Una figura
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Susana
Duro Rodríguez
El espíritu de la noche tembló
sólo un instante. Después, un después que pareció un siglo, todo volvió
a su lugar.
Ocultar el rostro del
aire frío era lo mejor, pensó, y también era una manera de ocultar
el alma.
Los árboles taciturnos
de ese invierno dibujaban arabescos en la vereda mientras la figura
de la memoria seguía su camino en soledad, o por lo menos eso parecía.
Cada cuadra se presentaba
a sí misma con un traje distinto. Un muro inhóspito, una pared blanca,
un rosal saliendo a la vereda sin conocimiento del jardín. Era una
forma de no adentrarse más en uno mismo y le gustó momentáneamente
la sensación de tener la mente en blanco, distrayendo así a la figura
que venía tras sus pasos.
Oscureció aún más, si
es que esto era posible, un nubarrón se presentó y la luna que apenas
brillaba tuvo que ocultarse.
Se estaba haciendo tarde.
Tarde, ¿para qué?
Nadie la esperaba. Por
el momento, y esto parecía no tener fin, nadie la esperaba.
Acababa de sepultar la
última canción, la última risa, el último deseo.
Él murió, acaso había
muerto hacía tiempo, sin embargo la cronología decía que había muerto
ayer.
Una ráfaga vino a corroborar
el invierno. Nadie, la casa vacía, el espejo, el jazmín y nada más.
Volver a comenzar el
rito, la mañana, la luz, esa luz que mostraría todos los rincones
deshabitados de su presencia. Miró hacia atrás, que era todo lo que
podía hacer y vio que la figura todavía la seguía. En otro tiempo
hubiera sentido miedo, pero no esa noche.
Lo peor ya había sido,
su mano aferrando la de él no había sido suficiente, ella se lo había
llevado de todos modos.
Ahora volvía a la nada,
la nada de un día de no poder trabajar, ni hablar, ni escuchar a nadie;
sólo ese dolor. Una espada, un puñal metido hasta lo hondo de su costado.
Desde ayer ese tormento no la dejaba respirar.
Las hojas crujieron a
su espalda, la calle desierta y ellas dos.
La figura parecía estar casi pegada a su vida de este día; le soplaba
un aliento de nieve en la nuca pero ella la ignoraba.
Faltaba otra cuadra más que ya se estaba presentando perfumada, sombría,
luego la cama solitaria y su perfume en la almohada.
El puñal se esmeraba en su tarea hasta hacerla perfecta, eficaz, no
podía respirar, no podía caminar, no llegaría a la casa vacía.
La figura abrazó su espalda y detuvo su marcha; en la otra cuadra
salía el sol, pero no podía ser, era de noche.
Una mano tomó la suya y comenzó a caminar de nuevo, cesó el frío,
cesó la noche y un sol como de hacía tiempo, como de antes, de mucho
antes, la entibió otra vez.
La mañana la encontró como un pájaro helado, sobre la vereda, inmóvil
para siempre, sonriente, apretando un jazmín entre sus manos, un solitario
jazmín, y nadie supo explicarse, ya que era invierno.
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Ilustración:
Pedro M. Martínez ©
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