✍️ relato

 

E

xisten personas que sólo pueden amar una vez. O mejor dicho, sólo querrán a una persona exclusivamente por el resto de su vida. Son incapaces de renunciar a semejante sentimiento, aun cuando no sea correspondido en absoluto. El amor se arraiga con firmeza en la profundidad del alma sombría de tales personas.

A primera vista este tipo de efecto podría ser catalogado como una obsesión que aprisiona al desventurado que la padece; pudiéramos decir que es yugo del cual les es imposible liberarse. Las personas que sufren este fenómeno psicológico suelen llevar una lastimosa carga de infelicidad a cuestas, resguardada bajo el manto de la discreción. Pero también se debe considerar que, hoy en día, el propio amor, en sí mismo, es una especie de obsesión como tal; sublimada, por supuesto, en el devenir social y normalizado. Es, por tanto, políticamente correcta dentro de ciertos parámetros relativos a la cultura. En términos de salud mental, nadie pone en tela de juicio la fidelidad procedente del amor, siempre y cuando no llegue a tomar un cariz de fanatismo.

Hablo de mi caso. Me llamo Sebastián. Apellidos sobran en esta historia, ya creo haber entredicho la razón. La mujer de la cual estoy enamorado sin remedio, desde hace muchos años, es la inolvidable Rut. Una chica que decidió ir en busca de aventuras, llevando consigo un dolor parecido al que experimenta cualquier emigrante tras abandonar su patria. Me refiero a un lugar atestado de pobreza, corrupción política, enfermedades, menoscabado por la degeneración y falta de coherencia moral. Allí es donde permanecí durante casi toda mi vida, seguro de sobrevivir porque conozco la mecánica de la inmundicia social donde suelo desempeñarme con éxito; la que me permite llevarme bien con los malvados. Pero Rut era todo lo contrario a la decadencia heterodoxa donde surgió como una flor de loto en el pantano más hediondo. Precisamente por eso la quería. Rut tomó la decisión de abandonar este ambiente deplorable, muy a pesar de su familia, porque estaba completamente segura que este mundo, sí, este mundo, no se ajustaba a la moldura de su dignidad. Hablo del planeta Tierra. Una tierra que sería de todos y que ahora controlan las mafias estatales. Bueno, eso es otro tema que no me molestaré en dilucidar. Por ahora centrémonos en Rut, ya que me es inevitable hacer lo opuesto.

Rut se fue para no volver. Porque los que se marchan de este planetilla primigenio no regresan jamás, es un viaje que no amerita retorno. Nadie los vuelve a ver. Pero sabemos de ellos a través de la correspondencia clandestina que nos llega de las naves interestelares que trasportan incautos de una colonia a otra. Al ser abandonado por Rut me he quedado sin motivos auténticos para existir. Pero vivo, muy a mi pesar, en la más desvergonzada de las comodidades que confiere la riqueza. Mi existencia, sin Rut, es un total despropósito bien asfaltado. Lástima que ella no lo sepa, ahora. Aunque conociéndola como lo hice, de saberlo, bien pudiera no importarle. Como todas las mujeres ambiciosas que se le parecen. Se marchan a otro planeta colonizado, buscan pareja nativa y se casan, con el fin de obtener la nueva ciudadanía para que no las repatríen a sistemas más calamitosos que la propia Tierra. Ah, la Tierra, con ese nudo de chatarra cósmica que orbita alrededor de su atmósfera, ya no es atractiva para nadie, salvo como refugio de los olvidados por el tiempo.

Cuando Rut y yo permanecíamos juntos (cosa que duró muy poco), a escasos meses de su dolosa partida, en lo único que congeniamos sin tener que reñirnos tanto era el cultivo de algunas flores. Yo tenía un invernadero en mi penthouse, donde albergo diferentes especies; algunas de ellas de gran valor comercial y científico debido a su rareza. El jardín privado enloquecía a mi amada; los ardientes brillos de las flores, el aroma dulce que evanesce de su frágil existencia, la disposición ornamental y esa frescura del clima artificial, eran una liberación para Rut, pues la hacía sentir fuera de este mundo. En cada visita que ella hacía a mi pequeño paraíso vegetal, aprovechaba para obsequiarle algún fresco de tulipán, rosas, claveles… lo que estuviera a disposición. Flores que pudiesen engalanar sus vestidos, sombreros, o que sostuviera en su mano cuando posaba para un retrato. Era muy vanidosa. Me agradaba reforzar ese rasgo de personalidad, pues con las flores intentaba sobornar su corazón para que me proporcionara las llaves que me abrieran sus piernas. Las flores eran como reliquias de épocas mejores en por aquellos días del futuro.

Rut fraguó su partida en secreto. No quería que me enterase, porque sabía muy bien que me opondría a ello con todas mis fuerzas. Y que hasta podría hacer cualquier cosa que estuviera a mi alcance para evitar un alejamiento perpetuo. En cierta forma, planificó muy bien su eventual fuga. Al escapar de mí lo hacía, desde luego, del mundo.

Así, me jugó una cruenta despedida. Un adiós cortante que terminaría con cualquier clase de esperanza de poseerla. Aquella mañana, recuerdo, me envió un mensaje electrónico donde pedía encarecidamente que le llevara, en persona, un perfumado ramo de flores frescas a su apartamento. Sin duda algo extraordinario, pues nunca me había invitado desde que nos conocimos. ¡Eso fue lo que, precisamente, me despistó por completo y no me hizo sospechar nada! Alborozado por la noticia, con rapidez me preparé para ir a la cita, sin meditar en propósito alguno. Obedecía a ciegas, con entusiasmo, pensando que alguien me pudiera robar esta oportunidad. Entonces, tomé las flores más bellas que pude seleccionar del invernadero, arropé sus tallos afilados con espinas en papel traslúcido de colores, y me dirigí sin titubeos a su domicilio. En el lobby del edificio Rut me dejo una nota ¡escrita a mano! Un detalle formal que indicaba gran relevancia y seriedad. En ella me explicó el motivo de su partida que ya describí. «¿Pero a qué se debía entonces esta burla?», me dije con el corazón bombeando sangre de hirviente despecho. En ninguna línea de aquella estúpida nota, explicaba la razón de semejante crueldad. Rut sabía que la amaba, aunque jamás se lo declaré.

Al regresar al penthouse la cabeza se me deshizo en cientos de conjeturas. Quizá fue parte del castigo que me tenía preparado Rut. Sin duda algo de mi maldad le trasmití en ese corto tiempo que pasamos juntos. «Esto no se quedaría de este tamaño», me propuse. Volví al leer la nota y me enteré, por la fecha, que había sido escrita hacía dos días.

Intenté olvidar a Rut durante unos tres meses. Pero, como se deducirá, me fue imposible. Sabía de antemano que su felicidad nunca fue de mi incumbencia. Sólo las malditas flores del invernadero, que ya no le importarían, me quedaban como un ambiguo recuerdo de su alegría.

La intuición supo revelarme cierta paz clarividente en mi vida; pero antes de llegar a ese estado, debía cumplir una misión especial e incierta que me propuse a partir de aquel instante de abandono.

Gracias al ejercicio de mis malas artes pude descubrir el paradero de Rut, la mujer amorosamente indiferente, pero que tanto necesitaba. Estaría radicando en Patmos, un mundo al otro extremo de la galaxia. No dudé por un momento en ir en su busca, con el ramo de flores que apretujaba entre los dedos hinchados de dolor. A mis espaldas el invernadero ardía en un muro de llamas abrasadoras. Luego de abandonar mi penthouse, parado en un callejón no muy lejano, escuché el sonido de sirenas persiguiendo el rastro del humo. Miré el cielo, pensativo, que alojaba enormes constelaciones plagadas de estrellas. Comprendí, como nunca antes en mi vida, lo que significa la luz del recuerdo que ilumina un devenir inédito, tras una enorme cortina oscura, que impide la providencia de tus sueños.

 

Tomé la nave interestelar que hacía ruta con Patmos. Viajé en primera clase junto al ramo de flores que gozaba de una frescura invicta, pues la fortaleza genética de sus especies se resistía a marchitarse. No habría paz en mi corazón hasta que me reencontrara con Rut, para entregarle el encargo que me pidió, falsamente, y así devolverle su venganza.

La nave atravesó el agujero de gusano artificial que nos llevaría a Patmos. El salto consistió en ingresar a un espacio atemporal, cilíndrico y centellante que recorreríamos casi en una eternidad. Sentado cómodamente, me las pasé recordando a Rut, planeando cómo encararla entre uno que otro trago hasta que, sin saberlo, me quedé dormido.

Al final del trayecto, la nave interestelar salió del espacio cilíndrico atemporal llegando al borde opuesto de la Vía Láctea. Mientras me afeitaba en mi camarote, el aroma de las flores me hacía sentir que, la lejanía que saltamos, era algo vago y puramente ilusorio. Terminé mis preparativos para el desembarco. Patmos era un planeta hermoso, con ciudades que brillaban con fulgurante color dorado, de prosperidad y riqueza. Sus plazas y peatonales levitaban esplendorosas sobre el follaje de una jungla retorcida, como rizos cromáticos de tonalidades verdosas. Caminé por ellos en la dirección que me suministraron los informantes que contraté para espiar a Rut. Pude notar que muchos transeúntes fijaban su vista en el ramo de flores, sin tomar en cuenta el fino y exótico traje que traía puesto.

El camino me llevó hasta un mausoleo edificado en la copa de un árbol gigante. Al entrar creí que me quedaría enterrado en un laberinto de innumerables criptas. Tras media hora de paciente búsqueda logré dar con mi destino. La tumba tenía una hermosa lápida con letras de plata y elegante chimenea de titanio donde salían llamas de tono naranja. «Te encontré», dije con voz resquebrajada. «Sabía que te descubriría en un lugar así». Por la fecha grabada en la tumba calculé que Rut debía de tener, al menos, mil años (tiempo de Patmos) de fallecida. La eternidad en el cilindro atemporal no fue en vano. Ella había dejado de existir, supuse, desde que corrí aquel día con el ramo de flores a su apartamento. Yo dejé de existir, para Rut, desde que puso un pie en este planeta, que yo odiaba en cada respiro. Aquí estaba con las flores que la persiguieron en mis manos. Las coloqué en una maceta contigua a su tumba. Me sorprendió mucho que su perfume fuera más penetrante en aquel lugar. Ya no valía la pena volver a la Tierra, porque el mundo que dejé atrás había dejado de existir.

Luego de unos años de morar en ese odiado planeta, soportando su bienestar utópico que me hacía imaginar la felicidad vivida por Rut, y contra toda lógica, zanjé, sin resquemor, retornar a la Tierra. Tomé una nave interestelar. Durante el trayecto que se genera en el cilindro atemporal, decidí, finalmente, suicidarme. Cuando la nave llegó a mi planeta hogar, la tripulación me reportó como desaparecido, ya que no encontraron rastro alguno de mi cuerpo. Nadie nunca volvió a tener noticias mías: el terrícola que se atrevió a regresar a su planeta. Salvo por esta carta descubierta que se filtró en la clandestinidad, junto a muchas otras que trajo la nave interestelar. Con el correr de los siglos mi caso se volvió anecdótico, después, legendario. Algunos viajeros del espacio-tiempo solían bromear diciendo que me había quedado colgado fuera del tiempo, para pensar en el aroma de aquellas frescas rosas del pasado. Si esta carta todavía existe, es porque debió ser entregada a un sujeto cuyo nombre era, precisamente, «Sebastián». La carta estaba escrita a mano, por una persona cuya existencia es lógicamente imposible.

 

relato David R. Morán

 

David R. Morán (1976). Escritor hondureño graduado en Psicología por la UNAH. Actualmente dedicado al quehacer literario. Ha publicado en la revista electrónica Groenlandia los poemarios La Conspiración de la Sirena (2008) y La Guerra Ajena (2013). También escribió, junto al poeta español Luís Amézaga, la obra Reloj de Arena (lulú, 2012), un dietario anecdótico y reflexivo en forma epistolar. Recientemente auto-publicó su primera novela El Artificio de la Realidad (Bubok, 2014). Reside en Tegucigalpa, ciudad donde nació.

Contactar con el autor: davidmoran7[at]gmail [.] com

🖼️ Ilustración relato: Thom-and-amsertdam mango concept-art, By David Revoy /
Blender Foundation (Own work) [licenses/by/3.0)], via Wikimedia Commons.

 

relato David R. Morán

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