relato por
David Garrido Navarro

 

H

ace calor esta mañana; iba a ponerme esos leggins de licra que compré de rebajas la semana pasada pero creo que finalmente me voy a decantar por la falda de cuadros escoceses. Umm, aunque no lo tengo muy claro… Leggins de licra muy muy ajustados o falda por encima de las rodillas. Con los primeros, una parece desnuda ante las miradas de los hombres, que revolotean como moscas golosas para posarse en la parte del pastel que consideran más suculenta, que en leggins suele ser mi culo. Me lo miro en el espejo de cuerpo entero que hay en mi cuarto. Llevo puesto solo el tanga y giro hacia un lado y hacia el otro mientras lo observo detenidamente. Es cierto lo que dicen mis amigas, tengo un culo muy bonito. Es lo suficientemente grande como para rellenar por completo cualquier pantalón, pero no lo es tanto como para sucumbir al efecto de la gravedad. No, más bien al contrario, mi culo la desafía con insolencia manteniéndose erguido a pesar de saberse bajo su influencia. Sí, tengo un culo muy bonito, capaz de endurecerse como una roca o de temblar como un flan según las circunstancias requieran. Sí, tengo un culo realmente bonito. Y luego están mis piernas… Ufff, con ellas no lo tengo tan claro. Bueno, sí, algo sí tengo claro: son largas, rectas y tirando a delgadas, pero según el día me parecen o bien una de mis mayores virtudes o bien uno de mis peores defectos. Así que decido mostrarlas o esconderlas dependiendo de cómo me levante esa mañana. No, con mis piernas aún no lo tengo claro del todo. No son feas, pero tampoco son nada del otro jueves. Quizá si ganase unos cuantos kilos más se me verían mejor torneadas… Pero entonces, ¿que pasaría con mi culo? ¿La gravedad lo derrotaría? Vuelvo a mirarme el culo y pienso que en conjunto mi cuerpo tiene sentido, que cualquiera que me viese desnuda entendería mi diseño porque mis piernas explican mi trasero y mi trasero define mis piernas y juntos forman un todo hermoso. Así que está bien así. Después mi mirada sube hasta mis pechos. Me gustan mis pechos. Son pequeños, sí, pero están en su sitio y su forma posee una obscenidad delicada y natural que me gusta insinuar: fluyen de mi cuerpo como dos grandes gotas de agua derramada que caen en paralelo por mi escote a la espera de ser rebañadas, cada una de ellas coronada por un pezón de gominola tan sonrosado y tan carnoso que hasta a mí me dan ganas de morder, aunque mis labios no los alcanzan. Pero mis manos sí, como ahora, y me gusta hacerlo, me gusta manosearme las tetas y sentir como los pezones comienzan a apuntar hacia el cielo y se ponen duros como gomas de borrar. Es cierto, ahora se llevan las tetas mucho más grandes, nada delicadas y menos aún naturales, pero a mí me da lo mismo, a mí me gustan las mías porque son mías y porque tienen el tamaño justo en proporción con el resto de mi cuerpo. Y aunque puede que sean algo pequeñas, son mucho más arrogantes y descaradas que cualquiera de esos enormes trozos de neumáticos que se injertan algunas debajo de sus barbillas.

Miro la cama. Sobre ella, extendidos están los leggins y la falda. La falda es otra cosa. Al contrario que con los leggins, con esa falda pareces vestida pero en realidad caminas desnuda y eso me gusta tanto o más, especialmente en verano. Me gusta sentir el aire acariciándome las piernas, subiendo por mis pantorrillas y el contacto de mi propia piel cuando me siento en un banco y las cruzo, la una sobre la otra. También, he de reconocerlo, me gusta descubrir a babosos mirando de reojo por encima de mis rodillas, en el metro por ejemplo, intentando sin éxito verme las bragas con disimulo infantil. Muchas veces he estado tentada de abrir las piernas solo para enseñarles desde la distancia un poco de lo que se pierden, un poco de lo que jamás podrán tener, para que lo retengan en su mente si pueden y sueñen con ello esa noche y, de esa forma, puede que hasta follen con sus mujeres o sus novias como si las quisieran de verdad, en el caso de que las tuvieran. Pero no lo hago ya que, en el caso de que las tuvieran, sería una crueldad por mi parte para con sus mujeres y sus novias, porque sé que en realidad no las quieren, porque sé que en realidad en ese momento es a mí a quien querrían, pero como no me tienen, tienen que conformarse con ellas. Y por eso no lo hago, aunque he de reconocer que me excita mucho el pensarlo.

Finalmente me he decidido por los leggins ajustados. Sí, es lo mejor, sobre todo por Jorge, que padece mucho cada vez que me pongo falda, en especial si esta es tirando a corta. Él no me dice nada, pero se le nota que sufre cada vez que me siento o me levanto, o que cruzo las piernas. Es un chico tradicional, como todos, de los que les gustan las minifaldas puestas en todas las chicas menos en la suya. Yo lo quiero mucho, aunque a veces es un poco tostón. Bueno, hoy, por él, luciré el culo y esconderé las piernas. Además yo se que a él le gusta más mi culo que mis piernas. Me lo tiene dicho y redicho: el culo es la parte que más le gusta de mi cuerpo. La verdad es que es un buen novio, no debería quejarme de él. Es guapo, atento, comprensivo, detallista y además está bien colocado: trabaja en un banco. El sueño de cualquier suegra que se precie, vamos. Quién me lo iba a decir: ya llevamos un año. Cualquier día de estos me pide que me vaya a vivir con él a su apartamento. Cuando lo haga le diré que sí, sin duda. No sé si es mi príncipe azul pero desde luego se le asemeja bastante. Le daré una oportunidad, se la merece. Nos la daremos los dos.

He quedado con él en la cafetería que hay debajo de su oficina. Luego cogeremos el 71 que nos dejará en el centro. Yo preferiría ir en su audi, pero él cree que en fallas lo mejor es olvidarse del coche y usar el transporte público, porque la ciudad entera está colapsada y es imposible encontrar aparcamiento. En fin, que hoy nos dedicaremos a andar entre la multitud, oliendo a pólvora, fotografiando muñecos de cartón y comiendo buñuelos con chocolate hasta que mis pies digan basta. Y eso que a mí las fallas no me gustan mucho, pero él se ha empeñado en ver la mascletá juntos y luego pasear por la ciudad como un par de novios de verdad, de los que parecen ir muy en serio. Y yo, claro, no me he podido negar.

Ya estoy vestida, peinada y maquillada. Llevo los zapatos que me regaló en mi vigésimo sexto cumpleaños. No son lo más adecuado si has de caminar mucho, el tacón es considerable, pero bueno, hoy quiero estar especialmente guapa para él, y también para mí. Reviso el bolso, me despido de mi compañera de piso y salgo por la puerta. Antes de llegar al ascensor me cruzo con el «mascachapas» de mi vecino, que camina por el pasillo del patio enfundado en su chándal de siempre y arrastrando, con la correa del cuello, a un cachorro de bulldog francés que se acaba de comprar. Nos saludamos y al pasar de largo noto como me desnuda con la mirada. «Babea, babea, niñato hortera —pienso—, graba mi culo en tu disco duro y luego corre a casa a cascarte una paja». Y después me meto en el ascensor y desaparezco de su vista. No sé porqué pero me resulta divertido ponérsela dura tíos que me son del todo repugnantes, y cuanto más me repugnan más me divierte hacerlo.

El camino hasta la cafetería donde he quedado con Jorge transcurre entre ríos de gente que deambulan deprisa en direcciones opuestas y a diferentes velocidades, como corrientes que chocan y se diluyen, mezclándose y desapareciendo para reaparecer unos metros mas adelante en la misma dirección y a la misma velocidad de antes. Y yo soy parte de una de esas corrientes, que ahora cruza por un paso de cebra esquivando otra que se me viene encima. Pero aunque a veces se rocen, las corrientes solo se tocan cuando ocurre un accidente, cosa poco habitual a pesar del escaso espacio, y los ríos siempre continúan fluyendo, de forma irregular pero inalterable.

Llego a la cafetería y antes de entrar lo veo sentado en una mesa junto a un enorme ventanal que da a la misma calle por donde yo vengo caminando. Golpeo con los nudillos la ventana, él levanta la mirada y nada mas verme sonríe y me hace gestos con las manos para que entre. Y entro.

Se está tomando un café y yo pido un poleo. Hablamos, bueno él es quien habla, yo más bien le escucho. Me cuenta cosas sobre su trabajo, sobre su jefe y sus compañeros. A mí me aburre bastante y no puedo evitar que mi mente escape a otro lugar. Miro a la gente que hay en el local, observo su ropa, sus gestos, la manera en la que andan o se sientan; y una vez sentados los observo cómo se retuercen en sus taburetes mientras ríen y dialogan con el de enfrente. Mientras tanto, Jorge me cuenta algo sobre un compañero que parece ser muy mala persona y que se la tiene jurada. Aunque no sé si es él a su compañero o su compañero a él. O puede que ambos se la tengan jurada el uno al otro, porque esos sentimientos suelen ser recíprocos. Yo no dejo de mirar disimuladamente a uno de los camareros que sirve las mesas. Es guapo. No, más que eso: está buenísimo. De repente me lo imagino follándome en el servicio de esa misma cafetería y noto como todo empieza a hervirme por dentro:

—¿Y bien, qué dices?

—¿Cómo?

—Lo sé, lo sé, quizá sea muy pronto y yo no quiero agobiarte… En fin, solo quería que supieras que a mí me parecería bien y que, en fin, tampoco significaría nada… Bueno, ya me entiendes… No es más que probar a ver qué pasa… En vez de compartir piso con ese «par de estúpidas», como tú las llamas, lo compartirías con un idiota… Nada más… Y si la cosa no sale pues siempre podemos volver a como estamos ahora y, bueno…

—Me parece bien…

—¿Cómo?

—Que sí, que me parece bien.

—¿En serio?

—Pues claro, sería perfecto…

Jorge sonríe y me mira a los ojos. A continuación ambos nos inclinamos hacia delante apoyando los codos sobre la mesa y nos besamos con suavidad.

—¡Camarero! —Jorge llama al camarero y el camarero acude al instante. Su presencia tan cerca me ruboriza como a una colegiala.

—Cóbrate un café y un poleo…

—Son dos con ochenta…

—Toma, quédate con el cambio…

—Es un billete de cinco…

—Lo sé, lo sé… Es que estamos de celebración…

—Vaya, pues muchas gracias… Y felicidades…

El camarero se marcha y nosotros salimos de la cafetería agarrados de la mano. «Estamos de celebración», aunque, según él, «tampoco significaba nada». No lo entiendo. O quizá lo entiendo demasiado. Pero ahora prefiero no pensar, así que pongo la mente en blanco y me dejo llevar por la corriente, una corriente que me arrastra por entre las calles de esta ciudad como a un tronco muerto. De repente la corriente se detiene junto a una parada de autobús. Jorge comenta algo pero yo, aunque le oigo, no acierto a descifrar lo que dice. La parada está atestada de gente y su voz se mezcla con las demás voces conformando un murmullo mareante e ininteligible. Detrás de mí hay un par de hindúes vestidos de forma extraña y hablando la lengua más rara del mundo. Los miro de reojo mientras Jorge me dice algo al oído. Yo sigo sin entenderlo. Y llega nuestro autobús. Él, al verlo llegar, se pone de puntillas y exclama «sí, éste es, éste es». Y cuando el autobús se detiene, la corriente me empuja hacia delante aplastándome contra la entrada. Entonces, como si de una presa se tratara, el conductor abre las compuertas y el chorro de gente fluye a su interior. Yo miro hacia atrás al subir al vehículo y me doy cuenta de que Jorge no está, se ha descolgado. Lo busco con la mirada y enseguida lo encuentro haciéndome señas desde abajo para que suba. Pago mi billete y me introduzco zigzagueando entre las gente hasta donde puedo. El autobús está lleno, no cabe ni un alfiler. Nos apiñamos todos como sardinas para dejar espacio a los que quedan por subir, que todavía son muchos. Por un momento tengo miedo de que el conductor diga que no hay sitio y arranque dejando a Jorge en tierra. Pero no, entre las cabezas de la gente lo veo subir. Ahora está pagando el billete. Es entonces cuando el autobusero hace señas a los que quedan en la parada de que ya no hay más sitio. Cierra las puertas y se pone en marcha. Jorge, que ha entrado el último, se agarra a una de las barras de las puertas para no caerse y comienza a buscarme entre la multitud. Yo estoy sujetada del pasamano con la mano derecha, así que hago un esfuerzo para sacar la izquierda y hacer gestos para que me vea, pero estamos demasiado apretados y la oronda mujer que tengo delante no se mueve, de modo que no puedo sacar la otra mano. De repente me doy cuenta de que no necesito agarrarme a nada, estamos tan aprisionados ahí dentro que es imposible caerse al suelo. Me suelto y comienzo a agitar el brazo. Cuando Jorge me ve, sonríe y me manda un beso. Supongo que yo también le sonrío. Y luego me vuelvo a agarrar al pasamano. La mezcla de olores aquí dentro es asfixiante. Perfumes, desodorantes y hedores de todo tipo se funden, se solapan y se alternan para, finalmente, condensarse sobre nuestras cabezas en una extraña neblina que vicia el aire hasta volverlo casi irrespirable. Creo que me estoy mareando y el traqueteo del autobús cada vez que éste se detiene o que reanuda la marcha no ayuda en absoluto. Miro a Jorge y resoplo. Él hace un gesto de agobio y me sonríe de nuevo. A mí me parece verlo ahora mucho más lejos que antes, como al final de un largo túnel, casi al otro lado del mundo. El autobús arranca para salir de un semáforo que acaba de ponerse en verde y de repente siento como algo roza mi culo. Enseguida noto a través de mis leggins como ese algo comienza a crecer de tamaño. Sí, no hay duda de que tengo a un hombre detrás de mí, y debe de llevar chándal o algo parecido porque noto perfectamente lo dura que se le está poniendo con el refriegue que provoca tanto vaivén en tan escaso espacio. Pero es que encima el tío para nada intenta evitarlo. Todo lo contrario, no deja de restregársela contra mí aprovechando los zarandeos del vehículo, y cada vez de forma más obscena. Creo que debería girarme y decirle algo porque se está pasando de la raya. Intento apartarme un poco pero es imposible, la gorda de delante no cede y ya siento la polla del de detrás hurgándome con descaro entre las piernas como el hocico de un perro goloso. Pero no hago ni digo nada, solo me quedo quieta y cuando el autobús frena de repente, yo noto cómo me embiste al tiempo que me agarro con fuerza del pasamano. Está dura como una piedra y a mí me parece enorme a través de mis leggins de licra. Debería hacer algo, sí, esto se está calentando mucho y debería hacer algo al respecto. En ese instante, el autobús vuelve a ponerse en marcha y yo miro a Jorge y le sonrío. Él me devuelve la mirada y me sonríe también. Entonces me rindo al de detrás y, abriendo todo lo que puedo las piernas, se la busco con mi culo disimuladamente hasta encontrársela y colocarla justo debajo de mí, aprisionada entre mis muslos. Enseguida la noto moverse, como un animal hambriento, sediento, enorme entre mis piernas de barro. Y yo me siento sucia mientras se propaga el incendio en mi interior, y ese incendio hace que empiece a derretirme por fuera arrastrada por la corriente. Y el animal se restriega una y otra vez sin ningún tipo de decoro o respeto ya hacia mí, aprovechando cada vaivén, cada frenazo, cada puesta en marcha. Y al mismo tiempo noto un cuerpo cada vez más cerca del mío, con su aliento casi en mi nuca. Entonces pongo el culo todo lo duro que puedo y cuando se la aprisiono con fuerza entre mis piernas le oigo carraspear. Y ese carraspeo pone mi culo de nuevo a temblar como un flan. Echo una mirada a Jorge y éste me manda un beso desde el otro lado del mundo. Yo le sonrío en la lejanía. En ese instante, el de detrás de mí reacciona y sabiendo que mi novio me está mirando, aprovecha otro frenazo para aplastarse varias veces contra mí con vehemencia. Yo aprieto los dientes con fuerza y durante unos segundos cierro los ojos. Luego los abro y miro a mi alrededor. Rostros inexpresivos, ojos vacíos, cuerpos inertes plegados dentro de sí mismos, balancean sus cabezas con el traqueteo del vehículo como figuras apoyadas en el salpicadero de un coche, ajenas a todo lo que les rodea. Es entonces cuando veo a Jorge haciéndome señas desde el fondo de que debemos bajarnos en la siguiente parada. Yo resoplo, asiento con la cabeza y me aparto el flequillo con la mano derecha. A continuación la sumerjo de nuevo entre la multitud y acaricio la pierna del de detrás, apretándola hacia mí suavemente. Él carraspea otra vez y a mí me gustaría que no se fuera nunca. Pero cuando el autobús se detiene, él se aparta y se va. En realidad todos nos apartamos de todos y nos vamos, volviendo a coger cada uno su corriente entre la muchedumbre que abarrota las calles.

Cuando bajo del vehículo, Jorge me está esperando en la parada:

—Cuanta gente había, madre de dios que agobio —me dice mientras me rodea de la cintura con su brazo.

—Y que lo digas, casi me ahogo ahí dentro…

—Bueno, ya está… Al volver pillaremos un taxi…

—Sí, creo que será lo mejor…

Caminamos muy juntos por una estrecha calle cortada al tráfico y al girar una esquina nos encontramos con un viejo violinista que toca una alegre melodía de aire balcánico.

—Oye, que lo que te dije antes —Jorge  se  para  y  me  mira  a  los ojos—, lo de irte a vivir conmigo… Que si no quieres o te parece muy pronto, lo entiendo, eh… Tampoco quiero que pienses que…

—Yo no pienso nada, Jorge… Anda, dale algo suelto a ese violinista, me gusta lo que está tocando…

Jorge se rebusca en los bolsillos y saca una moneda de euro. Pero antes de que la eche en la funda del violín, yo le recrimino:

—¿Solo vas a darle un euro? Pensaba que estábamos de celebración…

Jorge me sonríe y vuelve a rebuscarse los bolsillos. Luego, tras sacar otro euro, se acerca al violinista y deja caer las dos monedas en la funda abierta que hay a sus pies. Yo lo sigo con la mirada y entonces me doy cuenta de que aún continúa estando lejos, muy lejos, como al otro lado del mundo.

 

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@ Contactar con el autor: davidwatts [at] hotmail [dot] es

Ilustración relato: Foto (detalle) por Marta Wave (en Pexels)

 

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