LA MADRE HUIDA (LIBERACIÓN)

por

Nicolás Friedmann
 


Dedicado a mamá, porque los sueños son el motor de la vida


 

Los hechos ocurrieron el 15 de febrero de 1938, en la ciudad de Buenos Aires. El verano, la lluvia, el barro acumulado en las calles, un bullicio sordo, son el acompañamiento de un acto tal vez heroico, tal vez estúpido, tal vez cargado de razón o de locura.

El 15 de febrero de 1938, Albertina Orestes, madre de cinco hijos, esposa de Ramón Jacinto Migraña, se fue de su casa. Una breve nota de despedida, sin explicaciones, sin remordimientos, sin duda. Un vacío.

Nunca más se supo de ella. Algún conocido decía que un amigo la había visto en un viaje a Europa, sentada en un café de París, o paseando por Hyde Park en una tarde primaveral. Conjeturas.

¿Cómo pudo Albertina hacer algo así? ¿Es que tenía esa capacidad de tramar, tan sólo de imaginar un acto semejante? Su marido pasó el resto de sus días haciéndose este tipo de preguntas. Todo el mundo se hizo estas preguntas, y no otras. La verdad es que muchas veces hay en la vida de las personas acciones como las de Albertina que son una respuesta. Un rumbo. Muchos años más tarde, Rogelio, uno de sus hijos, contó la vida de su madre en un intento de comprenderla, de saber qué había quedado de ella en él, además del olvido. Rememorar a la madre, a cualquier persona querida, hace que hasta los más pequeños sucesos sean importantes, por eso deberíamos intentar tomar el relato con la mayor objetividad posible, so pena de terminar amándola u odiándola. Porque Rogelio decía que su madre fue la mujer más hermosa de Buenos Aires. Y fue ese uno de los motivos de la huida, de la liberación, o de como quiera llamarse el irse.

 

«La imagen más fuerte que tengo de mi madre es ella en el lavadero, venga lavar ropa y putear por lo sucios que éramos. Yo tenía seis años, y la verdad es que cada vez que salía a la calle, después volvía negro de jugar por ahí. Salía con mis hermanos, que eran mayores que yo, y claro, me trataban un poco como la mascota. Terminaba siempre rodando por el barro de la calle. Cuando llegaba a casa, mi madre me daba un sopapo y me quitaba la ropa a tirones. Después, venga lavar, y lavar. Eso era por la mañana, antes de ir al mercado. Nosotros vivíamos en las afueras, en Villa Urquiza, cerquita del tren. Ella también puteaba por el tren, y decía que alguna vez se iba a subir a uno y no volvería más, pero nunca le creímos. Tampoco teníamos conciencia de eso, digo, de lo que podía significar para ella lo que decía. Por la tarde cocinaba, preparaba la cena para cuando llegaba el viejo. Ellos se querían, eso creíamos mis hermanos y yo, y el viejo también, que se quedó de piedra cuando vio que mi madre no volvía. Pero eso fue más adelante, el 15 de febrero del treinta y ocho. Yo ya tenía diez años, y una cara de pavo que no te digo, por eso ligaba siempre cuando estaba con los amigos de mi hermano mayor. Mi padre llegaba casi a la hora de la cena, en invierno ya era de noche. Venía de lejos, trabajaba en el matadero, y llegaba cagado de hambre. El viejo era un buen tipo, pero a veces se pasaba un poco. No es que le pegara, pero ponía cara y decía cosas. Un día le dijo que la iba a dejar sin coger, por puta, o algo así. Es que en el barrio se conocía todo el mundo, y a veces se hablaba. La gente, que se inventa cosas. Yo no creo que mi madre tuviera un amante. En esa época se pensaba en otras cosas. La situación del país y del mundo era un poco convulsa. Yo no tenía edad, de todo eso me enteré después, y vas atando cabos. El tema es que ella no era tonta, le gustaba leer novelas, y las revistas también. Leía mucho, y tal vez por eso empezó a soñar. Eso no me lo dijo nadie, pero yo la imagino soñando con un mundo distinto. Alguna noche que el viejo tenía turno de noche, ella encendía la radio y bailaba, se ponía algún vestido, y yo me quedaba mirándola, era raro, porque era ella y no era ella. El brillo de sus ojos. Pero no le dijo a nadie lo que pensaba hacer. Por lo menos no a nosotros, ni al viejo, claro. El tampoco habló de eso después. Mis hermanos muy poco. Me acuerdo del año pasado, cuando murió el viejo, estábamos todos y se me ocurrió nombrarla, y me miraron con odio. Tal vez la odian, si todavía vive. Yo no le guardo rencor. Tuvo su razón, y se fue. Entre las cosas que dejó el viejo encontré una carta, sin fecha, una carta de ella donde le dice muchas cosas. Podría ser de cuando ya no estaba. Que si él no había sido bueno, que era un putero, que nunca le dio una oportunidad. Que ella también era una persona y que tenía sentimientos. Hay tantas cosa que no entiendo, que el viejo no entendió, y que mi madre seguro que tampoco. Cuando alguien hace algo así, irse, es algo deseado, pero nunca pensado, no se puede tener la mente tan fría. Éramos sus hijos. ¿Y si ya está muerta? ¿Y si ya perdimos esa oportunidad de arreglar las cuentas? Durante años y años quise pensar que se había ido a bailar a Europa, a esos lugares que ella nombraba las noches de radio, a que sus ojos brillaran como esas noches, con su copita de anís.

Una vez, durante la guerra en Europa, salió una foto en el diario, era un puerto. No se veía muy bien, pero dentro del gentío que salía había una mujer que parecía ser ella. Creo que el viejo la vio, la foto digo, porque estuvo unos días sin hablar, ensimismado. Fue entonces que se corrió la voz de que se había ido a luchar en la guerra, con la resistencia francesa. Pero yo prefería mi versión. Además, tenía más glamour, y cuando me preguntaban en la escuela, los dejaba parados a todos. A medida que fueron pasando los años dejé de hablar de ella, o me olvidé. Tenía que ser fuerte. Me casé, tuve dos hijas, en el trabajo me fue bastante bien, y el año pasado se murió el viejo. Y llegó una corona sin nombre. Fue cuando la nombré. Desde ese instante no pude quitarla de mi cabeza. Es como cuando te acordás de cosas de chico, algo que no entendías, y te reís. La diferencia es que sigo igual. Estoy seguro que la corona la mandó ella. Tal vez no se fue de Buenos Aires. Podría haberme cruzado con ella muchas veces, hasta viajado en el colectivo sentado a su lado. Puede no haberse ido nunca, casarse otra vez, vivir en otro barrio, tener otros hijos. Otra vida. El viejo se murió con esa pregunta en su interior. Y a mí me carcome».




Apagamos el agua de los sueños
caminamos como dos desconocidos
nos amamos como seres que se extrañan
amanecimos del sudor de estar unidos
(y escuché tu grito en la vigilia de esa noche
y no pude contener mis lágrimas por tu dolor
que me excedía).

Nicolás Friedmann


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