegó a mis oídos. Estaba empeñada en que la escuchara. Hablaba de Víctor y Florencia. De un gran baile en un hermoso salón. De un balcón donde Florencia recibió su primera serenata. De un portal en donde Víctor cantó a la que sería el amor de su vida. Relataba cada detalle de la decoración, cada vestido, cada abanico. Describía las grandes lámparas que colgaban del techo y daban a la velada un tinte especial. Ya era tarde y debía regresar a casa. En el camino repetí aquella historia que había escuchado y mi mente caprichosa la reprodujo en el edificio en ruinas del final de la avenida. Salvo que ya no estaba en ruinas.

Varias veces mis pies tomaron, independientes, la decisión de llevarme al muro. Cada vez lo conocía más, sus huecos, las partes ásperas donde no me podía apoyar, sus humedades. Cada día escuchaba una historia. Una historia la cual revivía en algún lugar del viejo y gris barrio por el cual había pasado una y mil veces. Así fue que escuché que en el viejo caserón de la calle Trías 323 había funcionado un almacén. Pero no cualquiera. Fue el primer almacén del barrio. Y Don Cholo su dueño era reconocido por sus conocimientos matemáticos. En un segundo era capaz de saber cuanto costaba cuarto kilo de azúcar o tres docenas de huevos o cien gramos de galletitas.

Cuando paso por el viejo sauce en la rotonda ya no me parece torcido y sin gracia, sé que ya estaba antes que el barrio y lo vio construirse. Que el reloj que está en la plaza y nunca lo vi marcar la hora, servía de guía a las muchas personas que corrían a tomar el tren cuando este existía.

El muro ya no me parecía tan grande, la voz no estaba tan inalcanzable. Tantas veces lo intenté trepar y tantas veces me caí. Mis tardes sin siesta me veían ser Don Cholo en el viejo caserón, Víctor y hasta a veces Florencia al final de la avenida, o un conductor de tren que guiado por el gran reloj apronta su máquina de vapor para arrancar, o tranquilamente sentado bajo el sauce intentado vivir lo que aquel árbol había vivido.

Ahora de grande camino en mi barrio. Un barrio que cambia, que crece. Un barrio con historia. Un barrio, con un muro deteriorado, cascado, con agujeros para algún niño de ocho o nueve años. Especial para mí, al cual un día trepé y traspasé. Cual sería mi sorpresa que aquella voz que me enseñó a ponerle color y a querer mi barrio, no podía ver.


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Ilustración relato: Fotografía por Pedro M. Martínez ©