relato por
Borja Moya Castillo

 

Debajo del roble,
los sueños siguen siendo eso,
sueños,
y su silencio, ahora,
pesa dos veces.
Como tú y como yo, por los dos,
por si lo fuimos algún día,
por lo que, seguro, nunca ya seremos.
Debajo del roble,
los sueños siguen siendo eso,
sueños.

 

I

No pretendo que me crean. Por esa misma razón, procuraré no usar ciertas retóricas ni epítetos lo suficientemente conmovedores para que, de alguna forma u otra, ofrezca un sentimiento de lástima o misericordia. Sé lo que vi. Sé que le vi. Sanseacabó. Un error, tan simple como fatídico. Si me dejaran explicar, con mis propias palabras, lo que realmente sucedió, quizá logre atisbar algo de sensatez en su reticente mirada. Admito que no estaba en mi condición más óptima, y quizá sufría de ciertos excesos propios de la locura, pero una cosa les digo, con la mano en el corazón… Aquello se movía, como tú y como yo. No viviré lo suficiente como para que se demuestre mi inocencia, por eso, uno de los centinelas amablemente ha accedido a concederme un poco de papel y pluma como última voluntad a mi solitaria desdicha. No tengo familia para entregar mi testimonio. Un día la tuve, eso sí. Tampoco temo a la muerte, que percibo ahora oculta en la oscuridad; la misma que en vida me buscó, la misma que ya muerto me cubrirá. Temo al olvido, a los incrédulos de la razón. A todos ellos, por Dios santo, ¡no les suceda lo que a continuación dejaré por escrito!

De ninguna manera pretendí sustituir la figura de Layla, es más, mi corazón se retuerce con tan solo pensar en esta posibilidad. Empero, el vacío que siguió tras su inexorable pérdida pronto motivó que cayera en un estado débil y desvaído, del que me hallaba a todas horas encadenado, del mismo modo que la congoja corrompe la mente del enamorado tras sentirse rechazado por su amada. Deseaba descontroladamente que sobreviniera la noche para, una vez que estuviera completamente solo, entregarme a los placeres del opio; incluso transportar mi propia sombra durante el día me suponía una carga. Mi salud se agravó considerablemente a los pocos días de su muerte y, semanas después, caí enfermo en el mismo lecho adusto que un mes antes escuchaba agonizar a mi esposa. Todavía me parece oír, retenidas en mi cabeza, sus palabras de auxilio, incrustadas como alcayatas.

A Irene, el fallecimiento de su madre le ocasionó más sorpresa que pena, o al menos eso extraje al contemplarla todas las mañanas posando su vista en el suelo, como si sostuviera un enorme peso sobre su espalda; siempre en el mismo lugar, bajo un caduco roble situado en el pequeño vergel que servía como consuelo a todos nuestros infortunios.

Temeroso del continuo y fatigoso silencio, le regalé a Irene un hermoso collar que sujetaba un antiguo cascabel. Layla me lo entregó pocos días antes de su muerte, conservado en una arqueta de madera en cuya superficie había grabada una hoja elíptica y lanceolada, muy similar a la familia de los rubiáceos. Parcialmente había arraigado la herrumbre y, aunque la esfera interior del cascabel se conservaba en buen estado, de él no brotaba ningún sonido. Convencido de que se había quedado adherido a la primera esfera, le inyecté una lágrima de aceite hasta que por fin, al tambalear la campanilla, emanó el sonido más agudo que pude haber escuchado en mi vida. Como envuelto en una especie de matiz acuoso, casi similar al deslizamiento de un arroyo que cae aburrido colina abajo. El presente regalo tenía como único objetivo avisarme de todos los movimientos de Irene, en tanto que si no lo escuchaba sonar en un corto período de tiempo o perdía fuerza en la lejanía, rápidamente perdía los estribos y me precipitaba en su búsqueda.

La primera semana sin Layla apenas se habló de lo trágico e inesperado de su muerte. Fingimos que aquello nunca había sucedido. Procuraba que Irene se distrajera con cualquier nimiedad que me era posible. Irene era una prolongación de Layla, la verdad sea dicha. No había discusión sobre que el carácter afable y candoroso le provenía de su madre. Todas las virtudes eran cosa de mi esposa y esta transmisión de naturaleza ocasionó que Irene pasara más tiempo con su madre que conmigo. Yo, al ser totalmente distinto a ella, me esquivaba siempre que tenía la oportunidad. Me evitaba como si fuera un total desconocido, e incluso no se esforzaba en disimular el menosprecio que yo le producía.

Llegó el momento en que el destino me hiciera valer ante la pequeña y le demostrara que podía estar a la altura de su madre, a pesar de todos mis defectos y vicios que como ser mortal soy. Asimismo, mientras el cielo se cubría lentamente de color plomizo y los pétalos comenzaban a mudarse hacia otra realidad, acompañaba a Irene a dar largos paseos, vadeando los árboles adyacentes a nuestro hogar, especialmente cuando moría el atardecer ya que las dudas y los miedos se multiplicaban en el palacio con la llegada de la penumbra.

Durante la segunda semana fue ella misma quién, tras una tarde de lluvia ininterrumpida, quebró su mutismo preguntándome si en el cielo también llovería. No supe qué responder a semejante cuestión. Se me ocurrió decirle que en el cielo no hacía falta pues allí los campos siempre permanecían verdes y las flores rezumaban perenne humedad. Percibí que mi respuesta no le había convencido mucho. Ejecutó una tosca muesca en sus labios.

—A mamá le encantaba ver llover  —dijo—. Por eso llovió tanto el día que nos dejó.

Mi pesadumbre y desconsuelo alcanzaban cotas inimaginables, llevándome derecho a la autodestrucción al no hallar una solución a los extraños y amenazantes procederes de mi hija. Con el tiempo, me embargaron nuevos miedos, y un inesperado vértigo me asaltaba a todas horas y en todos los rincones del hogar, sin poder siquiera disimular estos brotes sicóticos delante de la pequeña.

Durante el transcurso de una tormentosa noche en la que no pude conciliar el sueño, se me ocurrió adoptar a Febo. La mañana siguiente a la insólita pregunta de Irene, y cuando aún ni tan siquiera la luz había dado sus primeros respingos, me embarqué en un solitario paseo con la intención de que el renovado aire tempranero refrescara mi turbia mente. En eso que en mi travesía me topé con un aislado matrimonio de campesinos que residían a unos pocos kilómetros de nosotros. Seguramente hubiera pasado desapercibido si no me hubiera alertado una multitud de exánimes aullidos, procedentes del interior de su vivienda. Al aproximarme unos metros, advertí enseguida lo que estaba sucediendo. Una desfallecida perra acababa de dar a luz una inmensa camada de cachorros. Intercambié con sus dueños palabras de admiración y alegría y pronto me convidaron a llevarme a uno de ellos. Siete eran demasiado para aquel anciano matrimonio e igualmente tenían intención de buscar un refugio más seguro en el interior, por lo que convine que el disponer de uno de ellos sería una buena oportunidad para paliar la confusión de Irene. Las preguntas se volvían más inusitadas e irregulares y temía que su cordura fuera menguando considerablemente. Al día siguiente volví para llevarme uno.

Descubrí enseguida lo certera de mi decisión, pues el animal no solo avivó la llama infantil y crédula de Irene, sino que su compañía infundió cierta calma en mis continuos y tediosos sueños. Paulatinamente la algazara desbancó a los imperecederos suspiros que resonaban en la bóveda de nuestro hogar. Irene y Febo llegaron a ser inseparables. Discurrían por el jardín y les oía distraerse en la distancia, mientras yo les contemplaba satisfecho a través de la ventana de mi despacho, en la segunda planta, a la que solamente se accedía a través de una antigua torre de caracol. Allí solía disfrutar de una interminable colección de libros que ociosamente devoraba hasta que la guerra alcanzara su fin.

El palacio no conocía ningún límite ni cercado artificial. La propia espesura de la maleza y un tupido bosque situado al sur eran fronteras naturales suficientes. Sin embargo debido al carácter natural e instintivo de Febo, poco tiempo después de su adquisición, el animal se alejó más de lo habitual, seguramente atraído por el crujido de una rama o simplemente por la curiosidad que comportaba su corta existencia. No llegué a reparar en su ausencia y de haber sido así, tampoco me hubiera preocupado, mas el paulatino debilitamiento del cascabel, combinado con el incipiente y exasperante murmullo de la brisa, me estremeció el cuerpo entero. Salí apresurado hacia el jardín y, con la mirada trémula observando el infinito, contemplé la silueta de Irene que retornaba del bosque, sujetando en sus brazos a un lastimoso Febo, con los ojos vidriosos y la cara hinchada y sonrojada de tanto llorar. Cuando se recompuso del sobresalto me narró cómo un lobo había herido a Febo y como éste le había mordido en la oreja.

Aquél episodio impactó desde entonces la confianza y el espíritu osado de Febo. Le abrumó hasta el final de sus días la oscuridad, incluso el crepúsculo era suficiente motivo como para agitarle violentamente. Desde entonces, cuando la cohorte de estrellas comenzaba cada noche a ocupar el deslucido firmamento invernal, el animal se refugiaba histérico dentro de nuestras dependencias. El apresurado impacto de sus uñas contra el embaldosado me advertía siempre de su llegada. Aparecía con las orejas rígidas y en su mirada se apreciaba el temor. Buscaba con desesperación un lugar con luz. Una vez encontrado uno, permanecía estático, relamiendo unos carcomidos y resecos labios a causa de su agitación, hasta que el candelabro le proporcionaba la quietud que tanto anhelaba.

Este episodio nos valió inopinadamente el bautizo de la criatura, al día siguiente de la agresión del indómito lobo, cuando apenas los rayos del sol tocaban la tierra y se perdían por el camino a causa de la brumosa atmósfera. Escuché los prematuros ladridos de Febo asustando a la escurridiza madrugada que se evaporaba. En eso que Irene acudió a mi aposento, rebosando entusiasmo en sus ojos al contemplar al animal recuperado de su herida. En ese instante de letargo y sopor, exclamé sin pensarlo mucho:

—¡Conque vaya! ¡Más madrugador que el mismísimo Febo!

Para Irene, de algún modo, le cayó el nombre en gracia y, por insistencia suya, se le acabó otorgando el epíteto del dios olímpico griego.

No obstante, estuve convencido de la maldición que pesaba sobre nuestra familia al conmovedor lance que acaeció en el preludio del fresco invierno que golpeaba ya nuestras puertas. Animados por mis antojos de paseante, los tres nos encontrábamos vagando en el profundo bosque adyacente al palacio, añorando los últimos días cálidos del año cuando Febo se nos adelantó en el camino y, tras perderlo de vista unos segundos, comenzó a aullar con una estremecedora agonía que jamás olvidaré. Irene salió disparada tras él. La encontré más tarde postrándose de rodillas en un claro. Tenía las manos llenas de sangre. Un cepo había apresado una de las patas traseras y el cachorro intentaba escapar con aspavientos bruscos a la vez que inútiles. Cogí una piedra con la vana intención de hacer palanca, pero los lamentos de Febo y los lloros descontrolados de Irene no ayudaron en mi pésima ejecución. El perro terminó por perder la conciencia. Finalmente pude liberarle, aunque me colmé de infinitas magulladuras al tratar de desencajar el cepo. Volvimos prestos al palacio. La pata bailaba al aire y, aunque no quería desestabilizar más los sentimientos suficientemente quebrados de mi hija, era evidente que aquella pata nunca volvería a obrar con normalidad.

El palacio se hallaba a kilómetros del pueblo más cercano y aquellos campesinos ya habrían emigrado hacia otra parte. De igual modo era peligroso abandonar la casa. En nuestro regreso pude percibir varios disparos de cañones quebrando nuestras entecas esperanzas, así que no tuve más remedio que limpiarle yo mismo la herida para luego vendarla. Febo recobró la conciencia un día después, pero, para nuestro pesar, nunca sería el mismo.

Erraba ahora lastimoso, y con la cabeza cabizbaja. Evitaba a toda costa cualquier contacto con nuestra mirada y sus párpados nunca se abrían del todo. Asimismo, deambulaba trabajosamente de un lado para otro, arrastrando la desgraciada pata como cuando Cristo transportaba la pesada cruz. Irene apenas se separó de él. Estaba tan afectada como si hubiera sido ella misma la que casi hubiera perdido la pierna. En una ocasión la sorprendí en su cuarto obligándose a no llorar delante de Febo por temor a que éste se entristeciera. Cuando por cualquier motivo tenía que abandonarlo, Febo gemía desconsolado. El sonido del cascabel resonando en los pasillos le anunciaba su aparición de un instante a otro, por lo que, varias veces, reparé asombrado la manera en que el animal se relamía de júbilo y cómo su cabecita vibraba de excitación. El cascabel, como para mí el sonido de la lluvia golpeando el suelo, nos envolvía en una capa de entusiasmo místico tan solo comprensible a todos aquellos que hemos perdido algo de valor, y que únicamente nos une con la otra vida creando este quimérico juego de recuerdos.

De pleno en el frío invierno, un inesperado y desmesurado sollozo de Irene hizo sobresaltarme de la cama. La cura había sido insuficiente y la gangrena había entumecido toda su extremidad con un color tan negro como el azabache. Encontré el cuerpo sin vida de Febo bajo el roble, echado y con las extremidades tensadas, la boca entreabierta y los ojos lechosos contemplando el vacío.

Lo que sigue a continuación es duro y afanoso de explicar, y aún más de comprender, pues retornamos al estado previo a la llegada de Febo, pero ahora más latoso y sombrío, con nuestras fantasías enterradas a cientos de kilómetros de distancia. El único epicentro esperanzador al que nos habíamos agarrado ya no se encontraba entre nosotros. Los escasos diálogos que apenas antes afloraban espontáneamente, a partir de la marcha de Febo revestían una capa de acero. Sobre su inhumación, poco diré. Excavé un hoyo debajo del roble, allí donde lo encontré dando su último exhalo de aire. Lo hice ya entrada la medianoche una vez Irene se fue a dormir. No quería que ella presenciara el enterramiento; suficiente suplicio había tenido ya con haberse tropezado con su cadáver. Una vez cubierto de tierra, improvisé un sobrio mausoleo al añadirle varias losetas de piedra encima del montículo y un pequeño tiesto con una solitaria flor como pináculo.

La congoja se apoderó de Irene con la misma fuerza de un tornado que tropieza con un bajel en alta mar. La encontraba todos los días rayando el alba, cerca de la tumba de Febo, escrutando cada simple detalle de la sepultura, como si contemplara una belleza rara, mientras agitaba con su dedo índice el cascabel, desganada, emanando melancolía a borbotones. Era habitual sorprenderla hablando al montículo con los ojos vertiendo miles de lágrimas. De esta manera, transcurrió una cruda semana y advertía que, de algún modo, la estaba perdiendo. El color de su cara palideció severamente y los labios se teñían del color violáceo de los muertos. Apenas respondía a mis llamadas, y si lo hacía era girando lentamente su cabeza, como si creyera haber escuchado algo pero no estando seguro de ello.

Contrariado ante la situación que me tocaba combatir y sin poder hallar la fuerza y el coraje suficientes, todos aquellos presentimientos, que en su momento juzgué como estupideces y obra del mismísimo miedo, torcieron hacia un sendero inevitable donde la naturaleza mortal del hombre nada puede hacer para cambiar su destino.

Era uno de aquellos atardeceres en los que la mente me andaba algo distraída. Reparé en mi estudio el sonido de un alma que se apagaba; un último suspiro, un tenue estertor retumbando en mi cabeza. Lancé el libro al aire. Bajé los escalones de dos en dos, con los peores presagios adquiriendo más verosimilitud y nitidez. ¿Era lo que mi cerebro me estaba intentando decir? Nada más salir al exterior, miré hacia la dirección de la tumba de Febo, como si escuchara una anónima voz que me exhortara a hacerlo. Un cuerpo yacía a su lado. Corrí hacia él. Mi boca se desencajó de golpe y la garganta me oprimía desde dentro.

Convendrán conmigo que me es imposible desmenuzar cualquier tipo de sensación y sentimiento por los que experimenté al tener entre mis brazos a mi única hija, en aquél tímido y frío relente soplando a mis espaldas, en el decaimiento del crepúsculo más negro de la última década. Comprobar su pulso solo hizo confirmar mi amargura. Su cara, aquella cara por la que tanto batallé, combinaba rasgos no propios de la ternura de la infancia. Me acojo a mi derecho de intimidad para no pormenorizar todos los elementos que trastocarían incluso a aquellos que dicen no emocionarse con la misma poesía. Hasta el instante de exhalar su último suspiro, Irene padeció en su sendero hacia la otra vida. La inconmensurable amargura y tristeza acabó por detener el bombeo de su corazón. El sonido del cascabel, en ese momento, silbó cacofónico al zarandearla. Ocasionaba en mí el efecto contrario a cuando yo se lo di. Me apuñalaba las vísceras con cada sacudida.

No volverá a sonar más, me dije apesadumbrado. Pero como habrán podido comprobar en el transcurso de esta lectura, una vez más, los designios del destino me guardaban otra súbita y estremecedora sorpresa.

II

Aprisionado me encontraba en mi despacho, de madrugada, el mismo día que perdí para siempre a mi hija. Solo Dios sabe cuántas lágrimas discurrieron sobre mis mejillas. Habría sido imposible determinar la envergadura que azotaba en ese momento a mi corazón. Los ojos me escocían y mi cara estaba gravemente hinchada del suplicio. Sentado, o mejor dicho, abandonado, tirado como un moribundo, envuelto en el humo de una pipa mal apagada, no dejaba de reflexionar sobre todas las desgracias de aquel último año. Mi indiscutible demencia se había interpuesto a la lucidez, hasta tal punto que confundía la realidad con los recuerdos, pues creía sentir la presencia de Layla e Irene acompañándome en mi estudio, como si observaran desde otro plano mi desconsuelo. En aquel estado de desoladora nostalgia, dudé incluso de mí mismo. Mientras seguía extraviándome con vanas reflexiones, sujetaba en mis dedos el cascabel de mi difunta hija. De algún modo me consolaba, aunque su tacto ya no lo percibía con el mismo entusiasmo de antes.

A continuación, empezó todo el suceso que me llevó a mi situación de delirio recalcitrante, por lo que trataré de usar mis mejores palabras para recrear este inexplicable episodio, que, aun así, recuerdo vagamente debido a los efectos del opio que inexorablemente comenzaba a nublar mi vista.

Llovía a un ritmo pausado, casi agónico. Breves relámpagos cegaban el cielo con su luminosidad y negras montañas se mostraban en la lejanía en una fracción de segundo. Intentaba olvidar mi desastroso sino con una lectura ligera que bailaba entre mis dedos. Acariciaba al mismo tiempo la esfera metálica y gris del cascabel, pero sin llegar a producir aquel campaneo que otrora calmaba mi espíritu. Más tarde, a causa de la distracción del mismo sufrimiento y colmado por mis propios recuerdos, caí desmayado, en un estado aletargado pero sin llegar a disfrutar completamente del sueño.

Un estruendo brotó detrás de la accidentada sierra. Su luz alumbró momentáneamente toda la estancia. Abrí los ojos y, sin saber porqué, comencé a temblar. El ambiente se había enrarecido. La lluvia siseaba en los alrededores, y por un momento me estremeció su sonido al estamparse contra las ventanas. Hacía frío. Un solitario candelabro era mi única compañía, y bastante trabajo tenía con alumbrar parte de mi envejecido rostro. De repente, un inesperado escalofrío paralizó mi respiración hasta tal punto de estar convencido de que me ahogaría allí mismo. Mi mano izquierda… sujetaba el cascabel que ahora no tenía. Titubeé angustiado. Quise convencerme a mí mismo de que seguramente lo había soñado y lo habría dejado encima de mi cómoda o en algún otro lugar. Al contemplar el suelo, sin embargo, comprobé que todo era más real y espantoso de lo que imaginé en un principio.

Me recliné en el asiento, agitado, sacudido por una fuerza desconocida. El miedo se apoderó de mis facciones, y mis entrañas se removieron dentro de mi estómago. Aquello… eran charcos de agua lo que se hallaba en el pavimento, justo a mi lado. Me di cuenta al instante de que no estaba solo. Alguien había estado conmigo durante mi desvanecimiento. Mi hipótesis no daba lugar a otro debate. Desesperado, vislumbré que, desde mi posición hasta donde mi vista alcanzaba, se dibujaba un trazo perfectamente rectilíneo de agua que moría en las profundidades de la torre. Mi asombro, aun así, tan solo había comenzado.

Desde las profundidades de la torre, como si llevara derecho al Hades para los griegos, de improvisto, ante mi cara todavía de estupefacción, y sin poder dar crédito a lo que mis ojos acababan de ver, un sonido sobrecogedoramente familiar resonó frágil como lacerante, casi de otra época. Mi imaginación hizo levantarme de mi asiento. Retrocedí unos pasos, consternado, abatido, henchido de pánico y sin querer aceptar el origen de ese metálico susurro incrustado hacía tiempo en mi mente.

«¡Dios Santo! ¡No puede ser!».

Aún me sorprendo al recordar cómo, en aquel instante, todavía la razón, aunque retirada al lugar más inaccesible de mi cerebro, pudo dar una explicación coherente ante tal evidencia de los hechos. Me llamó especialmente la atención el trazo dejado por aquél ser ya que tenía ciertas características singulares. Descarté enseguida la intervención de un ser humano. Las pisadas serían evidentes y no explicarían aquella línea tan perfectamente trazada. Además, su anchura no sobrepasaría los cinco centímetros, por lo que decidí fijar la poca concentración que me restaba en aquel pobre surco. Unos segundos. Tan solo unos escasos segundos me valieron para concebir su posible autor.

Absurdo, de ninguna de las maneras, dije en alto con voz trémula. Pero era imposible negar la realidad. Eran las huellas de un perro, de eso estaba seguro. No dejaba margen a la controversia. Cada una de las patas se veía perfectamente rubricada en el suelo… salvo una. En su lugar, juzgando su trayectoria, aparecía como arrastrada. ¿Estaba seguro de mis razonamientos o todavía seguía sumido en un sueño?

«No es así porque está muerto. ¿No fuiste tú mismo quién lo enterró?».

Sí, ¡eso era cierto! Febo estaba muerto… yo mismo le enterré y le vi como la tierra le engullía. Además, él detestaba la noche, por lo que… ¡Dios santo! ¿Acaso eso tenía sentido? ¿Desde cuándo a los muertos les atemoriza la oscuridad?

El sonido del cascabel finalizó por enredarse con el de la lluvia, hasta que acabé por perder completamente su rastro. Mi primera intuición fue verificar que me hallaba equivocado y eran mis alucinaciones conspirando contra mí. Me acerqué hacia la ventana y centré mi mirada en la dirección donde sepulté a Febo. La lluvia y el desdentado roble entorpecían parcialmente mi propósito aunque, milagrosamente, de entre sus ramas identifiqué su cuerpo. Mis sentidos al menos lo atribuyeron nada más contemplar una figura sombría, de escasa estatura y cuadrúpedo por la manera de caminar; transitando al mismo tiempo con ademán renqueante.

La alteración y la turbación que siguió fue tan descomunal que casi caí fulminado del horror que me produjo reconocer a Febo. No podía… no deseaba dar la razón a mis sentidos. Era ir en contra de la naturaleza y, de ser cierto lo que mis ojos observaban, la ciencia de siglos pasados tendría que replantearse de nuevo. Si bien me hallaba paralizado, solo me quedaba la única y temible opción de ir a comprobarlo por mí mismo.

Descendí con solemnidad, no sin un alto grado de ansiedad. El trazo de agua seguía su curso y moría en la puerta de la entrada, enteramente abierta, donde la lluvia y el barro perdían su pista. Salí al exterior. Permanecí estático unos segundos en el umbral. No es que no notara el salvaje aguacero estrellándose contra mí, sino que para entonces toda mi atención se concentraba en un retirado montículo, a escasos metros de mi posición. Algo me tiró hacia allí, seguramente la curiosidad, pues no era ya dueño de mi cuerpo.

Terminé deteniéndome debajo del roble, contemplando con recelo lo que parecía el montón de tierra, ahora fangoso, derritiéndose como la nieve en el albor de la primavera. Con esmero, incliné la cabeza y mis ojos analizaron cualquier irregularidad. Todo parecía en orden, salvo que la intensa lluvia había removido parte de la tierra, y el tiesto que coroné encima de las losas se hallaba a un metro de mí debido al azote del viento.

Sin dejar de escudriñar la tumba, alargué la mano hasta notar el áspero mango de la pala, que aún seguía clavada a su lado. Sin apenas haber cogido aire, y sin ninguna intención de pestañear, retiré las losas. Luego, empecé a excavar con honda preocupación.

Me permitirán que a estas alturas de narración sea algo inconexo e incongruente con los detalles que siguieron a continuación. Los vacíos que mi mente no logró retener, debido al gran horror que me esperaba, los he ido adjuntando con los testimonios de aquellos soldados que, por error, ahora me acusan y me conducen a la horca.

Seguía con mi cometido, extrayendo el fango que discurría sobre mis codos y se mezclaba con mi ropaje. Mientras tanto, cavilaba con una rapidez asombrosa. Pensaba en cómo actuar en el caso de que mis sospechas fueran ciertas. El ruido que producía la intensa lluvia me agujereaba los tímpanos.

El sonido de la pólvora, y el fulgor que le acompañó instantes después, rasgaron el oscuro firmamento. Los destellos provenían del oeste, de la maldita costa. ¡Se estaban acercando! La guerra se estaba recrudeciendo y, sin embargo, mi máxima preocupación se hallaba bajo mis pies. ¡Así de inusual es la naturaleza humana!

Una voz acabó por transgredir toda aquella orquesta heterogénea de sonidos. De la misma espesa oscuridad, emergieron tres siluetas igual de sombrías que la ausente luna. Eran tres hombres. Uno de ellos no cesaba de lamentarse en voz alta e intercambiaba gritos de calvario con otros de maldición. Los dos restantes le sujetaban a los lados, y el que parecía el líder del grupo, pues su uniforme, aunque abarrotado de manchas, era de una textura suntuosa, con varios galones danzando en el pecho, intentaba en vano consolarlo con fútiles palabras. Yo, por otro lado, seguía inmiscuido en mi tarea por exhumar el cadáver de Febo. La idea de toparme con el cascabel no dejaba de atormentarme.

No reparé en sus preguntas. El líder de los tres se dirigió hacia mí, pero al advertir que en mis ojos habían desaparecido el brillo humano, le embargó la desconfianza. Por de pronto, descendieron el cuerpo del herido debajo de un árbol. De igual modo procedieron con sus fusiles que llevaban colgados en los hombros. El malherido no cesó de palparse la pierna derecha, empapada tanto de su propia sangre como de la propia lluvia. Gemía afligido; invocando a la propia muerte. Sus camaradas le observaban con impotencia. Antes de que pudieran hacer algo más por él, el moribundo perdió el conocimiento.

Aquellos hombres habían sido atraídos por la luz débil y temblorosa del candelabro que emanaba de mi despacho; luchando afanosamente por no extinguirse a causa de las fuertes ráfagas que, al mismo tiempo, les impedían incluso mantener una conversación natural sin verse apocados a la desesperación. Si no hubiera sido por aquel candelabro, seguramente aún seguirían errando por el bosque con su compañero a cuestas y al borde de morir todos bajo el fuerte aguacero. Y yo, seguramente, no tendría que morir mañana.

El segundo soldado, mucho más joven que el primero, ahogó inesperadamente un grito de sorpresa cuando examinó el alféizar de la torre, una vez recuperado del cansancio. Su superior reconoció la voz de inmediato, no sin algo de fortuna, y velozmente buscó su mirada. Para cuando fijó su atención en él, el soldado ya señalaba la ventana. Extrañado, el oficial se cubrió parte de la cara con el brazo, con la intención de contemplar mejor aquello que indicaba su subalterno. Identificó dos siluetas difuminadas por la lluvia, distantes y espantosamente hieráticas como estatuas románicas, y que al parecer les estaban mirando. Una de ellas tenía forma de mujer, claramente sus caderas la delataban. La otra era de estatura más corta, con toda probabilidad se trataría de una niña, a juzgar por su larga cabellera que discurría sobre sus hombros. Las dos sombras estaban cogidas de la mano. La efigie de forma adulta, al advertir que les estaban mirando, hizo señas con la mano que tenía libre.

—Quiere que vayamos —dijo el soldado de menor rango.

La expresividad se borró tácitamente de la boca del general. El frío lacerante en el ambiente y la tromba de agua que le hacía sentirse más pesado, le permitió disimular su reciente temblequeo. Sentía miedo. Algo le decía en su interior que aquella especie de sombras chinas que le miraban descaradamente, no eran usuales. Y si algo se vanagloriaba en toda su dilata trayectoria castrense era que siempre acertaba en sus intuiciones.

—Mi general, por Dios, dígame algo —dijo de nuevo el mismo soldado—. La herida es profunda. Déjeme pedir ayuda.

El general asintió vacilante y el joven soldado se marchó de inmediato en dirección a las puertas del palacio, lo más rápido que le fue posible. El propósito del general habría sido no apartar la vista de aquellas dos siluetas que le hipnotizaban, de no ser que mi alarido, silenciando la misma brusquedad de la tormenta, le obligó a darse la vuelta.

Había perdido todo atisbo de humanidad, de la poca que aún conservaba en mí. Con asombrosa exactitud, el general ratificó al juez la manera en que alzaba los restos del perro, dispersando pequeñas y endebles cantidades de carne al agitar bruscamente su cadáver en el aire.

—¡El cascabel! —dijo él que repetía una y otra vez—. ¡El cascabel!

Casi al mismo tiempo, el subordinado reapareció en la lejanía, vociferando palabras ininteligibles poco después de mi insólita queja por el macabro hallazgo que había hecho. Venía desbocado hacia nosotros, totalmente fuera de control, con los ojos abiertos de par en par y arrancándose desesperadamente los pelos. De la misma inquietud y ansiedad, cayó en el suelo fangoso hasta en tres ocasiones, cada cual más patética que la anterior.

—¡Arréstelo, mi general, arréstelo! ¡Los cuerpos, los cuerpos!

Entonces, como una nana que canta la madre a su hijo y éste lo intenta retener bajo su dominio, pero finalmente termina por sucumbir a los últimos acordes que le hacen olvidar completamente de su corta existencia, ahí, en aquél instante, hundí mis rodillas en un lodo cínicamente frío, ocultando un rostro descompuesto entre mis sucias manos, pesaroso, reflexionando sobre todo aquello que habían engendrado en el último año. Las lágrimas que derroché al viento diferían a las límpidas y puras gotas de la lluvia resbalándose sobre mi espalda, con el mismo tacto y afabilidad que el día de la muerte de Layla.

Sobrado amargas, atezadas por el otro que se esconde en el subsuelo.

Cañones. Fuego. Gritos. Desesperación. Muerte.

De tanto quereros, os dejé de amar, dije, según ellos, antes de pretender arrebatarme la vida con uno de sus fusiles.

 

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Borja Moya Castillo es un autor residente en la ciudad de Barcelona.

Contactar con el autor: bmoyacastillo[at]gmail [dot] com

🖼️ Ilustración relato: Montaje digital por Isella Carrera Lamadrid © (de su exposición en Revista Almiar).

 

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