relato por
Ana Quirós del Bosque

L

as puertas del metro se cierran con un efecto sónico inconfundible, tan sólo un segundo antes de que Ramón haya cruzado el umbral y tras efectuar una bajada a gran velocidad por las escaleras mecánicas. Se sienta al lado de una adolescente alta y huesuda que masca chicle sin parar, con la mandíbula a punto de desencajarse cada segundo. Al otro lado un viejo decrépito mira fijamente al suelo, como si concentrándose con toda su fuerza mental pudiera manejar él mismo el tren.

Ramón es un antihéroe del siglo veintiuno; aunque este dato no tiene trascendencia, ya que hoy en día lo que sobran son antihéroes, y su historia podría perderse tranquilamente entre los cientos de miles de millones de historias de perdedores que se han escrito; si contabilizáramos las que no se han escrito, prácticamente serían las historias del noventa por ciento de la humanidad.

A Ramón le gusta leer el periódico gratuito del metro, el 20 Minutos, o alguna novela, pero la mayoría de las veces lo que prefiere es observar a la gente. Le gusta fijarse en lo que hacen: si van leyendo, intenta averiguar de qué libro se trata, si están con el móvil, trata de adivinar si van escribiendo mensajes, o bien si se entretienen con alguna clase de absurdo videojuego de esos que vienen incluidos en el teléfono. Si hay alguna conversación, su prioridad absoluta en ese momento es orientar los pabellones auditivos hacia los interlocutores, con el objetivo de captar con nitidez la mayor cantidad posible de ondas sonoras. Su tendencia claramente cotilla, él prefiere disfrazarla de necesidad; cree firmemente que siendo escritor es necesario empaparse de lo que acontece a su alrededor en todo momento.

Hoy no tiene ganas de pensar en nada. Absorto, barre el suelo con la mirada deteniéndose en cada par de pies, en cada par de zapatos, sólo trata de mantener la mente en blanco. Siempre coge el mismo vagón de metro, Ángela también. La conoce desde hace dos meses, y bueno, conocerla es un decir, su relación no pasa del mero contacto visual unidireccional; Ramón es el único que la ve, porque Ángela no ha reparado en la existencia de Ramón ni una sola vez. Ella se sube en Cuatro Caminos. Pertrechada con una bandolera de nylon oscura y con un look, medio casual, medio hippy. Flequillo, pelo negro liso, brillante y zaíno, sin maquillar. Delgada, pero con curvas bien definidas, con buenas tetas como a él le gustan. Normalmente no se sienta; suele mantenerse estirada como un palo agarrada a la barra de sujeción metálica. Pende de ella grácilmente. A veces Ramón piensa que es bailarina, que en cualquier momento va a hacer un demi plié, seguido de un balance y barriendo con unas pirouettes el triste suelo del vagón, va a dejar esas caras anodinas boquiabiertas.

Este verano en Madrid hace un calor insoportable. Ramón aguanta bien el calor, lo que no soporta es el frío. Está acostumbrado a las plantas de los pies a punto de entrar en combustión al contacto con las suelas de sus sandalias, a la ropa pegada al cuerpo como una segunda piel sudorosa, y a las noches en vela viendo programas de teletienda, mientras con un espray se rocía con agua desde la punta de los pies hasta la punta de la cabeza. Hoy el aire acondicionado del vagón está estropeado y cuatro surcos en forma de luna líquida se dibujan en su polo verde justo debajo de sus sobacos. Se siente incómodo; toda una vida probando sin éxito remedios para solucionar sus problemas de eliminación excesiva de líquidos a través de las glándulas epidérmicas ha logrado que desista en su empeño. El tren se detiene en Cuatro Caminos. La inercia actúa un micromomento proyectando unos cuerpos contra otros. Algunos cuerpos se sienten bien, añoran ese contacto humano, los misántropos y sociópatas, por el contrario, se revuelven ante la consabida frotación de los viajeros. Se apea la adolescente huesuda. Ángela entra con su mirada de indiferencia hacia todos los seres del planeta y más concretamente hacia Ramón. Hoy su vestido vaporoso dibuja una silueta perfecta en el reflejo del cristal de la puerta; así, él puede contemplar sus pechos prominentes de pezones erectos y al mismo tiempo observar su culo redondo acariciado por la suave gasa azul. Ramón además de un antihéroe, es un salido del siglo veintiuno.

Ángela siempre se baja en Avenida América, y ahí termina el mejor momento del día, después todo se torna monótono y anodino, y una especie de marasmo estrangulador atrapa sin remedio a Ramón. Últimamente ha estado fantaseando con seguirla; quiere saber a qué se dedica, a dónde se dirigen sus pasos todos los días después de su breve encuentro; pero la posibilidad de que ella se dé cuenta de su plan persecutorio conlleva un riesgo con el que hay que contar: podría pensar que está completamente pirado, entonces huiría y ya no tendría ninguna posibilidad de llegar a conocerla. Debido a esta dicotomía que se le presenta, el cien por cien de los días toma la decisión de continuar hasta su parada e irse a trabajar, eso sí, sintiéndose un poco más cobarde, pusilánime y desgraciado que el día anterior.

Para escribir hay que ser muy perspicaz y fijarse en todos los detalles, hasta en los más nimios. Por este motivo, Ramón ha desarrollado un sexto sentido que le permite estar alerta ante situaciones y personas que normalmente pasan desapercibidas para el resto de los mortales. Ninguna información debe de ser subestimada de antemano, puesto que no se sabe en qué momento de una narración podría resultar de gran utilidad. Esta es una de las máximas premisas vitales que lleva a rajatabla.

Su primera novela tiene doscientas cincuenta y seis páginas, mecanografiadas a doble espacio, letra Times New Roman, tamaño 12, y por una sola cara. La terminó hace cinco meses, y desde entonces, su única obsesión es que una editorial se interese en el manuscrito y le quiera publicar, lanzándole así ineludiblemente a la fama. De momento no ha habido mucha suerte. Inició su empeño con ilusión, cada día mandaba su novela a cuatro o cinco editores esperando una respuesta, pero poco a poco fue dándose cuenta de la cruda realidad: el mundo editorial es hermético, sólo les interesan las cifras de ventas, y entrar en su círculo mercantil es prácticamente imposible. Así, no le quedó otro remedio que autopublicar su obra, ya que la otra opción era dilapidar su sueño o postergarlo y seguir escribiendo; para un ser ansioso como él, tanta espera podría matarle. Desde entonces, los días y semanas se han precipitado sin remedio, sin que suceda nada, sin que su plan b tenga ningún éxito, y una sensación de impotencia y apatía ha atrapado a Ramón, como una mosca inutilizada en la obra de ingeniería de un astuto arácnido.

Ramón es oriundo de Castillejos, un pueblo de la provincia de Albacete, y no siempre fue el antihéroe en el que se ha convertido ahora, no, no, todo lo contrario, fue una persona con bastante éxito. Lo tenía todo: un negocio próspero, una novia que le quería, una familia y amigos que le tenían en un pedestal, en definitiva una vida que no provocaba precisamente indiferencia a los demás provincianos, sino envidia y de la mala. Sin embargo, él percibía su existencia plagada de un vacío inaudito e insustancial, que no conseguía llenar con absolutamente nada de lo que hacía. El día que dio el salto de lector empedernido a aprendiz de escritor, encontró una forma de soliviantar el resquemor de su agitada azotea. Al principio sólo escribía relatos cortos; los mandaba a todos los concursos que encontraba para escritorzuelos, y hasta se hizo un blog donde colgaba sus relatos, para que no muchos más de treinta seguidores leyeran los compendios de aventuras humanas que surgían de su cabeza. Con uno de estos relatos amateur, tuvo la suerte de ser premiado por La Asociación de Vecinos Amigos de Albacete. Lejos de ser un gran éxito, a Ramón esto le sirvió para dar el salto.

En un intento de alejarse de la monotonía rural, con el cerebro repleto de incipientes ínfulas literarias, decidió que era un buen momento para irse a vivir a la gran ciudad, y así lo hizo. Enseguida encontró un trabajo por las mañanas en un quiosco del centro, lo que le permitió contar con tiempo de sobra por las tardes para escribir. Alejado de la familia y con mucho tiempo libre por delante para desplegar su talento, pronto terminó su primera novela.

Desde que se trasladó, Ramón tiene una rutina impuesta por sus nuevas obligaciones. Todos los días, exceptuando fines de semana, se levanta a las siete de la mañana, desayuna contundentemente mientras ve las noticias de la 1, se ducha con agua a cincuenta grados si es invierno y veinticinco si es verano, se lava los dientes y se enjuaga con un colutorio para que no le huela el aliento, se viste, sale de casa y dice hasta luego al portero. Camina unos diez minutos hasta la parada de Peñagrande, coge la línea naranja del metro hasta Guzmán el Bueno, allí hace trasbordo a la línea gris que le lleva directo hasta Diego de León, la parada más cercana al quiosco.

Las mañanas pasan despacio, pero cuando no hay mucho jaleo, se puede permitir el lujo de leer, por no hablar de las ventajas que para un escritor supone el poder interactuar con la gente de a pie, de ser espectador de primera fila de sucesos cotidianos ocultos a los ojos de aquellos que no trabajan al aire libre.

Ahora por las tardes, vender su novela es su habitual usanza. Se acerca a la librería que le corresponde en la zona que toca esa semana y habla con el dueño. Se compró un plano de la ciudad, lo dividió en zonas haciendo cuadrados idénticos con un lápiz y una regla, y con la ayuda de una guía de páginas amarillas fue localizando todas las librerías de cada uno de los cuadrantes. Cada día trata de visitar por lo menos dos. Normalmente le permiten que deje unos cuantos libros en un expositor y que permanezca ahí un rato repartiendo a los clientes unos flyers que se ha hecho con la sinopsis y un poco del primer capítulo.

De esta manera ha conseguido vender unos doscientos ejemplares, pero poco a poco las librerías se le están terminando. Cada vez se siente más cansado y analiza su absurda situación. Los pensamientos negativos invaden su cerebro: está enamorado de una desconocida que no sabe ni que él existe, tiene un trabajo precario y mal remunerado en una megaciudad donde no conoce a nadie, su sueño de ser escritor ahora le parece una estupidez, y desde hace algún tiempo cada vez que se pone a escribir sufre el síndrome de la página en blanco.

Hoy, cuando llega al quiosco, ya hay dos furgonetas de repartidores esperando. Procede a la colocación de los periódicos y revistas que se amontonan en las repisas de metal. Mientras que realiza la ardua tarea, proyecta en su pantalla mental la imagen de Ángela con su vestido de gasa azul. El corazón se le acelera.

La mañana pasa despacio, las horas matutinas se tornan eternas. Entre cliente y cliente trata de ignorar su reciente invalidez mental y su cerebro vaga sin rumbo pululando por los recuerdos más dispares. De repente se acuerda de su padre, de su malogrado carácter y de lo putas que se las hizo pasar en la adolescencia. De mente retrógrada, siempre trataba de atormentarle con sus ridículas arengas acerca de lo parado que era, de los pocos amigos que tenía, de que cómo se iba a echar una novia estando en casa todo el día leyendo. Se le encoge el pecho y un nudo le aprieta la garganta angostando el camino del aire que respira. Ojalá su libro triunfara y pudiera decir: «Gracias papá por apoyarme tanto. Muchísimas gracias».

El lunes por la mañana, después de un fin de semana vegetando, se levanta a duras penas con el ánimo de un muerto viviente. El apartamento está sucio y desordenado; es una fotografía fiel del estado de su alma. Llama a su jefe y le comunica que no va a ir a trabajar porque está con gripe. Echa un vistazo a su alrededor con los ojos de sapo que se te ponen después de dormir; la ropa sucia se amontona en una esquina de la habitación mezclada con bolas de pelusa, el polvo ha colonizado hasta el último recodo de la casa. No ha escrito ni una página desde hace días, no ha vendido ni un sólo libro desde hace semanas y tiene claro que no volvería al pueblo por nada del mundo. Anota en su cuaderno esta sucesión de pensamientos. Ya no tiene nada que perder, decide que hoy es el día de averiguar quién es Ángela. Va a presentarse, y lo que ocurra, cuanto menos, le servirá para romper la maldición de la página en blanco.

Busca en un cajón algo que ponerse. Toda la ropa está arrugada. Se planta unos pantalones vaqueros y un polo verde rana; no los plancha y piensa que ya se estirarán en contacto con su cuerpo, como si por los poros de su piel saliera el vaho caliente de una vaporeta. Al salir del portal un olor de lejía mezclado con fregona sucia le trepana el cráneo esparciéndose por su cerebro. Hace un gesto rápido con la mano para despedirse del portero cotilla. A la velocidad de un rayo cósmico éste se levanta de la silla de la portería y le increpa:

—El propietario me ha dicho que le debes dos meses de alquiler y que de seguir así te lo reclamará por otros medios —y el tono de su voz se tornó oscuro y amenazador, como si de repente el arrendador se hubiese apoderado de su cuerpo y hablase a través de él.

Ramón no tiene ganas de dar explicaciones, con la cabeza tan difusa, simplemente se le ha olvidado ingresar el dinero en la cuenta del desgraciado del casero. Le mira con cara de incomprensión a través de los cristales de sus gafas de hipermétrope y se larga.

Ella entra en el metro pertrechada con su sempiterna bandolera. El pelo recogido en la nuca le da un halo de misterio. Ramón está sentado enfrente y disimula haciendo que lee el periódico. Espera a que Ángela baje en Avenida América para levantarse rápidamente y salir del tren. Debe mantener la calma y no acercarse demasiado o su plan se irá al garete. En las escaleras mecánicas no se coloca detrás de ella, deja pasar a tres personas delante, y como una de ellas es un señor orondo se siente como si tuviese un escudo protector que le proporcionase el don de la invisibilidad.

Ya en la calle, se pone las gafas de sol graduadas para la hipermetropía mientras la sigue de cerca. Después de cinco o diez minutos la ve entrar a una piscina cubierta. Duda qué hacer. Piensa en pagar la entrada, pero en seguida se da cuenta que sin bañador, gorro, chanclas y demás atuendo acuático no le van a dejar entrar.

¡Qué suerte! Justo enfrente hay una tienda de deportes. Se examina el bolsillo y sólo tiene veinte euros… el bañador más barato cuesta veinticinco. Decide que lo más práctico será comprarse el gorro y las gafas y dejar el resto del dinero para la entrada. Lleva calzoncillos bóxer negros con unas rayitas azules a los lados que bien podrían parecer un bañador; aunque también es cierto que la tela sembrada de pelotillas y el negro parduzco le confieren claramente aspecto de calzoncillo usado y no de traje de baño. Piensa que en el agua todos los gatos son pardos.

El vestuario masculino está prácticamente vacío: parece que los miércoles por la mañana la gente normal no tiene tiempo para el deporte, parece ser que necesitan ir a trabajar para poder pagar piscinas y gimnasios a otras horas que no son por la mañana. Medita mientras observa cambiarse a un viejo de constitución atlética con la piel curtida por el sol. Se mira la tripa nívea y el calzoncillo roído, piensa que no es el mejor momento para que Ángela le conozca, sin embargo sigue con su plan de pesquisas y averiguaciones.

Con las gafas y el gorro se siente seguro, como si llevara un disfraz. Aunque hay poca gente nadando, tarda un rato en identificar cuál de todas aquellas cabezas forradas de nailon y licra es Ángela. La localiza deslizándose como un pez por el carril de los nadadores rápidos; le parece que nada con estilo. Como la natación no es lo suyo se mete rápidamente por las escalerillas a la calle de los nadadores lentos. Después de veinte minutos está que se ahoga, ella lejos de agotarse continúa haciéndose largos a toda velocidad. Piensa: esta piscina no me va a proveer de más información de la que tengo; Ángela nada los miércoles por la mañana. Procesa: si todos los días sale a la misma hora del metro, será que nada todos los días. ¿Será nadadora profesional? Cansado del agua decide esperarla fuera del recinto deportivo.

Media hora después, Ángela sale por la puerta con el pelo alborotado y sin terminar de secar; diminutas gotas de agua recorren su cuello para perderse después lentamente por su espalda. Disimula como si estuviera esperando a otra persona y observa cómo se va alejando parsimoniosamente por la acera. Si por lo menos se diese la vuelta… tendría la esperanza de que ha reparado en él; pero ese pensamiento se desvanece y desaparece por completo engullido por la boa de los siguientes acontecimientos. Como consecuencia del vaivén de sus poderosas caderas, un cuaderno que asoma por la abertura de la bandolera de Ángela zozobra durante unos segundos y se desliza precipitándose contra la acera. Ella sigue avanzando con paso firme ignorando por completo la pérdida. Ramón duda entre ir corriendo como un zorro que va a dar caza a su presa a coger el cuaderno y devolvérselo (la excusa perfecta para lograr el tan ansiado acercamiento hacia su objetivo), o esperar unos segundos a que se aleje, y como una auténtica rata cobarde de alcantarilla llevarse el preciado tesoro a su guarida.

Las piernas paralizadas por los nervios deciden por él. Ángela se aleja haciéndose cada vez más pequeña en el fondo gris de la calle, difuminándose con los mil colores de los atuendos de los demás transeúntes. Recoge el cuaderno mientras gira el cuello como un tentetieso para ver si hay moros en la costa. En la acera de enfrente atisba un cartel de Mahou encima de una fachada de cristal estrecha. Cruza la carretera corriendo por un sitio sin semáforo y se adentra en el bar. Con el euro que le ha sobrado después de su aventura acuática pide un café y se sienta al final de la barra. A esas horas el establecimiento cuenta con una clientela fija de parados y jubilados que con la vista perdida en un horizonte más allá de las paredes del local, se encuentran imbuidos cada uno en sus propios pensamientos.

Abre el cuaderno mientras en su pecho un corazón inquieto palpita de curiosidad. Para su sorpresa se encuentra con un material que supera con creces sus expectativas. El camarero, orondo y de gesto amable, le sirve un café humeante, al cual deja abandonado a su suerte unos minutos mientras se dispone a leer con profunda perplejidad.

Después de dos horas sin parar de leer, con los ojos sanguinolentos y la ropa apestando a tabaco, sale del bar. Por fin, el síndrome de la página en blanco tiene los días contados. Ángela ya no le interesa tanto como la historia de Ángela, su relación ha terminado antes de empezar. El cuaderno, mitad autobiografía, mitad diario, será la inspiración para la obra que irremediablemente le lance a la fama. Preparaos editoriales que rechazasteis a Ramón sin piedad y sin miramientos.

Sale del bar concentrado. Mientras que regresa a casa, esta vez caminando, su ordenador central trata de procesar toda la información que le acaba de entrar en el disco duro. Resulta que Ángela es licenciada en lengua y literatura española. Terminó la carrera hace un par de años, encontró un trabajo en un restaurante de comida rápida, y debido a la situación coyuntural, ahí sigue. Ramón se ve reflejado en la siguiente parte de la historia. Como ella no encontraba otra salida y siempre quiso ser escritora, decide continuar en ese trabajo esclavo mientras en su poco tiempo libre va escribiendo una novela. Un día, mientras recoge las mesas después de que la barahúnda provocada por decenas de consumidores de detritos se haya extinguido, encuentra una cartera.

La cartera es de un tal Jorge Baeza García. Nacido en Huelva el 3 de enero de 1968. Padre: Jorge Baeza Carvajal. Madre: Mª Antonia García García. Lugar de residencia: c/ Los Olmos nº 20, 28080 Madrid. La cara de Jorge Baeza estampada en la foto de carné no es de las peores que se han visto. Uno a estas alturas esperaría lo que se había imaginado Ramón. Ángela va a comisaría, deposita la cartera y fin de la historia, o mejor todavía, se dirige a la calle Los Olmos y conoce a Jorge Baeza, le devuelve la cartera, él la invita a un café para agradecerle su amabilidad y finalmente se dan los teléfonos… quedan para otro día, se enamoran y el resto es ya una conocidísima historia. Pero nada de esto ocurre en la verdadera biografía de Ángela. En la cartera hay cuatrocientos euros, y como está pelada decide quedárselos. También hay una invitación para asistir a un concierto y una memoria stick con varios documentos; se los queda. La cartera de piel clarita prácticamente nueva también se la queda.

Después de un duro día de trabajo, ya en su casa, y tras beberse el último sorbo del tercer café de la tarde, Ángela concluye la jornada cerrando el documento pdf que contiene la novela inédita de Jorge Baeza. Pero antes de eso, pone en el buscador del google: jorge baeza. Hay una entrada en la wikipedia: escritor español, nacido en Huelva el 3 de enero de 1968, profesor de universidad, ha colaborado en diversos periódicos y revistas. Suya es la novela Ofensas, que recibió el prestigioso premio literario novela amateur en el año 2007. Ángela es una usurpadora. En su diario, con todo lujo de detalles, narra cómo se adueñó de la segunda novela de Jorge, Prejuicios. Cómo consiguió que una pequeña editorial se la publicara y cómo logró ganar la demanda que interpuso contra ella el autor. Cuenta cómo Jorge perdió los nervios en el juicio y con los párpados inferiores bañados en lágrimas salió de la sala con cinco años más, los que había perdido en escribir su gran obra.

Hace frío. Los resquicios de nubes blancas perdidas en el manto gris del cielo dejan escapar un halo tenue de luz. El primer lunes del mes llegan las novedades. Ángela disfruta de este momento. Es lunes y en la caja que han enviado a la biblioteca hay cinco novelas nuevas. El trabajo de bibliotecaria es tranquilo. Las personas en las bibliotecas están en silencio. Todo fluye despacio; es como nadar dentro de una pecera que estuviera perdida en el intercambiador de Moncloa durante la hora punta matutina. Echa un vistazo rápido a las portadas, dos de ellas llaman su atención y procede a leer las sinopsis. Lee la primera, le interesa. Lee la segunda, no da crédito. Las pupilas se dilatan por la desagradable sorpresa; la novela se titula Ideas robadas, de Ramón Quiroga. Se siente devorada por su propia historia. Un mareo vespertino la deviene mientras pasea con la mirada sobre las líneas de la primera entrada que aparece en el buscador del google cuando introduce: ramón quiroga. Oriundo de Castillejos, Ramón Quiroga ha pasado de ser un completo desconocido, a estar en la lista de los libros más vendidos, gracias a su segunda novela Ideas robadas, de la cual ha vendido ya más de cien mil ejemplares.

 

línea separadora relato Ana Quirós del Bosque

Ana Quirós del Bosque

Ana Quirós del Bosque (Madrid, 1976). Ingeniera Agrónoma y docente. Finalista del I Premio Internacional de Narrativa Femenina Bovarismos 2014 con el relato Natuk que se encuentra recogido en la antología Soñando en Vrindavan y Otras Historias de Ellas (2013, La Pereza Ediciones).

 

 

📩 Contactar con la autora: anaqbosque [at] gmail.com

📸 Ilustración relato: Imagen por svklimkin, en Pixabay

 

biblioteca relato Ana Quirós del Bosque

 

TRES RELATOS SORPRESA (traídos aquí desde nuestra biblioteca)

los-de-entonces Nosotros, los de entonces, por Romina Amodei. En Margen Cero (Relatos 3 – 2002)
bibliocuento Café solo, por favor, por Jesús M. García Gómez. En Margen Cero (Relatos 7 – 2006)
fragmentos-de-nada Fragmentos de nada, por Alberto Solanes. En Margen Cero (Relatos 6 – 2005)

 

Revista Almiar n.º 83 / noviembre-diciembre de 2015MARGEN CERO™

 

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