crónica por
Víctor Montoya

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ealizar un crucero entre Estocolmo y Helsinki es una mágica mutación del tiempo, una forma de experimentar las sensaciones más placenteras del alma, sobre todo, cuando en un crucero que flota entre las aguas gélidas, como un lujoso hotel de proa a popa, se tiene la compañía de personas que parecen haber sido arrancadas de las epopeyas del Kálevala.

Para empezar, cualquier viaje por alta mar constituye de por sí una aventura inolvidable. El simple hecho de encontrarse en un universo de pasillos, escaleras, ascensores y camarotes, es una suerte de laberinto que uno acepta complacido, pues todas escaleras, ascensores o pasillos, conducen a un sitio sosegado y grato para las emociones más sublimes de la vida.

Ferry Viking

Estando ya en la cubierta de ese rompehielos del tipo Urho, que es un gigante invencible entre los bloques de hielo, ocupé mi lugar cerca del bar, bebí a sorbos una copa de Koskinkorva (aguardiente finlandés) y contemplé, a través de la ventanilla, el paisaje blanquecino, donde las islas emergían como osos polares y la nieve refulgía al contacto de los rayos del sol. Al cabo de un rato llegó mi acompañante de viaje, se dejó caer sobre el taburete y dijo: «Este viaje no lo olvidarás jamás». Y agregó: «Muchas culturas influyeron en la vida cultural finlandesa, desde los clásicos de la literatura rusa hasta el fatalismo de Edvar Munch, que tanto afectó espiritualmente a nuestros intelectuales».

El pueblo finlandés posee una literatura y un idioma propios, a pesar de que las invasiones sucesivas de su territorio por rusos, suecos, daneses y alemanes, han dejado su impronta en diversos dialectos. No obstante, según los filólogos, el idioma finlandés es uno de los más perfectos, dulces y armoniosos, y que tiene como parientes lingüísticos al estonio y, en cierto modo, al húngaro.

Antiguamente, las comunidades agrícolas se agruparon en pueblos y fue ahí donde nació la literatura de la tradición oral, compuesta de poemas épicos, leyendas, cuentos, proverbios y adivinanzas. Además, la fuerte atracción por la naturaleza virgen y los paisajes silvestres dirigió el arte y la literatura hacia el carelianismo, al este de Carelia y al oeste de Rusia, la cuna de las narraciones folklóricas del Kálevala. Se sabe que los eruditos se interesaron por estos cuentos a comienzos del siglo XIX, y a partir de entonces surgió una literatura estrictamente finlandesa.

El Dr. Elias Lönnrot descubrió que todos los cantos del Kálevala resultaban ser los fragmentos de una misma y monumental obra. Él los rescató de la tradición oral y formó una epopeya descrita en 22.000 versos, que fueron publicados por vez primera en 1835. Es decir, al igual que el Popol Vuh de  los mayas, el Kálevala es la única epopeya popular cuyo autor es el pueblo.

Cerca de la medianoche, en medio del mes más frío del invierno, bajamos al sótano del crucero e ingresamos a un baño sauna, mientras mi interlocutora me comentaba que sus paisanos aún conservaban una serie de costumbres ancestrales y esparcimientos atávicos, como eso de bañarse en una sauna calentada con leña. «Los finlandeses han construido la sauna antes que los otros cuartos de una casa», dijo mi compañero. La misma palabra sauna ha recorrido el mundo entero, sin necesidad de buscarle un equivalente en otros idiomas. Y, en efecto, recordé inmediatamente que en Bolivia, entre los altos picos de la cordillera andina, los baños termales se conocen también con el nombre de sauna.

El regalo más auténtico, para cualquiera que visite Helsinki, es un baño de vapor entre 70 y 100 °C, que forman parte del paisaje y la literatura. La sauna no es un local de masajes ni un salón de belleza, sino un lugar agradable y saludable para el cuerpo, aunque las saunas en los cruceros son demasiado sofisticadas, a diferencia de los que existen en las casas de campo, rodeadas de bosques y a orillas del lago. «Allí uno entra en la sauna todo el año», me aseveró mi acompañante, enjugándose las gotas de sudor que le corrían por la cara. En el campo, la sauna se calienta con leña y no faltan las ramas frescas de abedul para que uno se golpee el cuerpo, impregnándose de un olor alucinante. Cuando salimos de la sauna, mi cuerpo sediento exigía una cerveza fría y un bocadillo de jamón con queso. Al beber la cerveza, sentí como si echara agua helada en una hornilla.

Al día siguiente, el crucero pasó por el castillo de Turka y atracó en el puerto de Helsinki, allí donde los edificios se alzan desordenadamente a orillas del mar, como si hubiesen crecido atropelladamente en medio de los bosques y el agua. Cerca del puerto había un mercadillo antiguo y en sus calles un manto de nieve recién caído del cielo, y mientras caminamos en dirección a la Plaza del Senado, entre edificios de techumbres blancas y peatones enfundados en pieles, recordaba haber leído, en alguna parte, que esta ciudad fue fundada en 1550 por el rey sueco Gustav Vasa y convertida en el centro de la administración política y económica del país por el zar ruso Alejandro I y, posteriormente, por Alejandro II, cuya estatua se levanta enfrente del Consejo de Estado, la Catedral, la Universidad y demás edificios que encuentran su modelo monumental en la ciudad de San Petersburgo.

Luego de recorrer por las calles, donde la nieve bailaba ante las luces resbalosas y agónicas de una urbe que llama la atención del viajero, entramos en un café que me situó vertiginosamente en uno de ésos que se ven en las películas rodadas a principios del siglo XX. De las paredes pendían cuadros antiguos y en las mesas, toscamente labradas a mano, humeaban las tazas de té y café. Todo el ámbito parecía formar parte de mí, de mi carácter romántico y hasta melancólico. Después, seguimos caminando por la ciudad, entramos en un restaurante ruso, nos sentamos a la luz de un candelabro y hablamos de los bolcheviques desterrados y ejecutados por los secuaces de Stalin. Pero, sobre todo, hablamos de la poesía social y de los amores secretos de Mayakovsky, de su pasión política que le dictó sus mejores versos y su trágico final. Como se sabe, Vladimir Mayakovsky se quitó la vida de un disparo en el corazón y en el cuarto del hotel no quedó más que el olor a pólvora.

Por la tarde paseamos alrededor de una iglesia de cúpulas afiladas, mientras caía una nieve que se podía coger en el aire y hacerla bolas en la mano. Contemplamos el monumento erigido en homenaje a Jean Sibelius, que es una verdadera sinfonía de acero y cristal, y el monumento de Aleksis Kivi, escritor que, como dramaturgo, ha conquistado el rango de escritor nacional y cuyas obras se representan en los escenarios del mundo. Además, en honor a su talento literario se celebra cada verano el Festival de Kivi, en Nurmijärvi, su pueblo natal.

Mika Waltari

La nieve se hizo tan intensa, que me refugié en el restaurante Elit, lugar donde se reúne la intelectualidad finlandesa. Delante del restaurante, en un parquecillo despojado de árboles, están unas piedras ovaladas y piramidales, dedicadas al escritor Mika Waltari, una de las cumbres más altas del nacimiento del Tulenkantajat (primer movimiento modernista que abrió las ventanas a Europa) y uno de los pocos  escritores que alcanzó renombre internacional con sus novelas históricas, entre ellas, su obra más famosa y traducida: Sinuhé, el egipcio (1945).

Cuando abandonamos el restaurante, paseamos por Alvar Aalto y el bulevar de Esplanadi, claro está, sin dejar de conversar de Väinö Linna, que escribió la novela El soldado desconocido, una verdadera joya de la literatura finlandesa y un cálido homenaje al soldado anónimo que participó en la Segunda Guerra Mundial, y que hoy luce su monumento de metal en una de las principales plazas de la ciudad.

Debo confesar que jamás había conversado tanto sobre la literatura finlandesa ni sobre la vida y obra de Eino Leino y Pentti Saarikoski; dos poetas que sintetizaron la lírica más perfecta de este país nórdico y dos vidas que fueron el fiel reflejo de esas almas en permanente conflicto consigo mismas y con su tiempo. «La vida y obra de estos escritores se parece mucho a la de mis compatriotas», le dije a mi acompañante, refiriéndome a Arturo Borda y Jaime Saenz, dos personajes que encerraban en sí un misterio insondable.

Pentti Saarikoski, nacido el 2 de septiembre de 1937 en Impilahti, cerca de la frontera con Rusia, comenzó sus estudios universitarios a la edad de 16 años y publicó su primera colección de poemas en 1958. Fue considerado l’enfant terrible de la literatura finlandesa y uno de los escritores modernista más importantes de la posguerra.

Pentti Saarikoski, que dio a luz treinta obras tanto en verso como en prosa, fue aclamado unánimemente por la crítica especializada desde un principio y, en su condición de erudito y políglota, se hizo célebre con sus traducciones de las obras de algunos autores contemporáneos, como James Joyce, J.D. Salinger, Henry Miller, y con la traducción de una serie de obras clásicas, donde no podían faltar autores griegos y latinos, como Eurípides, Heráclito, Sófocles, Catulo, Homero y Aristóteles.

Pentti Saarikoski y Reino Helismaa

Abrazó las ideas comunistas durante la Guerra Fría y en sus columnas periodísticas no dejó de satirizar la doble moral religiosa ni criticar la actitud conservadora de las instituciones creadas por el sistema capitalista. Su vida y obra, como en el caso de los poetas que se mueven en las periferias aun estando en el centro de mira de todos, estuvieron marcadas por el alcoholismo y la desilusión.

En sus apariciones públicas, ya sea entre los académicos o amantes de su poesía, casi siempre le acompañaba una botella de aguardiente. Fue en estas condiciones que lo conocí a principios de 1980 en una tertulia literaria en Estocolmo, donde leyó sus poemas en sueco, haciendo gala de su estado ebrio, que en él era ya un estado natural; vestía de manera desaliñada, como si no le importara los qué dirán, y tenía una cinta ancha y de colores sujetándole su alborotada cabellera.

Esa noche, inolvidable para mí, lo escuché leer con una voz gangosa que parecía brotarle desde lo más recóndito del alma:

Una muchacha/ bella como un diente de león/ tomó mi mano y dijo/ Yo soy la luz que te conduce a la penumbra/ No hay por qué alardear de la cosecha cuando recojo papas/ el verano fue seco, yo estaba hecho un haragán/ bello como un diente de león/ Tendremos que dormir con las piernas enlazadas/ y encogidas/ estas camas no fueron hechas para gente de nuestra talla/ Les digo a las urracas que todos/ los hombres de la tierra/ son mis hijos y que la luz eres tú/ bella como un diente de león me conduces/ a la penumbra/ He devorado la ciencia del bien y del mal, el cielo está nublado/ las filosofías y políticas se quiebran como ramas secas…

La misma noche de la tertulia me enteré de que vivía desde hace años en Gotemburgo, donde llegó sin más equipaje que un par de diccionarios bajo el brazo, dispuesto a compartir sus penas y alegrías con la catedrática de sociología Mia Berner; la mujer de ascendencia noruega que, a fuerza de sostener una relación nada fácil pero estampada por el sello del amor, lo acompañó hasta los últimos días de su vida.

Se cuenta que Pentti Saarikoski, siempre que podía escaparse de su casa, ubicada en la pintoresca isla de Tjörn, se iba a la ciudad de Gotemburgo, donde compartía sus botellas de aguardiente con los bebedores hacinados en los parques, cansado ya de polemizar con los «intelectuales de pacotilla» y decidido a refugiarse en los bajos fondos de la condición humana. Así pasó los últimos ocho años de su vida en Suecia, considerada su segunda patria, hasta que las garras del alcohol se lo llevaron a la tumba el 24 de agosto de 1983 en Joensuu, Finlandia, a los escasos 46 años de edad. Desde entonces, sus restos descansan en Heinävesi, lejos de su tierra natal, en el cementerio del monasterio de Valamo.

Entrada ya la tarde en Helsinki, y mientras avanzaba en dirección al puerto para retornar a Estocolmo en el crucero Viking Line, mis pies iban dejando huellas impresas sobre la nieve, como señalando el sendero por donde retornaría a interiorizarme en la literatura finlandesa y su gente, quizás uno de esos días en que, como describen los versos de Pentti Saarikoski, los cielos grises pasan/ sobre un jardín que cuelga del cielo/ y la tierra se cuela en la boca como si fuera pan.

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Víctor Montoya

Víctor Montoya nació en La Paz (Bolivia), en 1958. Su infancia y primera juventud discurrieron en el pueblo minero de Siglo XX-Llallagua, al norte de Potosí, donde se descubrió la veta de estaño más grande del mundo. En 1976 fue perseguido, torturado y encarcelado. Permaneció en el campo de concentración de Chonchocoro-Viacha hasta que, en 1977, fue liberado tras una campaña de Amnistía Internacional. Desde entonces reside en Suecia donde se dedica profesionalmente a la escritura. Una biografía más detallada del autor se encuentra publicada en Wikipedia.

 

 👉 Otros textos de Víctor Montoya publicados en Revista Almiar
🖥️ Web del escritor: La cueva del Tío de la mina
(http://victormontoyaescritor.blogspot.com/)

🖼️ Imágenes en el artículo (orden descendente): Detalle de la pintura La venganza de Gallen-Kallela Joukahainen (portada), Akseli Gallen-Kallela [Public domain], via Wikimedia Commons | Ferry-viking-line-mariella-hel, By Ralf Roletschek (User:Marcela) (Own work) [GFDL, CC-BY-SA-3.0 or CC-BY-SA-2.5-2.0-1.0], via Wikimedia Commons | Mika Waltari 1939, Por Desconocido [Public domain], undefined, via Wikimedia Commons | Reino Helismaa ja Pentti Saarikoski 1962, See page for author [Public domain], via Wikimedia Commons.

 

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Revista Almiar n.º 70 · septiembre-octubre de 2013 · 
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