relato por
Raúl Astorga

E

lla llegaba una vez al año, en enero, porque allá era invierno y se tomaba unos días de vacaciones para venir a ver si aún la casa estaba en pie. Sin embargo, Cali, que se iba a trabajar de guardavidas a la costa y nunca estaba en el barrio en estas épocas, no sabía de esas visitas y para él, desde hacía unos diez años la casa se moría poco a poco. Esta vez, Cali tuvo una lesión que le impidió partir al mar y andaba conteniendo la bronca porque se perdía el viaje y el dinero que lo salvaba por unos meses.

Esa tarde, durante la sagrada hora de la siesta, Cali se refugió del sol con un viejo libro debajo del árbol que estaba justo en la mitad de la cuadra y en la calle, lo que obligaba al pavimento a dibujar una curva como en un antiguo circuito de turismo carretera. Y esa curva y ese pedacito de paraíso terrenal de verano estaban frente a la casa de ella. Por eso, cuando Cali se sentó y sacó el señalador de entre las hojas del libro, miró como al pasar la ventana y, antes de posar los ojos en el nuevo capítulo a leer, repasó el postigo de metal de la ventana que le pareció entreabierto. Se levantó y cruzó la calle secándose la transpiración con la esperanza de que no fueran ladrones quienes estaban allí dentro, con el ruego de que fueran el viento y el tiempo quienes lo habían sacado de lugar. Se asomó a la ventana y no vio a nadie, ni luces encendidas, ni ruido que permitiera creer que alguien deambulaba por allí. Miró el árbol allende la calle, pero antes de volver a la novela que estaba leyendo quiso asegurarse. Golpeó la puerta y comenzó a transpirar más cuando escuchó el metal de la llave dando una vuelta y se acentuó su desconcierto cuando vio que la puerta empezaba a moverse. Ella lo miraba en silencio y ese aire sepulcral de la siesta del barrio se hizo eterno por sólo unos segundos. Cali susurró su nombre, el de ella, y ella, sin temor a equivocarse, dijo: Cali.

Pasaron la tarde terminando de regar las plantas del inmenso patio que, mágicamente, permanecían vivas, como si alguien se ocupara de ellas durante el resto del año. No se dieron demasiadas explicaciones, no se contaron sus vidas actuales, y se miraron como otras veces mientras tomaban el café en saquitos que ella había traído en su cartera. Se rieron de episodios pasados, más tarde, en el dormitorio que olía a humedad en todos los rincones y ella le pidió a Cali que le leyera el primer capítulo de la novela que tenía entre sus manos, para ver si la conseguía aún en alguna librería de viejos. Cali, con su voz gutural y pausada leyó: «… Si nunca pensé que existía Herzogenaurach, menos pensé que estaría una tarde gris mirando hacia la ventana, los autos a sólo cuarenta por hora, los perros escapando de la llovizna, buscando algún refugio, y Diana, viniendo hacia mí con el diario de hoy, donde seguro está la noticia acerca de Argentina que escuché a medias por radio. Diana se acomoda el pelo que comienza a mojarse y se le cae la bolsa de galletitas para el mate, tal vez el último mate en Europa. Todo se confunde con aquella época…». Ella se dio vuelta y Cali continuó leyendo lentamente con su cara apoyada en su espalda, la de ella, hasta que su voz se fue apagando dejando lugar al silencio de la siesta en el barrio.

Se despertaron con los primeros truenos de aquella incipiente tormenta de verano. Los árboles comenzaban a quebrarse hacia un lado y hacia el otro, las bandadas marchaban inquietas quién sabe hacia dónde. Ella se levantó, se duchó, porque todo aún funcionaba en esa casa, como antes, como siempre… revisó su cartera para no olvidar nada y le dio a Cali una tarjeta invitándolo a no perder contacto, allí estaba su dirección de correo electrónico con un dominio del primer mundo detrás de la arroba. De pronto irrumpió el ringtone del celular de ella, que cuando atendió dijo: un minuto, por favor. Salieron y vieron que el remisse estaba esperando casi en la esquina. Con las primeras gotas de una lluvia que apuraba la partida, se despidieron. Ella lo besó en la boca y le acarició la cara. Cali se quedó, inmóvil, clavado en la vereda hasta que el coche desapareció del todo del lugar. Cruzó la calle y bajo el árbol de la curva abrió el libro sin temor a que se mojaran sus hojas. Volvió a leer: «… todo se confunde con aquella época…». Puso el señalador al comienzo del libro, lo cerró y llevándolo debajo del brazo se dio vuelta, miró la casa de enfrente y entró en la suya antes de que se desatara el diluvio.

 

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Raúl AstorgaRaúl Astorga es rosarino, argentino. Autor de relatos, novelas y guiones para videos documentales y de ficción. Hace periodismo en revistas institucionales y de cultura, colabora con frecuencia en programas de radio y participa en blogs de periodismo audiovisual. Tiene publicada, para dispositivo electrónico, su novela Nunca estuvieron en la Luna.

Escribe en su blog de ficción urbana: Vivo en Rosario
(http://vivoenrosario.wordpress.com/)

Contactar con el autor: raul.astorga [at] yahoo.com.ar

Ilustración relato: Fotografía por Pedro M. Martínez ©

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