relato por
 Jimena Tierra

D

esde el noveno piso no parecía tan difícil. Me refiero a tirarse. Su colega de dardos lo había hecho desde un séptimo hacía ya un par de meses, con la mala suerte de caer sobre uno de los árboles del jardín. Sólo se rompió la pierna izquierda, eso sí es una putada. Cuando has tenido cojones para tomar la decisión, nada ni nadie deberían impedirlo. Ni siquiera un jodido abeto mal podado. Desde entonces no había vuelto a ser el mismo tío. Estaba permanentemente emporrado, como si la realidad se le quedase corta. Caminaba con la mirada perdida, cruzando las calles sin prestar atención. A veces soltaba una carcajada sin venir a cuento, o se ponía a llorar como un bebé por cualquier gilipollez. Y, cuando le preguntabas algo que iba más allá de un «sí» o un «no», se quedaba en blanco, con la saliva retenida en la comisura de los labios y emitiendo una cadencia de emes, esperando a que fueses tú mismo el que diese la respuesta. La última vez que Arte le vio en el bar el camarero le estaba amenazando con quitarle los dardos si volvía apuntar al culo de su compañera en lugar de a la diana. Le daba vergüenza ajena, por eso Arte quería asegurarse de hacerlo bien. Nada de cagadas de última hora, morir era una cosa muy seria. Cuando estuviera seguro, se encargaría de que no hubiese marcha atrás.

Todo era demasiado aburrido. Las últimas tardes de aquel infernal agosto Arte se las pasó apoyado en la barandilla de la terraza, calibrando si merecía o no la pena esparcir sus sesos sobre el asfalto. Al principio pensaba en sus padres. Les dejaría un tremendo vacío en casa y pretendía evitar daños colaterales. Tampoco quería hacerle daño a Julieta, aunque su relación se centrase en echar un par de polvos rutinarios a la semana y, después, cada mochuelo a su olivo. Luego estaban sus amigos, que se cagarían en él porque tuvieran que buscar otro centrocampista, a pesar de que no hubiese una jugada en que no le robasen el balón. Pensándolo mejor, una vez muerto no le remordería la conciencia… ¿o sí?

Cuando llegaba el fin de semana la idea le apetecía bastante menos. Arte procuraba ahondar en motivos más optimistas que le invitasen a abordar un día más su tediosa existencia. Si sujetaba una cerveza mientras tanto, mejor. Estaba rascándose la entrepierna, preguntándose por qué el sol tarda escasamente cuatro minutos en ocultarse detrás de las Torres Kio al iniciar su ocaso, cuando su mirada se desvió hacia un calvo corpulento que empujaba a una chica contra una farola, le tiraba del bolso y salía corriendo. La chica gritó un «¡al ladrón!» que llegó a los oídos de Arte, pero nadie más pareció escucharla. No pudo examinar sus facciones, pero le pareció que estaba bastante buena. Tenía el pelo largo rubio y vestía un traje de chaqueta cuyo color no acertó a distinguir. La chica se levantó del suelo cojeando, alisó su falda y se cubrió la cara con las manos. Cuatro calles paralelas, en el portal que estaba frente a la tienda de chucherías, Arte vio cómo el armatoste se metía con el botín.

Le entraron hambre y curiosidad, aunque no necesariamente por ese orden. Arte cogió la calderilla que su padre tenía en la mesilla de noche, le robó un par de cigarrillos a su madre y bajó a la calle silbando, sacando pecho y sujetando los pulgares en los bolsillos de los vaqueros. Para cuando llegó al lugar del delito ya no había  nadie. Tan sólo la tapa de uno de los tacones de la chica, que guardó en su riñonera sin saber porqué. Mecánicamente repitió el mismo camino que acababa de hacer el calvo. Entró en la tienda de caramelos, llenó un par de bolsas y le pagó al chino en monedas de cobre. Junto al calendario feliz estaba el cartel que había colgado en invierno para hacer chapuzas de albañilería por el barrio.

—Sigue sin llamar nadie, no sé para qué tenéis el puto anuncio puesto —el oriental alzó los hombros y se dispuso a quitarlo—. No, joder, déjalo un poco más. Supongo que tendré suerte en algún momento.

—Como usted mande, Señol Altemio.

Cruzó la calle quemando una nube con el mechero y llegó al portal en que se había metido el calvo. Era un barrio con bloques altos, de unos dieciséis pisos cada uno y cuatro letras por altura. Imposible localizarlo a no ser que le diese por aparecer, aunque contaba con todo el tiempo del mundo. El calor le estaba cociendo los pies. Esperó en una sombra a que algún vecino abriera mientras se acababa los víveres y entró en el portal marmóreo resguardándose del fuego. Parecía tan limpio que le dio corte sentarse en los sillones de cuero negro que había junto a los buzones. No se oía el vuelo de una mosca, olía a ambientador de limón. El pasillo que daba a los ascensores estaba forrado con espejos. Paseó de un lado a otro rascándose el paquete, curioseando los detalles. En la primera planta había un despacho de abogados, en la tercera un dentista, en la décima una notaría. Pensó que necesitaba una endodoncia. Se aproximó al espejo, abrió la boca de par en par y analizó sus molares ayudándose del índice. Estaba tan cerca que lo empañó con su aliento. Se puso nervioso. Miró a un lado y a otro, sin moros en la costa. Lo limpió con el antebrazo dejando la marca. Estaba a punto de utilizar la palma de la mano ensalivada cuando el ruido de unos tacones hizo eco en el portal.

—Buenas tardes —Arte se giró sorprendido y le devolvió el saludo. Era la rubia saliendo escopetada del portal.

—Espere, señorita, creo que esto es suyo —sacó la tapa del tacón y se la entregó.

—Es cierto. No sé cómo lo ha encontrado, pero gracias —dijo mientras lo guardaba en el bolso, junto a lo que a Arte le pareció una semiautomática de juguete—. Tengo prisa, lo siento.

Cuando le sonrió, Arte sintió un cosquilleo en el estómago. Hizo un ademán con la mano y esperó embobado a que cruzara el umbral del portal, fijándose en su culo redondo continuado por unas piernas espectaculares.

En las escaleras resonó un fuerte chillido de auxilio que le sobresaltó unos instantes. Arte pensó que tenía que haberla ofrecido algún caramelo, joder, si lo llega a saber no se come todos. Vociferaron «¡sale sangre del ascensor!», pero Arte estaba absorto en sus divagaciones. ¿Y si la hubiese invitado a cenar? Seguramente hubiera dicho que no, tenía que empezar a ir al gimnasio para bajar tripa. Claro, que tampoco tenía un duro. En cuanto llegase a casa le pediría dinero a su madre. Gritaron «¡parece que está encajado, coged una palanca!». No, lo mejor sería no ir al ese sacacuartos. Al fin y al cabo, si iba a suicidarse tampoco merecía la pena esforzarse ahora en muscular su cuerpo. Clamaron «¡Dios mío, este hombre está muerto!».

Arte decidió no esperar más al calvo. No tenía ningún sentido hacerlo. Además, hacía mucho calor. Dejó pasar a un grupo de polis que entraban a tropel y salió del portal silbando, con los pulgares en los bolsillos de los vaqueros. ¡Para un pibón que se le cruzaba y no se había atrevido a pedirle una cita! Ahora tendría que volver a su tediosa existencia e inventar algo entretenido que hacer hasta que llegase el momento de acostarse. Desde el noveno piso no parecía tan difícil, tal vez mañana se tirase. ¿Quedarían cervezas en casa? 

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Jimena Tierra. Es el seudónimo utilizado por una autora que reside en Madrid. En la actualidad cursa el Grado de Lengua y Literaria Españolas, en la UNED. Es Licenciada en Derecho por la UAM y ha realizado, entre otros, cursos de Escritura Creativa (Centro Cultural Tres Cantos); Curso magistral impartido por Philip Kerr sobre «Cómo se escribe un buen texto», en la UIMP; Taller de Género Negro (Escuela de Escritores) y «Escribir y reescribir» (Talleres Fuentetaja).

Publicaciones:

– Publicación del artículo New York, New York en el primer fascículo de la revista Entérate Moral – Redacción en el blog Soñadores sin fronteras, dedicado a la información semanal sobre actividades culturales destacadas en calidad de crítica – Redacción del manuscrito Equinoccio – Publicación de Quiero una pluma en www.revistasliterarias.com, fascículo 27 – Publicación del relato corto El niño de la fotografía en www.revistasliterarias.com, fascículo 28.

Contactar con la autora:  jimena.tierra [at] hotmail [dot] es

 Ilustración relato: Fotografía por Pedro M. Martínez ©

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