El encaje

 

Su vida era como un delicado encaje de bolillos, y la desplegaba suavemente, dulcemente, tratando de no romper, al hacerlo, la trama sutil con que ella había entretejido los hilos de su existencia con los del tiempo.

Y así, de aquel amarillento tejido, ligero y transparente, de setenta y cinco años, surgía un esplendor de volutas, hojarasca y rosas, que ella, tan primorosamente, había guardado para sí misma, lo mismo que había guardado, envueltas y ordenadas, las puntillas y los entredoses que debieron adornar el ajuar de lino y seda que quedó en su arcón.

Y ahora extendía completo el Valenciennes, porque por fin, cuando creía que podía ya concluirlo felizmente, se había quedado interrumpido; cuando la voluta final, la filigrana última, el motivo que podía coronar su labor, trabajada en el silencio de un corazón de virgen, virgen de setenta y cinco años, se le había escapado de entre sus dedos, roto el hilo, y ya no era posible tejer con él, el último primor.

Y así fue desgranando sus recuerdos, siguiendo aquel hilo invisible con el que había trenzado sus vivencias, desde su infancia de unigénita de cacique rural, infancia simple y monótona, de capilla y huerto, de rosario y aroma de azahar en primavera, de fiesta grande y limonada y pastas almendradas en verano, de procesión y olor dulzón de mosto en otoño, de largas tertulias oliendo a humo de leña de algarrobo en invierno.

Infancia feliz y despreocupada que sugería un trazado de redecilla simple en su encaje de niña, tan sólo salpicado, aquí o allá, de alguna blonda.

Continuaba, luego, con el tejido complicado, difícil, angustiante de la Guerra Civil. El padre, el héroe, el seguro y prepotente, acorralado, escondido, cobarde ante la fuerza de la justicia popular impuesta por aquellos que le habían adulado servilmente sólo unos meses antes.

Huidas, miedos, destrucción y muerte, y su vida, su encaje, trabajado a sobresaltos y ansiedades, continuaba en la ciudad, convertida en un paseo eterno por la Explanada de palmeras, junto a su madre, ya por siempre enlutada y severa.

Ya no azahar en los huertos, ni mosto en el lagar; rentas exiguas que llegaban a través del único aparcero fiel que cada medio año visitaba el entresuelo triste, con sus espejos de pátina oscurecida, su reloj ya sin hora, con varillas eternamente inmóviles en su esfera de nácar, y el terciopelo ajado de las cortinas bermejas casi siempre corridas.

De nuevo el encaje simple, sin filigranas, de apariencia e inocentes mentiras que a nadie podían engañar, a la espera del galán trasnochado que su madre aguardaba, cada día, en aquellos cafés de ciudad provinciana junto al mar, con el sabor dulzón de las pastas de té en los interminables crepúsculos de malva y rojo.

Él aparecía por la Calle Mayor, siempre correcto, siempre impecable, siempre caballero al antiguo estilo.

Y otra vez en el encaje se enredaron los palillos y la guirnalda de rosas y laureles se convirtió en corona de aliagas y zarzales.

Alguien trajo el rumor, y después se extendió, y se hizo ya un clamor en el silencio de la siesta de la Calle Mayor.

El mundo del Casino, ruleta y bacarrá, el terrible devorador de haciendas, de los mejores patrimonios del término, de las heredades más fértiles, de los más florecientes cultivos ocupaba el tiempo de su apuesto galán.

Y la madre se enlutó de nuevo, y la casa se cerró a cal y canto, y volvió el paseo de la Explanada y el terciopelo carmesí del saloncillo a tejerse en su vida, una vez más en un encaje simple y siempre repetido, de cenefa monótona y sabida.

Pero el hilo dorado de unos cabellos rubios y los azules de la mirada tierna de unos ojos siguieron, secretamente, entrelazándose, y creando, de vez en cuando, fantasía de guirnaldas atípicas entre el dibujo, siempre idéntico de aquellos palillos, dóciles a los dedos que iban quedando secos, asarmentados, inhábiles para cualquier caricia, sin tacto para la ternura de una piel, sin respuesta a otros dedos, a otras manos.

Los negros hilos de la tristeza áspera y dura de su madre fueron entonces la chantilly negra que ahoga cualquier otra fantasía de juego en los palillos que ahora cruzaba y entrecruzaba con la misma ritmicidad que pasaban las horas, los días, las estaciones y los años.

De pronto, se acabó el hilo negro en sus calados, su madre había abandonado ya la trama y se sintió, por fin, sola con todos los bolillos en sus manos.

Podía trenzar y destrenzar a voluntad, podía entrelazar a su capricho, podía crear ya punto de Flandes y de Brujas, sin mundillo ni alfileres, incluso.

Y buscó los hilos de oro que se habían tornado de un blanco plateado, y los hilos de azul que eran un poco grises y velados y no le importó incluir en el encaje la locura de formas nunca imaginadas, la novedad de símbolos que no conocía, el sueño tanto tiempo acariciado.

Y ante aquel intrincado laberinto de sus randas, creyó llegado el momento, a sus setenta y cinco años, de dejar de tejer, de vivir al fin sin hilos, sin palillos, sin muestra, sin modelo.

Había al fin doblado la eterna labor de su existencia, olvidándose, al fin de su tejido, pero el hilo de plata de rompió en mil pedazos y el azul se oscureció de golpe a golpe de guadaña.

Por eso me traía ahora aquel encaje, lo desplegaba ante mí tan cuidadosamente, día a día, para no deteriorar su gastado enrejado, señalaba con su huesuda mano cada voluta y cada forma, y me pedía de dónde podía sacar ya un poco más de hilo para seguir tejiendo.

 

Carmen López León (Denia-agosto-93).

 


 

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