artículo por
T. H. Merino

 

E

n estos tiempos en los que nuestras conciencias parecen andar a la deriva, cuando percibimos que vientos racheados de dirección cambiante maltratan nuestra psique sin permitir un momento de reposo a nuestros temores, es cuando, a veces, una noticia, una fotografía, una imagen desdibujada se corporiza en nuestra memoria para retrotraernos en el tiempo y evocarnos el molesto recuerdo de aquél hombre desaseado, harapiento, desnutrido, de mirada avergonzada, cristalizada, húmeda y lánguida, cuyo timorato brazo se extiende hacia nosotros para mostrarnos una mano abierta y temblorosa que, en alguna o en varias ocasiones, apareció de improviso en nuestro camino para pedirnos humildemente limosna. Quizá, en alguna de aquellas ocasiones o en varias o en todas las que sucedió, volviésemos rápidamente la vista y apresurásemos el paso para escapar del apuro. Tal vez después, a solas con uno mismo, para auto engañarnos, para convencernos que hemos obrado rectamente y olvidarnos cuanto antes de ese drama humano como se olvida un traspié sin posterior consecuencia, bien podríamos haber buscado refugio en las palabras de J.J. Rousseau: «El hombre es bueno por naturaleza…». Y así redimirnos culpando a la sociedad pervertidora. Cabe que nos digamos que ese comportamiento es propio de la condición humana. Es posible que no entendamos demasiado bien su significado y hasta dónde alcanza, porque, si fuese de otro modo, tal vez llegaríamos a la conclusión que deberíamos poner remedio a nuestra condición particular, a enmendar la actitud poco solidaria hacia nuestros congéneres.

Mi propósito en este artículo no es en ningún caso perturbar ánimos. No poseo la habilidad necesaria ni la formación psico-sociológica para hacerlo, tampoco pretendo realizar un sesudo estudio socio-económico, por tanto, no abrumaré con estadísticas, índices demográficos, zonas geográficas de concentración de hambruna ni otros detalles análogos, aún sabiendo que no carecen de relevancia. Sin embargo, no puedo pasar por alto algunos datos numéricos que nos sitúen en la realidad global: siete mil millones de personas pueblan este planeta y más de novecientos millones padecen hambre (diecinueve veces la población española o ciento seis veces la de una ciudad como NY o más de doscientas setenta veces la de una ciudad como Madrid…). La cifra es inmoral y escapa a lo que la mente humana puede abarcar, deslizándose, como todo frío número, por la senda de la abstracción, de modo que el efecto, de alguna manera, se minimiza o anula en nuestras percepciones.

Aunque la tendencia venía siendo positiva por el esfuerzo negociador y las prioridades marcadas por las organizaciones mundiales (FAO, FIDA, PMA…), cuyo objetivo fue fijado en la reducción a cuatrocientos  millones  las  personas  hambrientas  para  el  año  2015 —todas ellas mujeres, niños y hombres de carne y hueso, con sentimientos,  necesidades  y  dolores,  como  nosotros,  como  usted  y  como  yo—, ciertos elementos perturbadores vinieron a entorpecer esa labor. Es vox pópuli que la especulación sobre las materias primas, cuyo principal exponente son los hedge funds (fondos de alto riesgo, cuya finalidad no es otra que el lucro guiado por la avaricia desmesurada), unida a la utilización de los productos agrícolas como fuente de energía y la falta de regulación y el control sobre los alimentos constituyen poderosos frenos —no los únicos— en la mitigación de esa penuria humana.

Pero quizá convenga descender unos cuantos peldaños para centramos en nuestra realidad más próxima, esa que podemos ver con nuestros ojos, tocar con nuestras manos y casi percibir por efecto simpatía en nuestros estómagos.

Y situados en este ámbito más palpable, nos preguntamos por la crisis, esa cosa alucinógena de las que nos vienen hablando tiempo atrás y que pende como espada de Damocles sobre nuestras cabezas. ¿Qué es? ¿Qué, quién o quiénes la propiciaron?  No pretendo descubrir nada nuevo, ni mucho menos está en mi ánimo pontificar, pero sí, de algún modo, llamar la atención sobre algunos aspectos nada irrelevantes.

Cualquier orden de naturaleza convencional es inestable por la evolución de las ideas, de la tecnología, de la ciencia, de los intereses particulares… Dicho de manera coloquial, sencilla y en sentido amplio, crisis, no es otra cosa que la coyuntura de cambios de una realidad organizada pero inestable. Inevitablemente tenderá a buscar antes o después un nuevo punto de equilibrio; es decir, su final, aunque desconozcamos la profundidad, si el cambio será o no ordenado y, en definitiva, sus últimas consecuencias.

Y  llegado  a  este  punto,  a  veces,  pienso  si  la inestabilidad —primero financiera y después económica— tuvo su génesis en algún hecho accidental inadvertido que produjese un efecto mariposa o, por el contrario, fuese planificada originariamente por mentes diabólicas para acabar con el llamado estado del bienestar en el mundo occidental, y así terminar con las molestas clases medias cada vez más intolerables y exigentes, propiciando la involución de los derechos sociales para que la distancia se acentúe entre los señores de la tierra y sus vasallos.

Si aceptamos esta hipótesis para la reflexión, si esa inestabilidad vino propiciada por megalómanos que viendo cómo perdían distancia —no solo en riquezas terrenales, sino sobre todo en poder y en diferenciación social— decidieron remarcar los símbolos diferenciadores, establecer vastas fronteras entre dos únicas clases: pobres y ricos. Ellos mismos, muy conscientes de nuestras  vanidades, pudieron idear cómo crearnos la falsa ilusión de aproximar esa igualdad mediante la concesión de créditos impagables, abocándonos al consumismo abstruso y agasajándonos con el poder efímero y la gloria sabiendo que estábamos muertos, que ese dinero era el azadón con el que estábamos cavando nuestras  tumbas.

No  sé  que  me  llevó  a  pensar  en  esta posibilidad, seguramente un incontrolable enojo o mediante la técnica del brainstorming, pero en algún momento imaginé cómo una masa enceguecida por la fiebre del consumismo era atraída hacia el babor de un barco para que, una vez concentrados allí todos sus pasajeros, mediante un inesperado y vertiginoso golpe de timón, los hiciera perder el equilibrio y caer por la borda, ofreciendo a los tiburones y pirañas fáciles y frescas  presas.

Los demás, los que esperaban turno para subir a bordo, permanecían agazapados, temerosos y celosos guardianes de su situación de privilegio por el hecho de contar con un empleo o unos ahorros aún no incautados, insolidarios los más, sin duda por temor, para que no se los viese, no fuera a ser que algún enardecido grupo, presa de locura, se volviese contra ellos en lugar de mirar al lugar indicado, a la imagen visible de la crisis: políticos y banqueros.

Malos tiempos corren para el mundo avanzado donde se debate el déficit, el PIB, la renta per cápita, la convergencia fiscal, la sustracción de los derechos conseguidos en cruenta lucha durante un periodo amplio de la Historia y el consiguiente sacrificio de vidas humanas —vidas como la suya o la mía, querido lector— ante los poderíos permanentes y los subpoderíos temporales. En definitiva: crisis. Y es en este momento cuando temblamos, cuando comenzamos a oír el restallar del látigo a nuestro lado, cada vez más cercano, cada vez con el sonido más nítido. Sí, aquí es donde nos sensibilizamos y recordamos a aquel pobre indigente al que le negamos la limosna, y que ahora redimimos porque, al vernos próximo a él, esperamos la caridad de los demás. Sí, es en este preciso instante cuando temblamos viendo cómo el brazo largo de la pobreza se extiende lentamente hacia nosotros, como si hubiésemos sido los siguientes designados para subir a bordo.

 

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T. H. Merino. De origen extremeño, se estableció años atrás en la Comunidad de Madrid donde actualmente reside.
Su formación económica le condujo por caminos prosaicos, aunque sin soslayar  nunca su natural inclinación a la Literatura.
Recientemente, obviando el pasado menos próximo, el autor ha publicado Algo que contar, un libro, compendio de diecinueve relatos, y la novela Vuelo errático de mariposa.

👁 Lee un cuento de este autor (en Almiar):
Los límites del cacique

 

Ilustración del artículo: Fotografía por Pedro M. Martínez ©

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