artículo por
Manuel Tirado Guevara

E

l verano empieza a acariciarnos con su mano de fuego. Es mediodía y un sol de justicia tiraniza las calles de una ciudad del sur solitaria y silenciosa como un cementerio olvidado hasta por la muerte. El termómetro parece haberse vuelto tarumba y marca temperaturas infernales. Es entonces cuando se impone la siesta, ese momento de asueto después de la comida que hace que los andaluces soportemos más agradablemente las horas de calor infernal.

Aunque para disfrutar de la siesta no es necesario que sea verano, pero el mero hecho de tener que combatir, además de con el cansancio y el sueño, también con el calor, hace que la siesta sea mucho más placentera en los meses de estío. Sobre todo en julio y agosto, esos meses donde las altas temperaturas parecen sumergirnos en sueños árabes y milyunanochescos, en los que se nos aparecen miles de fuentes con pequeños animalitos expulsando agua por la boca y refrescando nuestra memoria con sueños azules y paradisíacos.

Hace unos años leí un libro de artículos escrito por el poeta sevillano Fernando Ortiz titulado La caja china, un estudio sobre varios aspectos de la cultura andaluza en el que se venía a decir que la siesta es una actividad purificadora a la que pusieron nombre los romanos (sexta ahora) y que se trata de uno de los elementos definitorios de la cultura andaluza. La siesta es uno de los rasgos que nos diferencia de los pueblos del norte.

Cuando estuve en Irlanda viviendo un mes con una familia para familiarizarme un poco, aunque sin mucho éxito, con el idioma de Shakespeare, los irlandeses nunca lograron comprender a este andaluz que llegaba de la School of English a las tres y, aunque no hubiese almorzado a la hora de España, que eso los ingleses lo hacen a las doce con el lunch, este hombre del sur, un día sí y otro también, se echaba su horita de siesta para recargar las pilas y afrontar lo que deparara la noche.

Los irlandeses, muy propicios a las alambicadas razones de Joyce, por desgracia no conocen a los hermanos Álvarez Quintero ni aquel soneto que decía:

En un rincón de un patio fresco y ameno,
que alegran y perfuman aves y flores,
una niña morena, que tiene amores,
duerme, puestas las manos sobre su seno.
Sueña, y al grato hechizo de cuanto mira
a través de la bruma de lo soñado,
se dilata su seno blanco y rosado,
y su boca de grana se abre y suspira.
Luz del alma ilumina su rostro hermoso:
se encienden sus mejillas, tiembla y sonríe,
y más con lo que sueña su amor se engríe,
y es cada vez su aliento más anheloso…
Murmura luego su nombre: nadie contesta…
Abre sus ojos negros con mudo espanto,
y al ver de sus quimeras roto el espanto
volviendo al sueño dice: ¡Bendita siesta! 

¡Bendita siesta!… Porque en nuestra tierra la siesta meridiana, la que se hace después de comer, la de toda la vida, es una costumbre milenaria que no debemos ni queremos perder bajo ningún concepto. La siesta es un momento de descanso en el que la habitación, la sombra de un árbol, una hamaca en un chamizo frente al mar, es como una pagoda donde se rinde culto a esa «buena tradición de no hacer nada» según dejó escrito Borges en su poema Andalucía.

Por esta razón la siesta para nosotros los andaluces es una cuestión estética, que nada tiene que ver con la vagancia. Una manera de comportarnos que nos define y nos diferencia de los demás. Así que durante este verano, cuando el calor apriete, una vez que esté el estómago bien lleno, cerremos poco a poco los ojos y disfrutemos (quien pueda y quiera, claro está) de uno de los placeres que nos brinda el estío: la siesta… ese lento sumergirse en la región maravillosa de los sueños.

 

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Manuel Tirado Guevara

Manuel Tirado Guevara es Profesor de Lengua Castellana y Literatura.

🕸️ Contactar con el autor: mtguevara75 [at] gmail.com |  @manologandi | Web: El Jardín de Kubla Khan (https://manueltiradoblog.wordpress.com/)

 

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🖼️ Ilustración del artículo: Noon, rest from work, Vincent van Gogh [Public domain], via Wikimedia Commons.

 

 

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