relato por
Gabriel Martínez Bucio

 

E

sta mañana, caminando por la avenida de los Insurgentes, entre una polvorienta tienda de viniles y una pequeña nevería, vi colgado un letrero que rezaba «Alineación y Balanceo de Sombras». Inmediatamente pensé que era una broma, que se trataba de un error ortográfico de esos que abundan en las fachadas de los negocios de la Ciudad de México. Además, yo ignoraba que las sombras se arreglaran. Creía que una vez rotas, se regalaban o tiraban —¿en  el  recipiente  orgánico o inorgánico?—, pero jamás me imaginé que hubiera gente honrada que se dedicara a tan elevada labor. Estaba equivocado, querido lector.

Ahuequé mis manos y me asomé por el vidrio. Parecía un negocio cualquiera. Un mostrador, un estante con figuras en miniaturas y souvenir, y un joven despachador vestido a la moda desenfadada de la colonia Roma. De pronto, un ayudante abrió la puerta del fondo preguntando algo y pude observar cuatro sombras colgando de percheros metálicos. (Primera pregunta: ¿dramatizar mi crónica haciendo una semejanza con las violentas reses de Francis Bacon o contar las cosas como realmente sucedieron?). No parecían sufrir pero alcancé a distinguir tristeza en su forma holgada, como si estuviesen mojadas.

Ya lo sé, esta nota sería mucho mejor si yo me hubiese atrevido a entrar. Pero recordé lo sucedido a Peter Schlemihl tras jugar con el destino de su sombra y un presentimiento literario me obligó a quedarme afuera, al resguardo del sol de las tres de la tarde y mi sombra bien pegada al suelo.

Sin embargo, la curiosidad comenzó a abrumarme y tras comprar una nieve para hacerme el loco, pensé si este negocio sería parecido a las tintorerías o sastrerías. ¿Cuántos días puede soportar un hombre sin su sombra? ¿Cuántas deberán reparar para pagar el alquiler? Observando las grietas que salpicaban los veinte metros cuadrados del establecimiento, supuse que no sería tan caro. Treinta sombras por semana, a mil pesos cada una, suficiente para sobrevivir en lo que se encuentra algo mejor o mientras te dan el resultado de la aplicación para la maestría.

Pero las matemáticas me asustaron: ciento veinte sombras al mes igual a mil cuatrocientos cuarenta sombras lavadas y enceradas al año. ¿Quiénes serían los clientes habituales de esta tienda?

Las personas decentes, esas que pagan impuestos, visten corbata y contrarios a cualquier metafísica aseguran con un sospechoso orgullo, ser personas físicas y morales, suelen llevar normalmente su sombra consigo cuando caminan bajo el sol. Jamás la pierden de vista y si se les informara de este negocio contestarían nerviosos: «¿Si se equivocan y me entregan otra que no me obedezca? ¿Si algún millonario entra y compra todas las sombras que quiera? Prefiero cuidarla todos los días y acostarme temprano». No hace falta alargar más, fin del primer caso.

Los poetas tampoco podrían ser, ellos gustan de arrojar sus sombras cuando llegan a las esquinas para continuar con la tradición de Girondo, pero como ya no existen los tranvías que se las mutilen, se quedan como calcomanías tendidas en el asfalto, melancoleando una época mejor. Hasta que llega el oficial, claro está, y los obligan a continuar circulando.

Otros las desestiman por completo, las apuestan en juegos de fútbol, las regalan entusiasmados al primer amor que se les cruza y cuando las piden de vuelta, las encuentran marchitas; otros las dejan sueltas por la calle y deambulan solas, sucias y con las uñas largas; los que gustan de la sombriroflexia, las doblan, extienden y arman unos monstruos que proyectan a sus pies simplemente para asustar a los inocentes; la gente del Centro es la peor, las pisan tan torpemente que les provocan agujeros que las obligaría a perder dos o tres días laborables para llevarlas a arreglar, y entonces, pues no hay varo para esos lujos señor, uno simplemente arranca la parte dañada y sigue encarando la vida rezando no haya otro pisotón, especialmente ajeno; en efecto, hay habitantes de esta Ciudad que me han confesado ser parientes lejanos de Diógenes de Sínope, quien incluso despreció la sombra de Alejandro Magno.

Entonces, ¿quiénes serán esos clientes que deciden quedarse insombres algún fin de semana para llegar el lunes a la oficina con su sombra bien planchada? Preguntas que se quedarán sin resolver por este escritor cobarde.

Pero al final de cuentas, los misterios fueron creados con la finalidad de permanecer ocultos… además una sombra no es más que una sombra y bien se puede prescindir de ella, así que no vale la pena armar tanto escándalo por esto.

 

 

Gabriel Martínez Bucio. Nació en Uruapan, Michoacán, México, en 1989. Desde entonces, ha estado viviendo ininterrumpidamente y por algunos descuidos ha llegado a los veintiséis años.

Estudió Literatura Latinoamericana en la Universidad Iberoamericana, Ciudad de México, y aprendió a escribir en tercera persona del singular este tipo de textos explicativos.

Acreedor del Premio Nacional de Ensayo de la Revista Punto de Partida (UNAM, 2012) por su trabajo Disecciones: Rembrandt, Macedonio Fernández y Unamuno. Durante dos años se desempeñó como Jefe Editorial de Cinema Tradicional donde publicó más de 400 textos sobre Cine. Sus ensayos, artículos y crónicas han aparecido en diversos medios como Letralia, Esquire MX, Periódico de Poesía (UNAM), 14ymedio (La Habana), Thump Vice, Espacio Activo MX, Cubaencuentro (Miami), Cinema Móvil y Vocero MX, entre otros…

 Contactar con el autor: g.martinezbucio [at] gmail [.] com

🖼️ Ilustración relato: Kirchner – Der Verkauf des Schattens, Ernst Ludwig Kirchner [Public domain], via Wikimedia Commons.

 

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