entrevista al escritor por
Alejandra Alba

E

n el actual ruedo literario, el mejor quite es el que se hace desde la inspiración sin pararse a hacer cábalas en torno al rendimiento económico de aquello que se escribe. Una suerte difícil de defender cuando se pretende consagrar la vida al arte y subsistir, sin rendirse a los envites de un mercado sujeto a las modas. Antonio Ortega, fiel a esta filosofía en todas y cada una de sus obras publicadas, se reafirma en su convicción con La Zúa, una novela que se rebela contra la comercialidad dinamitando los moldes estilísticos convencionales para contar por boca de un niño una realidad de la que nadie nunca debe ser testigo.

—¿Cuántas veces ha respondido por el significado de la palabra Zúa?

—Muchas, pero es normal: la Zúa era un ramal de río que pasaba cerca de mi barrio, que era un barrio marginal, por lo que por allí no paseaba nadie de la ciudad. De esas aguas sólo nos acordamos de manera más clara los que allí vivimos y algunas personas mayores. Ese es el motivo por el que, a raíz de la novela, el nombre para muchos suene ajeno a sus vidas, y de ahí que me lo pregunten con tanta frecuencia.

—En octubre del pasado año presentaba Inverso, su primer poemario, y sólo unos meses después hacía lo propio con La Zúa. ¿Qué cuidados brinda a las musas para que le sean tan fieles y dedicadas?

—Inverso responde a la recopilación de una serie de poemas que escribí hace bastante tiempo, algunos de ellos han cumplido veinte años, la mayoría de esos textos son, por tanto, hijos del pasado. Las musas conmigo son caprichosas. Un poema puede ser una composición, pero yo no compongo poemas, los escribo cuando me empuja la necesidad del momento, de ahí que, al menos para mí, sea tan difícil publicar poemarios. No escribo un poema todos los días, ni todas las semanas; ni siquiera en ocasiones, una vez al año… La Zúa, sí responde a esa percepción que usted refiere: el libro lo escribí en el transcurso de quince madrugadas, inmerso en un estado psicológico y artístico que se da en muy pocas ocasiones en la vida de un escritor.

—En los medios han hablado de La Zúa como de su estreno en el mundo de la novela, sin embargo, aunque es su primera incursión pública en el género, no se trata de la primera obra de este tipo que sale de su pluma, ¿verdad? ¿Qué secretos custodian los cajones de su escritorio?

—Reconozco que soy un escritor demasiado autocrítico y que sufro la decepción continua de mis propias creaciones. No me gusta casi nada de lo que escribo; esas circunstancias me han obligado a retener el impulso de publicar libros de relatos y varias novelas que esperan el reencuentro conmigo, pero creo que son demasiado malas para que vean la luz. Yo no soy escritor de profesión, sino de vocación y no quiero contribuir al desplome tan descarado que está sufriendo la literatura, donde lo comercial es el ácido sulfúrico del arte de la escritura.

La Zúa contiene una carga vivencial poco común en un escritor de su edad. ¿Cómo dio comienzo al proceso introspectivo necesario para lograr ese resultado?

—Fue una catarsis insospechada. El punto de partida fue la creación de un cuento para un libro de relatos que estaba preparando, pero el cuento me arrastró al pasado y me atrapó en él sin que yo pudiera frenar un proceso al que no fui voluntariamente, porque no hay voluntariedad en lo que no se desea, y yo no deseaba viajar a un pasado tan doloroso. De cómo fue ese viaje, no me acuerdo, porque sufro de una especie de amnesia respecto a los procesos creativos de todas mis obras, no recuerdo cómo las escribí, ni cuáles fueron los pensamientos que me llevaron a crear ninguna de las secuencias. Por eso cuando, pasado el tiempo, ojeo algunos episodios de mis libros no percibo pista alguna que determine que sea yo el que lo escribí.

—¿Cuánto de usted hay en el niño protagonista de la historia y cuánto de él queda hoy en el escritor que firma estas páginas?

—El niño de la historia fui yo en esencia pura. Pero el personaje comprende los perfiles humanos de muchos niños con los que me crié, el chiquillo no es unipersonal, es un niño colectivo. ¿Qué queda de él en el escritor? Pues lo que más duele…

—No es la primera vez que escapa de las estructuras estilísticas convencionales, basta con echar un vistazo a las biografías de El Pali o del capataz sevillano Juanma Martín. Esta vez lo hace llevando al papel las irregularidades lingüísticas de un niño criado en un barrio marginal. ¿Nunca siente miedo a la potencial incomprensión del lector?

—Yo tengo muchos referentes literarios, pero no utilizo patrones, porque a los grandes literatos es imposible, y desaconsejable, imitar, los que así trabajan no son más que pésimas copias sin sustancia. Lo sustancial está en lo rebelde, en lo incontrolado, en lo innato, en lo que a uno le es propio de su naturaleza. El ejemplo más fehaciente lo encontramos en el articulismo de opinión sevillano, donde tantos malos poetas hay, donde los textos están contaminados de giros y de registros que no son propios del que escribe. O sea, que sus autores, son unos impostores. En los libros ocurre un tanto de lo mismo: sólo hay que ver que todos comienzan igual… Yo pretendo que mi literatura sea mía, mala o regular, pero mía. Si eso es un riesgo, no lo sé, pero esa es mi naturaleza. En cuanto a las normas académicas del lenguaje, que en este libro se rompen, le digo que yo soy más de la antinorma con la que se expresa la calle. No sería creíble que un niño de la Tres Mil Viviendas hablase como Julio Cortázar. Eso no es natural.

La Zúa conduce al lector por un inevitable viaje por los sentimientos primarios del ser humano. Es un libro que hace reír, que provoca el llanto, la indignación, la compasión, la ternura, el miedo… ¿Responde esto a una estrategia literaria o en su arte no tiene cabida la planificación?

—No, no escribo con estructuras preestablecidas, cuando tengo el punto de partida me dejo llevar a donde quiera la historia y los personajes. Si yo fuese un escritor estratega, no habría escrito La Zúa, un libro que no se ajusta a ninguna de las medidas y de los patrones que establecen las grandes editoriales, y que corría el riesgo de no ser publicado.

—Dicen de usted que es «original y diferente». ¿Alguna vez lo pretendió?

—No, ya digo que cuando se pretende ser lo que uno no es, acabas convirtiéndose en una falsedad, y eso es una horterada. Soy tal cual me ve desde que recogía chatarras con mi padre en la Zúa.

La Zúa ha tenido una repercusión más que importante por su contenido social y por ser el retrato de una realidad que, varias décadas después, continúa vigente de forma casi íntegra, en el sevillano Polígono Sur. ¿La literatura debe tener siempre un componente subversivo?

—El Polígono Sur es el pulmón de Sevilla, los políticos están muy interesados en que parezca que las cosas están cambiando sin que en realidad cambie nada… Todo por el Polígono Sur, pero sin el Polígono Sur, ese sería el resumen de lo que allí pasa. Ahora, está incluso peor que en sus peores años, pero han montado una estructura de programas de intervención social que les sirve como excusa para que no quede al trasluz la verdadera desatención con la que están castigando a estos barrios. Si hubiesen querido que el Polígono dejara de ser una zona marginal, no se habrían inventado esa mentira llama Comisionado para el Polígono Sur, una oficina administrada laboralmente por gente que ni conoce ni siente el barrio. A la persona que dirige este organismo se la bautizó con el nombramiento de «Autoridad única», pero no tiene autoridad ninguna, ni legal ni moral. Es una mera intermediaria entre los vecinos y las administraciones públicas, o sea, una especie de figura que no goza del respeto de los vecinos, porque este organismo los ha convertido en ciudadanos de tercera. No le niego a la Comisionada nobleza y buenas intenciones, pero está muy mal asesorada, y la impresión es que aquella oficina es un laberinto…

—¿En ciudadanos de tercera?

—Sí. Mire: las administraciones públicas obligan a los vecinos de la zona a gestionar todo tipo de asuntos a través del Comisionado. No quieren que aquellas personas saquen la pata del terreno. Si una asociación quiere llevar a cabo un proyecto, ha de ser con la mediación de esta oficina, que lo supervisa todo. Esto quiere decir que han de pagar el peaje, o estás con el Comisionado y éste da el visto bueno, o te olvidas de que tu proyecto salga para adelante. Y eso es inmoral e indignante.

—Ha dedicado este libro a «los que no se salvaron». ¿Se sentía, de algún modo, en deuda con aquellos vecinos y amigos con los que convivió en el Polígono Sur, con su pasado, con las circunstancias de entonces que estigmatizan, aún hoy, a quienes están empadronados en esa zona de la ciudad?

—No se trata de zanjar una deuda, ni siquiera de manifestar un compromiso, sino de contar las causas que llevaron a muchos adolescentes a caer en la lacra de la droga y, por inercia, en la delincuencia. Los que no se salvaron, fueron víctimas de un sistema que dejó demasiados muertos en el camino y demasiados presos en las cárceles andaluzas. Algunos pagaron sus deudas con la justicia; otros, aún la están saldando; y, otros, están tragando tierra por culpa de quienes crearon el gueto, de quienes permitieron el desarrollo negativo del Polígono Sur. A esos políticos nadie les ha pedido explicaciones.

—Le invito a jugar con su imaginación. Regrese mentalmente a la Zúa. ¿De qué hablaría con su protagonista si se encontrara con él?

—De mí.

—¿Por dónde transitan sus necesidades creativas?

—Por no ponerle muros a la literatura y escribir como siento.

—En la literatura, ¿la calidad está reñida con la comercialidad?

—Absolutamente. Dígame usted un solo libro que sea éxito de ventas que tenga calidad literaria. Todo el mundo sabe quién es Dan Brown o Ken Follett, pero desconocen quién es Enrique Vila Matas, por nombrar a autores coetáneos; no le digo ya lo que ocurre si pregunta por Juan Rulfo o por Joseph Conrad, o incluso por Cortázar. El setenta por ciento ni los conoce ni los ha leído.

—Literariamente hablando, ¿se siente más próximo a Latinoamérica que a Europa? Tengo entendido que su próximo libro tendrá como escenario Argentina…

—Yo me enamoré de Argentina a través de las obras de tres de mis escritores de cabecera: Ernesto Sábato, Jorge Luis Borges y Julio Cortázar. Sábato es la capacidad para plasmar y para verbalizar el pensamiento, por muy complejo que fuese; de Borges aprendí a quitarle artificios a mi literatura; y Cortázar es el genio, el escritor que más admiro. Yo, en mi infancia, comencé a leer narrativa de autores latinoamericanos, y me identifico más con la forma de vida y con las historias que describen ellos en sus obras. Creo que La Zúa gozaría de mayor comprensión en Argentina, en México, en Colombia o en Cuba que en mi propia tierra, porque nuestras costumbres son muy parecidas, pero nuestra cultura literaria, no. Ahora me encuentro inmerso en el proceso de documentación de una historia cuyo escenario es Argentina. Pero necesito tener los personajes bien detallados en la mente para luego dar alas a la creación de todas las secuencias de la novela, en eso improviso.

—Para Bukowsky, un intelectual es el que dice una cosa simple de un modo complicado mientras que un artista es el que dice una cosa complicada de un modo simple. ¿Cómo le gustaría pasar a la historia: como un intelectual, como un artista o como la mezcla de ambos?

—Como lo que soy, que no sé muy bien qué es concretamente.

 

Separación texto La Zúa Antonio Ortega

 

Alejandra Alba (Sevilla, 1977) es periodista especializada en información cultural. Desde su graduación en 1999, por la Universidad de Sevilla, ha desarrollado su profesión tanto en prensa escrita como en televisión, ejerciendo labores no sólo de redactora, sino también de crítica literaria. Actualmente trabaja como freelance tanto en medios nacionales como internacionales.

📔 La Zúa (Ediciones en Huida, 2015) – ISBN: 978-84-943972-5-7
(Para adquirir el libro: https://altramuzeditorial.com/producto/la-zua/)

Ilustración artículo: Fotografía por Ana Somoza (somozaflamenco[at]gmail.com) ©.

 

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