relato por
Ramón Campanero Fernández

 

H

ubo en la hermosa ciudad de Santander, en un tiempo ya olvidado, un grupo de cinco amigos ―Ignacio, Enrique, Martín, Narciso y Fernando― que, aficionados como eran al jazz, y siendo cada uno hábil con un instrumento, decidieron organizar un grupo de música. Aunque, para ser sinceros, no buscaban reconocimiento ni fama alguna al hacer esto; no era su prioridad lograrse un nombre en el mundo de la música jazz de la ciudad, y por eso sus reuniones como grupo se realizaban a escondidas, manteniéndolo en devoto secreto ante todos, incluso para sus círculos de confianza más cercanos. Lo único a lo que aspiraban formando aquel grupo era la diversión de pasar tiempo juntos y el goce de compartir una afición.

Una noche de verano, con las estrellas brillando inusualmente en el cielo cántabro, que acostumbraba a mantener a resguardo el firmamento tras capas de nubarrones infranqueables, los amigos salieron por las calles de Santander a tomar unos vinos. Avanzada ya la velada, los amigos reían felices, dejándose influenciar muy notablemente por la temperatura de los tintos de tierras de la Ribera ingeridos. Deambulando sin rumbo fueron a dar con un bar en el que el jazz era el protagonista y su música salpicaba a los intrépidos que allí se daban cita. El bar era más bien pequeño, con buena parte de su espacio destinada a un escenario donde el grupo de turno hacía sonar sus notas. Los amigos, curiosos, entraron en el lugar, pidieron que se les sirviese vino, y empezaron, más pronto que tarde, a burlarse del grupo que en ese momento estaba tocando, rompiendo en sonoras carcajadas de lo mal que les parecía que lo estaban haciendo. El caso es que a su lado estaba sentado un hombre al que debieron caer en gracia, pues presenciando cada chiste que los ebrios colegas pronunciaban se apoderaba de él una endemoniada risa floja, y dado un momento les preguntó: «¿Qué os hace tanta gracia?». Uno de los amigos, Narciso, contestó: «El crimen contra la música que esta gente está cometiendo». El hombre rió divertido ante esta respuesta, y en el mismo tono jovial añadió: «Sois una buena panda de cabrones, ¿eh?». La conversación entre el hombre y los amigos continuó entre jocosos comentarios, y el primero acabó por invitarlos a todos a una nueva ronda de vinos, a la que se sumó él también. Algo más avanzado el coloquio, Ignacio confesó que ellos formaban un grupo de música jazz, y los demás colegas, lejos de reprimirle el haber revelado el secreto, lo acompañaron afirmando que de seguro que ellos mismos eran capaces de mejorar y por mucho el bochornoso espectáculo del que se estaban mofando. «Sí, señor» decían. «Nosotros somos capaces de hacerlo mucho mejor que esta panda de monos con instrumentos musicales». Eso le llamó la atención al hombre, que se presentó como Francisco Gámez, y resultó ser nada menos que el dueño del lugar. Al oír a los amigos cubrirse de flores a sí mismos, y afectado tanto por la curiosidad como por la simpatía que le generaban, Francisco los invitó a tocar una noche en su bar. Enrique rogó un poco de tranquilidad ante la eufórica espontaneidad que se había apoderado de ellos, y, disculpándose un instante ante Francisco Gámez, salieron afuera los cinco para debatir con mayor minuciosidad el asunto en cuestión, tratando de pensar de manera clara y objetiva, apartando lo más posible sus ideas de las influencias de la cogorza. Un rato después, volvieron a entrar y a codearse junto al dueño del bar, y fue Narciso el encargado de comunicarle a éste la respuesta afirmativa que habían escogido. Francisco se alegró, y en su efusividad se le antojó celebrar la buena nueva invitando a otra ronda. En el mismo momento en el que los amigos le echaron el guante a la bebida, supieron que a la mañana siguiente se las tendrían que ver con la resaca más atroz de sus vidas.

Una semana después, el programa del bar mostraba la presencia de El acordeón desafinado, que no era sino el nombre que los amigos habían elegido para su grupo. Llevaban quedando todos los días, ensayando sin demora para la noche de su estreno, y aunque todo iba sobre ruedas sentían que, a medida que la fecha se acercaba, los nervios se iban apoderando de ellos, haciendo tambalear a sus rodillas y revolviendo sus estómagos. Estaban a punto de subirse a un escenario a hacer sonar su música enfrente de un público más o menos borracho, que bien podían, y nada les impedía, burlarse de ellos de la misma manera que ellos se habían burlado previamente del otro grupo. Y entre la agonía creciente de los nervios la hora señalada llegó, y fue momento de subirse al escenario. Pero la noche, lejos de darse de manera catastrófica, tal y como habían previsto, se dio a las mil maravillas. El gentío bailó y disfrutó desde la primera nota hasta la última, aplaudiendo cada gota de sudor que corría inexorable por la frente de los músicos. Francisco Gámez, que se encontraba, como no podía ser de otro modo, entre los presentes, se sorprendió por cómo se había desenvuelto El acordeón desafinado en la noche de su debut, y supo apreciar lo bien que lo habían hecho. Lo bordaron desde el comienzo, es cierto, pero poco a poco habían aumentado la intensidad, y junto al subidón del público el bar se había impregnado del inmenso resplandor del fuego del entusiasmo. Al concluir, el grupo fue premiado con un sonoro aplauso, condecoración que en ningún momento se habían llegado a imaginar y por la que una indescriptible emoción los embriagó. El dueño del bar, dejándose llevar por la felicidad general del momento, invitó al grupo a tocar en otro bar del que también era dueño, un bar mucho más grande y de mejor prestigio, pero con el jazz también como protagonista, y ésta fue la mejor decisión que pudo haber tomado jamás para su negocio, que vio como entró en un periodo de vacas gordas y de cuantiosos beneficios. El acordeón desafinado había entrado así por la puerta grande en la esfera de la música jazz de Santander.

 

Un año y unos meses después, El acordeón desafinado se había labrado un puesto importante ya no sólo en la ciudad sino más allá de la misma. De todos los rincones acudían para presenciar los conciertos del grupo. No había una sola alma que se resistiese a ellos; capaces habían sido incluso de lograr que un cántabro y un asturiano bailasen, bebiesen y riesen como hermanos de cuna. Las muchachas jóvenes acudían a bailar al son de su ritmo, pero sobre todo a derretirse por ellos, y no eran pocas las veces en las que alguna de ellas había conseguido conocer a alguno de los integrantes del grupo más a fondo, digamos, fuera ya del escenario. Buena fama habían cosechado, pero había un amigo que destacaba por encima del resto, y cuyo nombre comenzaba a convertirse en leyenda. La destreza de Martín con el saxofón era de proporciones geniales, y su talento natural se comentaba lo mismo o casi más de lo que se hablaba del grupo en sí. Y el propio Martín disfrutaba cada vez que hacía sonar su saxofón ante la gente sedienta de jazz, y más aún disfrutaba después de algún espectáculo en el que se dejaba encandilar por alguna admiradora. Pero pronto tornaría la rueda de la Fortuna, pronto cambiarían las cosas.

El invierno se había arrojado cruel sobre la ciudad de Santander. El viento soplaba recio y sin escrúpulos, y, allá a lo lejos, los picos montañosos exhibían con orgullo sus vestidos blancos. Pero el invierno se había echado también sobre los hombros de Martín, contagiando su alma con su gélido aliento. La gracia que usualmente brillaba en su manera de ser se había apagado, o, si seguía luciendo, lo hacía de una manera tan mortecina que apenas era visible. Sentía Martín una agonía a la que no encontraba explicación. Los colores se habían difuminado en un gris que lo abarcaba todo; ya no sobresalía tanto con el saxofón; ya no compartía sus trasnochadas con muchachas enamoradas de él. La vida había perdido cualquier atisbo de sentido que antes pudiera tener, y su rostro expresaba ahora las sombras más melancólicas, olvidando aquella sonrisa mágica, aquella alegría tan grande que experimentaba con su saxofón y, lo que es peor, parecía que no había vuelta atrás. Ahora tendría que aprender a convivir con un tormento desgarrador que se había alojado de la noche a la mañana en su corazón. ¿Por qué? No lo sabía, y parecía no poder saberlo, y eso lo hacía agonizar aún más, llegando a asemejarse a un moribundo al que se le da la extremaunción y se aguarda después a que pestañee y suspire por última vez.

Un día acudió a dar un paseo por El Sardinero. Se internó en la playa y allí se sentó, permaneciendo así toda la tarde, con los ojos puestos sobre el horizonte infinito, donde el mar iba a unirse con el cielo y los nubarrones se confundían con la marea.

—Tú, que todo lo sabes, que todo lo has visto y todo lo verás,  que  a  todos  nos  antecedes  y  a  todos  nos sobrevendrás —dijo Martín, dirigiéndose al mar—, ¿sabrás tú darme la respuesta a mis sufrimientos?

De pronto, una ola trajo consigo un objeto que fue a parar a la orilla. Martín se levantó para investigarlo, y descubrió que aquello que el oleaje zarandeaba incesante era una botella de cristal; una botella de licor vacía. ¿Sería la bebida la respuesta, o al menos el medio para lograrla? ¿Sería sumergiéndose en los abismos del alcohol que hallaría su solución? Martín quiso creer que sí, que esa botella la había arrojado el gran azul como contestación a su pregunta, y por eso, al volver hacia su casa, hizo un alto en una licorería y, convencido en combatir esa misma noche sus demonios, se compró una botella de whiskey escocés. Ya en su domicilio, hizo sonar un vinilo con el ímpetu de Richard Wagner, abrió la botella de whiskey y comenzó a darle tragos, esperanzado en encontrar la clave que lo salvaría de aquel pozo. Entró así en un torbellino de emociones: gritó de enojo, saltó de júbilo, se decayó de desesperación, se hundió en llantos… y acabó, finalmente, por sucumbir al alcohol y a toda la energía empleada, quedándose dormido en su diván. Y dormido, soñó. Soñó con una mujer, con una figura femenina, con las piernas, el torso y el rostro de una mujer; pero sobretodo soñó con la mirada de una mujer, una mirada penetrante, llena de la fogosidad de la vida, rebosante de poesía; una mirada excepcionalmente bella, magistralmente cautivadora, sencillamente auténtica. Y en el propio sueño, supo ver Martín que era aquella mirada el bálsamo que anhelaba…

Al despertar al día siguiente entre las cenizas de la noche anterior, Martín tenía el sueño grabado a fuego en su memoria. O, al menos, lo más importante del sueño, pues la figura de la mujer la había olvidado ya, ¡ni el color de sus ojos recordaba!, pero sí recordaba su mirada. En medio de las tinieblas que habían hecho preso su espíritu brillaba ahora el resplandor de la esperanza.

En las siguientes catorce jornadas, Martín se dedicó plenamente a buscar a la dueña de la mirada de su sueño. Pero su búsqueda no dio frutos, y su esperanza languideció, haciéndose aquel resplandor una trémula luz acobardada ante tanta oscuridad, oscuridad que se volvía a apoderar de él, expresándose así en su rostro la agonía y el sufrimiento que creía haber superado. Y de la mano de su agonía y su sufrimiento paseaba ahora un nuevo martirio: el insomnio. Las primeras noches en las que el insomnio lo esperaba entre las sábanas de su cama, listo para abrazarlo en cuanto se acercase, Martín lo combatió con la bebida, pero pagando a cambio el precio de la resaca. Sin embargo, eso fue en las primeras noches, pues en las siguientes ni el alcohol supo espantar a sus tormentos. Parecía Martín más muerto que vivo, más próximo a la demencia que a la cordura, visiblemente afectado por las horas sin dormir y por todos los males que lo maltrataban. Como un sonámbulo, empezó a transitar las calles de Santander sin ningún rumbo establecido, llegando a pasar varias veces por un mismo punto sin darse cuenta siquiera. En uno de sus paseos fue a parar a las puertas abiertas de un autobús al que se subió, aun desconociendo por completo su ruta. El viaje fue un auténtico suplicio; cada movimiento del vehículo se encargó de amargarle la existencia a Martín, que se quejaba a horrores en cada bache y en cada curva. En un punto dado se cayó de bruces contra el piso del autobús y vomitó, incapaz de auparse de nuevo. El conductor, al verlo en ese estado, entró en cólera y lo largó del vehículo sin pensárselo dos veces, pero al arrancar de nuevo y echar un vistazo al retrovisor vio a aquel pobre diablo moribundo sobre el asfalto, llevando a cabo intentos estériles por ponerse en pie, y, marchándose, sintió una profunda lástima, como la que se siente cuando se asiste a los últimos minutos de un tierno animalillo.

En medio de la nada más absoluta se hallaba Martín. Después de un rato largo logró alzarse, y comenzó a andar en una dirección. Pero al volverse consciente de su situación, de cómo lo habían arrojado del autobús, abandonado en aquel paraje con sus penas, sintió la mayor tristeza que hubo sentido en todos sus días, y rompió a llorar. Fue un llanto desolador, de lágrimas del sabor salado de una melancolía inimaginable, un quejido llanamente desgarrador. Una vez consiguió recomponerse, reanudó la marcha, y al momento dio con un pueblo. Allí encontró un lugar con cierto ambiente, lo que parecía una suerte de tasca. En el exterior fumaban un par de hombres. Al ir a entrar Martín y pasar por su lado, uno de los fumadores lo detuvo, y con cierta simpatía le dijo:

—Quedó una noche tremendamente agradable, ¿eh? La luna y las estrellas jugando al escondite entre las nubes, asomándose ahora y camuflándose después… Y esta brisa con aroma marítimo le reconforta a uno el alma, ¿eh?

Martín asentía con la cabeza gacha y mirando al suelo, sin prestar demasiada atención.

―Oye, ¿a qué viene eso, eh? ―le increpó el hombre al ver su ánimo, y en tono amistoso prosiguió―. Hazte un favor y disfruta de la velada, olvídate por esta noche de tus males, ¿quieres? Ten, un cigarrillo, ¿por qué no entras dentro a fumarlo acompañado de una buena bebida? ¿Cómo dices? ¡Ah, sí, por supuesto que dentro se puede fumar! Nosotros estamos aquí fuera simplemente para disfrutar de la brisa.

Y Martín aceptó el cigarrillo, agradeciéndoselo con una honesta mirada a aquel hombre, el cual le correspondió con un guiño de su ojo izquierdo y un leve golpe de mano en su hombro. La tasca era de proporciones humildes, decorada humildemente también, con una luminosidad taciturna. El sonido ambiente estaba formado por las conversaciones y el alboroto que montaban los dos camareros al servir. En mitad de la estancia había un piano precioso que incitaba a hacerlo sonar. En cuestión de unos segundos Martín alcanzó la barra, y nada más tomar asiento se mandó servir un bourbon y prendió el cigarro con el que le habían obsequiado hacía un instante. De súbito, y casi sin advertirlo, el barullo fue extinguiéndose, dando lugar al reclamo del piano, que sonaba con fuerza. Notó Martín que el piano fue embriagando su espíritu. ¡Qué música, qué melodía, qué hermosura! Pronto reparó en que aquello que el piano estaba recitando le era tremendamente conocido… Una pieza de un gran compositor, ¿pero quién?… ¡Ah, claro; era uno de sus favoritos! ¡Cómo había podido dudar siquiera…! El piano había traído consigo la presencia inmortal de Claude Debussy. Martín quiso darse la vuelta para descubrir a quien tan magistralmente estaba haciendo sonar el instrumento. Al tornar sobre sí mismo y revelar la identidad del pianista, se sintió como si fuese una diana sobre la que acabase de hacer blanco un dardo. La pianista, pues era de género femenino, tocaba con los ojos extraviados en el infinito, ojos que guardaban aquella mirada que tan deseoso andaba buscando, aquella mirada con la que soñó y que creyó no ser capaz de encontrar jamás. ¡Y allí estaba, delante de sus narices, rememorando al eterno compositor! Aguardó Martín paciente a que la pianista tocase la última nota, deleitándose con todas ellas hasta entonces, y cuando esto sucedió la chica se llevó un sonoro aplauso de los presentes en respuesta a su gigantesco recital, a lo que ella supo corresponder con una delicada sonrisa. Luego se levantó del piano y fue a tomar asiento junto a la barra, donde fue invitada a un vodka y a un cigarro por los camareros. Martín, al verla ahí sola, alternando tragos con caladas, reconoció que era el momento de hablarle y se acercó a ella.

―Hola. Me ha… fascinado su destreza con el piano ―saludó Martín, medio cohibido por la timidez y tratando de contener sus nervios no sin dificultad.

La chica dio una larga calada, y soltando muy lentamente el humo, que iba formando una nubecilla azul en torno a ella, miró al intruso, y Martín se sintió completamente desnudo ante ella. Cuando sus miradas se cruzaron, pudo él notar cómo ella era capaz de ir más allá de lo material con su vista, cómo era capaz de contemplarle el alma. Pero eso, lejos de intimidarlo, lo tranquilizó, pues supo que las palabras perdían una cantidad de privilegios enormes, que daba igual qué dijese o qué dejase de decir, pues ella lo vislumbraba al natural, vislumbraba lo que pensaba y lo que dejaba de pensar, y cualquier intento por construirse una máscara que lo camuflase sería absurdo.

―Ah, hola, ¿eres tú? Vaya, no pareces el mismo ―dijo ella, manifestando cierta sorpresa.

―¿Cómo que si soy yo? ¿Cómo que no parezco el mismo? Me temo que no nos conocemos señorita, así que aunque yo sí sea yo, no creo que sea el yo que tenía usted en mente.

―¡Oh, por supuesto que sí que eres tú! ¿No eres tú acaso aquel que parecía haber venido del mundo de los muertos cuando atravesó esa puerta al entrar? Sí, sí que lo eres, ¡ya lo creo que lo eres! Pero no pareces el mismo ahora. ¿Qué te ha ocurrido? Me fijé en ti ―se ruborizó Martín cuando le dijo estas palabras― cuando atravesaste esa puerta antes y, chico, parecía que esta misma noche se te acababa la vida. Pero ahora… ahora es como si hubieses vuelto a nacer, vaya.

―Bueno, señorita, no anda desencaminada. Es más, diría que ha dado justo en el blanco…

―¿Qué te parece ―le cortó ella― si dejas de tratarme con esas maneras y comienzas a tutearme?

―Bueno, está bien, si así lo quiere…

―¿Qué te acabo de decir? Me llamo Mónica, y tú, ¿cuál es tu nombre?

―Martín.

―Pues bien, Martín, ¿qué te parece si comienzas a llamarme Mónica en vez de señorita, que es feísimo, y me invitas a un vodka y yo te ofrezco uno de mis cigarros, que te veo huérfano de tabaco?

―Me parece que ya tardamos ―respondió él, alegre.

Mónica sonrió imperceptiblemente con sus ojos de color miel y se acarició sus cabellos negros como el azabache.

―Me estabas explicando el motivo de tu cambio tan radical ―le recordó Mónica a Martín, que adoptó una actitud defensiva.

―Bueno, sí, lo estaba haciendo pero me cortaste cuando lo iba a hacer, ¿no? ―repuso Martín, tratando de mantener el secreto―. Pues bebamos primero, y ya te diré luego; si no había prisa antes tampoco la hay ahora.

Al pronunciar estas palabras, Mónica entrecerró los ojos y lo miró, como buscando en él su pensamiento oculto, como si tratase de escudriñar su alma en busca de secretos encerrados, y Martín se sintió indefenso ante ella. Si existía algún modo de cubrirse de ella, ese modo estaba en el vodka. Bebiendo ella se distraería, sin poder adivinar con exactitud que había sido ella misma el motivo de su vuelta a la vida. Pero bien podía ocurrir también que la bebida lo arrojase a él a las aguas de la sinceridad y acabase por confesar. Sea como fuere, el mero hecho de intentarlo le pareció suficiente; en cualquier caso prefería vérselas con ella ebrio que sobrio.

―¿A qué te parece que brindemos? ―propuso Martín.

―¿En honor a qué?

―En honor al eterno Debussy y a su música inmortal ―concluyó, y alzó la copa.

―¡Brindemos pues! ―y Mónica chocó su copa con la de él, como corresponde a un brindis.

Ambos prosiguieron hablando. Le preguntó ella a él si manejaba algún instrumento, y él le confesó que era el saxofonista en un grupo que tenía con ciertos amigos. Quiso ella saber el nombre del grupo, y al responder él se apresuró a llevar la iniciativa del coloquio, interrogándola también a ella. Fueron así avanzando en una conversación sumamente agradable que se mantenía sobre los pilares del vodka que iban ingiriendo. Y el vodka acabó por subírsele a Martín a la cabeza, que terminó por delatarse.

―Verás Mónica, tú y yo no nos conocemos, nunca antes nos habíamos visto, ni siquiera habíamos oído hablar el uno del otro, y siento cuando te miro, y cuando me miras… siento cuando nos miramos que algún vínculo nos une.

―Sí, es cierto ―dijo ella, para sorpresa de Martín―. No te mentiré; lo supe desde el momento en el que te vi aparecer. Se me descompuso el alma al verte entrar, es cierto, porque, chico, dabas lástima, parecía que hoy pasarías tu primera noche en campo santo… Pero cuando nuestras miradas se cruzaron por primera vez supe de ese vínculo del que hablas.

―Creo que ha llegado el momento de darte la explicación que querías oír antes.

―¡Adelante, dime!

―Has dicho que al aparecer yo estaba más muerto que vivo, y no te falta razón, pues así era. Es más, yo ya estaba muerto. Una profunda agonía, una inamovible tortura espiritual se apoderó de mí… Y había perdido la vida el sentido para mí, por eso es que estaba muerto, pues no hay más muerto que el que no tiene motivos para vivir ―llegado este punto, Mónica manifestaba gran interés por las palabras de su interlocutor―. Acudí entonces al mar, al más sabio de los sabios, y me recetó un sueño…

―¡No, no sigas! ―cortó ella de golpe.

―Pero, ¿cómo? ¿Antes que continuase y ahora que me detenga? ―preguntó él, altamente asombrado por el cambio de pareceres de Mónica.

―Sí, porque… ―por primera vez en toda la conversación asomó el titubeo en la expresión de ella.

―¿Qué sucede?

―Que hasta ahora no has contado sino mi historia. Yo misma sentí una agonía así, y también acudí al amparo del mar. Y también a mí me hizo soñar…

―¿Y qué soñaste? ―preguntó Martín, inquietado ante el giro que había dado la conversación; ¿qué diría ella ahora?― ¡Vamos, di!

―… Y soñé con una mirada. Y traté de buscar la mirada de mi sueño. Y cuando había abandonado toda esperanza, apareces tú. Fue al verte que reconocí en ti la mirada de mi sueño… ¿Puedo preguntarte algo?

―¡Pregúntame! ―ordenó Martín, con el corazón a mil por hora.

―¿Serás tú capaz, protagonista de mi sueño, de espantar las nubes de mi sufrimiento?

Al formular ella la pregunta, no hizo sino formular también la pregunta que asolaba la cabeza de Martín; y la repuesta fue inmediata. Sus cabezas se acercaron hasta rozarse, la frente con la frente, se rodearon con los brazos y, cerrando con ternura los ojos, dejaron que sus labios se encontrasen. En aquel instante, les pareció alcanzar la eternidad con la palma de la mano. Sintió la una cómo el otro despejaba su espíritu, y lo mismo sintió el otro con la una. Atrás quedaban ya los demonios. Aquel beso había conseguido espantar sus males, pero ya no solo eso, sino que ahora las cosas se veían de otra manera. Al correrse los nubarrones asomaba el sol con su infinita magnitud; el sol de aquel beso furtivo, el sol de sus miradas encontradas, el sol de su amor, un amor anunciado en el lenguaje inmortal de los sueños, un amor eterno, que preexistía ya a la conciencia que las partes tenían del mismo, que los precedía y los sobrevendría, perpetuando por siempre el lazo de su unión.

Mónica y Martín abandonaron la tasca, al decirle ella a él que vivía en el mismo pueblo. Su casa era un piso humilde, como el propio Martín tuvo ocasión de comprobar. En la habitación más amplia tenía ella dispuesta una cama y un piano.

―La cama y el piano están en esta habitación por su gran ventanal ―dijo ella, haciendo alusión al ventanal mencionado―. Hay noches en las que la luz de la luna se filtra a través de los cristales, inundándolo todo. Y en esas condiciones adoro sentarme al piano, o conciliar el sueño en la cama.

Aquella noche la luna brilló con fuerza, y los dos lograron dormir como lirones todas las horas que no habían dormido en los días anteriores por su insomnio.

En las noches siguientes, fue descubriendo Martín todas las dulzuras de Mónica. Descubrió la ternura de sus besos, el calor de sus abrazos, la suavidad de sus caricias; descubrió además que era toda una virtuosa del piano. A él le encantaba cuando, estando ambos acostados en la cama, pero sin dormir, simplemente queriéndose, grabando su nombre a suspiros en el firmamento, ella se levantaba y abandonaba el lecho, y vistiéndose con un jersey se sentaba a tocar el piano. Él la contemplaba embriagado de su hermosura, que en esas ocasiones se le antojaba no tener fin, y acudía a sentarse junto a ella, llenándola de cariño, derritiéndose por ella, mientras ella seguía tocando el piano. Era así como Debussy se había convertido en la cúpula de su amor en aquellas noches de luz de luna. Y así es como transcurrieron las siguientes noches para los amantes.

 

Francisco Gámez paseaba por la estancia alterado, dando a su cigarro caladas muy continuadas. Sus palabras vibraban de nervios y sus ojos irradiaban cólera.

―¿Puede alguien explicarme cómo es posible que llevemos dos meses sin saber nada de Martín? ―preguntó, rascándose la cabeza, agitado.

Los integrantes de El acordeón desafinado, sentados en torno a una mesa de madera, asistían con horror a aquel volcán en erupción que era en ese momento su jefe. Desde la desaparición de Martín, las ganancias del negocio se habían ido a pique. El acordeón desafinado ya no embelesaba tanto como antes, sino más bien desencantaba. Buscaron reemplazar a Martín en el puesto de saxofonista hasta en cuatro ocasiones, con sendos fracasos.

―¿Pudiera ser que se haya marchado de viaje y se haya olvidado de notificárnoslo? ―inquirió una trémula voz―. ¿Pudiera ser que haya cambiado de grupo? ¿Pudiera ser que…?

―¿Y éste quién coño es? ―preguntó Francisco, cortando al chaval y deteniendo su paseo.

―Es Alejandro ―repuso Enrique―, el saxofonista del que te hablé.

―¡Ah, conque eres tú el nuevo saxofonista! ―se interesó Francisco, que siguió hablando―. ¿Fuiste tú quien tocó ayer con el grupo?

―Sí… ―respondió un intimidado Alejandro.

―Bien; despedido. No quiero volver a verte ―y al pronunciar esta sentencia, reanudó su paseo. Alejandro marchó cabizbajo; se había consumado el quinto fracaso de saxofonista. Y dirigiéndose al grupo, prosiguió Francisco Gámez―. Y vosotros, aún no sé a qué estáis esperando para saber algo, cualquier cosa, ¡lo que sea!, de vuestro amigo.

Después de dos intensas horas de tensa reprimenda en las que nada se concluyó, la reunión se disolvió. Fernando se despidió de sus amigos y se dirigió a su casa. Estaba apenado; durante tanto tiempo habían reinado en las noches de la ciudad cántabra, y ahora…, bueno, ahora se arrastraban sobre las ruinas de lo que una vez fue. Pero había algo que lo apenaba aún más que la situación del grupo. De entre todos los integrantes originales de El acordeón desafinado, Fernando siempre se caracterizó por ser el más sensible y aquel con mayor capacidad para empatizar, y, además, guardaba una estrecha relación con Martín. Si ver la inseguridad y la preocupación en las expresiones de sus amigos le inspiraba una gran desazón, lo deprimía por completo pensar en Martín y en su tan extraña desaparición. ¿Y si está en problemas? Uno no desaparece de la noche a la mañana así como así… Tiene que estar en apuros. ¡Ay, Martín!

Así pensaba Fernando en el momento en el que introdujo la llave en la cerradura del portal de su edificio. Con paso severo alcanzó las escaleras, y comenzó a ascender hasta el segundo piso en que vivía. Al alcanzar su planta, vio que a la altura de la puerta de su casa esperaba un hombre. Fernando se aproximó a él, y, amable, se ofreció para ayudarlo en lo que fuese posible. Cuando el hombre interpelado se dio la vuelta y descubrió su identidad, Fernando brincó de la emoción al reconocer a Martín.

―¡Martín! ―exclamó.

―¡Amigo! ―le correspondió el otro, y ambos se abrazaron de júbilo―. ¿Qué te parece si me invitas a entrar?

Ya dentro, Fernando le dispuso a Martín un asiento y un vaso de ginebra, y sentado y al amparo de la bebida que tan gentilmente le habían servido, Martín comenzó a relatar la historia de cómo el infierno se adueñó de su espíritu. Le contó absolutamente todo, y no parco en detalles, desde el primer síntoma de desasosiego hasta el sueño que tuvo con aquella mirada, finalizando en la última vez que había acariciado el rostro de Mónica esa misma mañana. Fernando asistió a la narración expectante, y cuando ésta concluyó le invadió la inseguridad y la incertidumbre.

―¿Y por qué me lo confías a mí? ―le interrogó Fernando a su amigo.

―Porque tú, compañero, eres de entre nosotros el que mejor sabe escuchar y el que mejor sabe comprender. Y, además, siempre guardamos buena amistad.

―El caso… ―dudó Fernando―, es que ya en los días que precedieron a tu desaparición te vi lúgubre y taciturno, y es verdad que ahora te veo renacido, como si te hubiesen aplicado un bálsamo espiritual.

―¡Porque un bálsamo espiritual me han aplicado, y he renacido! Son sus besos, Fernando, sus besos son lo que me hace vivir.

Hubo un momento de silencio. En la mente de Fernando asomó una pregunta cuya respuesta adivinó simplemente con mirar a su amigo, lo que le provocó amargura y desasosiego; sin embargo, era una pregunta que se veía obligado a formular.

―¿Volverás ahora al grupo?… Con nosotros, quiero decir.

En el instante en el que se articuló con palabras la cuestión, ambos sintieron cómo se acercaba a velocidad galopante el momento más agrio de su amistad.

―Te despedirás en mi nombre de ellos, ¿verdad? ―dijo con esfuerzo Martín, refiriéndose a los demás amigos; los ojos de Fernando se hincharon de pena.

―¿Y si no me creen cuando les cuente lo sucedido? ―preguntó Fernando, tratando en balde de impedir lo irremediable.

―Ten.

Martín se quitó su reloj de muñeca y se lo entregó a Fernando. Aquel reloj tenía su porqué. Hace ya muchos años, en una buena ocasión, los amigos quisieron simbolizar su amistad, y para ello compraron cinco relojes, iguales entre ellos, y cada uno llevaba el suyo desde ese día. Fernando no lo aceptó, entregándose al curso de los acontecimientos.

―No, no… Quédatelo tú, y recuérdanos siempre.

―Bueno, amigo… Adiós ―y Martín lo abrazó fuertemente.

De los ojos de ambos corría alguna lágrima.

―Hasta siempre ―correspondió con firmeza Fernando.

Martín abrió la puerta y salió de la casa. Fernando, en un último arrebato por adueñarse de algo que no se puede sostener, como si se intentase agarrar una nube, salió al encuentro de Martín, que comenzaba por entonces a bajar las escaleras hacia la calle.

―Entonces… ¿qué les digo?

―Diles que me volví loco.

 

separador texto relato Ramón Campanero

 

Ramón Campanero Fernández. Nació un 13 de septiembre de 1995, en Madrid. Vive en Simancas, provincia de Valladolid (Castilla y León). Es estudiante del grado de Filosofía en la Universidad de Valladolid (UVA). Está dando sus primeros pasos en cuanto a publicar trabajos se refiere… El primero fue un relato de tres páginas a Word, titulado El viejo y el joven, enviado y publicado en papel por la revista Gárgola-vacas (revista de la Universidad de Valladolid).

🔗 Web del autor: Bajo la estrella errante
(https://bajolaestrellaerrante.wordpress.com/)

Ilustración relato: Fotografía por Steffen C. Weber, en Pixabay

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