relato por
Violeta López

S

entada en un sillón reclinable de color rojo, observaba en silencio a través de aquel gran ventanal cómo el invierno se había apoderado del exterior. Un manto blanco y espeso descansaba hasta en los más oscuros rincones de aquel jardín, donde la nieve parecía encerrarlo todo, impidiéndole escapar de sus frías y feroces garras.

El mundo era frío y emanaba un aire taciturno al igual que el lugar donde me encontraba. Allí en la pequeña sala gris y débilmente iluminada, el tiempo parecía haberse congelado al igual que el agua de aquel pequeño manantial del jardín.

—Señorita Turner —dijo una voz grave sacándome de mis pensamientos—, ¿por qué está usted aquí?

Desvié la vista y lo miré extrañada ante aquella pregunta. Automáticamente cerré los ojos, durante unos instantes y me detuve a pensar el porqué estaba en aquel lugar pero no encontré ninguna explicación lógica a aquel asunto.

Me sentía verdaderamente perdida, en medio de un enorme laberinto, en el que día tras día buscaba con más insistencia una salida, pero ésta no lograba aparecer ante mis ojos. Eso provocaba que el temor inundara todas y cada una de las fibras de mi ser, haciéndome estremecer.

Tenía que salir de allí. Ese no era mi lugar y en el fondo lo sabía.

—Ni idea —susurré en voz baja sin mirarlo a la cara.

Estaba segura de que si desviaba la vista, las lágrimas amargas caerían por mis mejillas y entonces no podría seguir hablando. Tampoco es que me gustara el hecho de compartir mis problemas con alguien pero no tenía otra opción. Respiré hondo y me quedé callada sintiendo un nudo en la garganta.

—¿Qué ocurre? —al ver mi expresión parecía preocupado.

—No voy a perder diez semanas de mi vida, para que creáis que he sentado la cabeza —concluí cuanto varios pensamientos se cruzaron por mi mente. Estaba harta de estar allí. No aguantaba más, pero ponerme violenta no iba a servir  de  nada  así  que  con  mucha  fuerza  continué  con voz calmada—: Ocurre que no necesito estar aquí, a pesar de que me han obligado.

Aquel señor mayor, más conocido como el señor Hathaway, me miró detenidamente a través de los cristales de sus lentes, indicándome que siguiera hablando. Una parte de mi cabeza me decía que continuara, que confesara todo, que mostrara hasta la más profunda de mis heridas. Sin embargo, la otra me gritaba que no pronunciara ni una palabra más, que me quedara en silencio mirando el paisaje.

—Intenté que mi  padre no me llevara a rehabilitación —agregué—.  Yo  era  feliz,  a  pesar  de  eso —contesté refiriéndome al alcohol—. Le supliqué una y otra vez que me dejara quedarme, pero no había nada que le hiciera cambiar de decisión.

—¿Qué te dijo él? —preguntó interesado.

—Me dijo que estaba bien, que no pasaba nada. —abrí las manos en señal de frustración—, pero no era verdad, en realidad pensaba que algo no estaba bien en mí. Le dije que no, que no… —mi voz tenía estaba teñida de rabia—, que no iba a venir, pero todo pasó y ahora estoy aquí, hablando con usted.

Tiempo atrás, mi padre había decidido que aquel era mi lugar. No lo había visto desde hacía semanas, ni siquiera se había dignado venir a visitarme algún día, ni a ver cómo me encontraba. Parecía haber desaparecido de la Tierra, aunque yo sabía que no era así.

Él estaba en alguna parte, trabajando e intentando que nadie se enterara de que su hija estaba en un centro de rehabilitación. Durante todo ese tiempo había conservado grandes esperanzas en volverlo a abrazar, pero ahora empezaba a darme cuenta de que me había abandonado.

Me llevé las manos al rostro, intentándome ocultar por siempre para desaparecer de aquella sala y de aquel maldito lugar. Deseaba con todas mis fuerzas regresar a aquella buhardilla, a mi habitación junto a mi botella de whisky, mi fiel compañera, y volver a contemplar los coches pasar, al igual que aquellos días donde el tiempo parecía pasar lentamente mientras daba caladas a un cigarro.

Pero aquellas tardes de paz y tranquilidad ya eran recuerdos lejanos para mí. Esos momentos ya empezaban a tornarse borrosos y ya apenas podía distinguir nada, salvo trozos resquebrajados de mi pasado.

—Tengo entendido —empezó a decir mientras observaba la ficha que tenía en sus manos, la ficha que habían escrito todo o casi todo sobre mí— que tu adicción al alcohol te ha traído hasta aquí, además de tus problemas de conducta que has tenido fuera y aquí —contestó con lentitud, invitándome a que pensara sobre ello.

No respondí, pero fingí una sonrisa aunque en realidad quería llorar.

No era mi intención ser tan brusca con las personas de ese lugar. No tenía nada en contra de ellas, pero el comportarme de eso modo era mi forma de hacer saber que aún seguía ahí, de demostrarle a mi padre que seguía siendo su hija y de llamar su atención.

—Mi  padre  ni  siquiera  se  enteró  de  que  me  había desmayado esa tarde —cambié de tema al tiempo que los recuerdos volvían a mi cabeza—. Ni siquiera sé por qué hice aquello. Tal vez para divertirme. Tal vez para desahogarme. Tal vez para hacer callar a mis demonios por un tiempo —me quedé callada unos segundos—. Y cuando desperté, volvía a estar sobria pero él no estaba ahí. Podía haber muerto en ese momento y él no se hubiera dado cuenta.

El hombre se acomodó en su sillón y siguió tomando apuntes de lo que decía.

—¿Y ahora? ¿Quieres volver a beber? —preguntó de repente.

Lo miré, al tiempo que hacia una mueca extrañada.

—¿Por qué me pregunta eso?

—¿Por qué no debería preguntártelo? —sonrió—. Estoy aquí para ayudarte.

—Si le contesto a esa pregunta, tendré que contarle mi historia. Y no es algo que quiera hacer en este momento. Prefiero que siga siendo mía, pero algún día quizá pueda contarla.

Cansada de todo aquello, de aquella mentira e ilusión que no me llevaba a ningún lado, me levanté y salí de aquella consulta. Lentamente me marché, sin mirar atrás, caminando entre las sombras que se asemejaban conmigo. Subí las escaleras y eché a correr en dirección a la azotea, intentando no perder el control.

 

* * * *

 

Al abrir la puerta de metal, un frío gélido caló todos mis huesos en cuestión de segundos, como si alguien me clavara miles de agujas punzantes desde el cielo. Vestida solo con ese simple camisón blanco, empecé a tiritar. Mi cuerpo pedía a toda costa entrar, pero mi mente me obligaba a quedarme allí, indicándome que el frío me estaba abrazando y dándome a entender que aún seguía viva.

Y de pronto lo vi. Al otro lado de la azotea, sentado en el alfeizar. Vestía de blanco como yo, y tenía el pelo rubio y corto. Poseía unos rasgos marcados y bastante atractivos.

Lo observé en silencio, cómo daba una bocanada al cigarro y luego expulsaba el aire lentamente, perdiéndose en aquella infinidad de realidad, al igual que mis extraños pensamientos se perdían en lo más profundo y oscuro de ese pozo siniestro llamado mente.

Me acerqué vacilante unos pasos y él volvió la cabeza, extrañado de verme allí.

—Creía que no dejaban a nadie subir al tejado.

—Y yo creía que hoy iba a estar solo —dijo con el cigarro aún en la boca.

Vi cómo tenía una botella de alcohol, entre sus brazos, que abrazaba con fuerza como si en algún momento fuera a desaparecer. Al parecer, estaba dudando en si tirarla al vacío o no.

Sin saber qué decir, opté por preguntarle de dónde la había conseguido.

—Eso no importa. Lo importante es que es mía.

—He estado aquí durante bastante tiempo y sé que eso está prohibido. No he visto ninguna botella, ni siquiera en las cocinas. Además,  por  eso  estamos  aquí  —le  señalé  la  botella  algo preocupada—. Es peligroso que la tengas, pueden verte.

—Nadie me pillará, será un secreto. La esconderé bien —me guiñó un ojo.

Sonreí, por primera vez después de tanto tiempo de forma sincera.

—¿Puedo guardar tu secreto?

Eso hizo que su boca se curvara en una sonrisa. De improviso, me hizo una seña en el alfeizar, invitándome a que me acercara. Sin pensármelo dos veces, me senté junto a él, aunque guardando la distancia con recelo. Me froté las manos y me dediqué a observar desde las alturas aquel cielo gris, que se asemejaba con mi estado de ánimo.

—Yo también tenía mi botella cerca —le respondí—. Pero eso era antes.

—Cuando estabas deprimida —dijo leyéndome el pensamiento.

Me llevé las manos a los brazos para darme algo de calor, y el chico se percató de aquello. Me tocó el brazo y cuando comprobó que estaba helada, levantó las cejas realmente sorprendido.

—¡Estás helada! —exclamó mientras tiraba el cigarro y sacaba de su bolsillo un pequeño vaso. Acto seguido, desenroscó el tapón de la botella y vertió aquél líquido oscuro en él. Luego me lo tendió—. Bebe, antes de que termines siendo una figura de cristal que decore el tejado.

Instintivamente, cogí el vaso y lo llevé hasta mi boca. Sabía que era un error hacerlo, pero cuando noté el familiar y placentero sabor recorriendo mi garganta me olvidé de todo, hasta incluso de mí misma, sintiendo cómo la tranquilidad que había perdido estas semanas volvía otra vez a mí y con ello la pequeña dosis de felicidad que había buscado durante toda mi vida.

—Creo que he aprendido más a base de chupitos, que en la escuela.

Él sonrió divertido ante mi comentario y me puso una mano en el hombro.

—¿Por qué estás aquí? No pareces que seas como los demás.

—Por la misma razón que tú, supongo.

Vi cómo se encogía de hombros.

—La rehabilitación no es lo mío —concluyó—. No puedo cumplir las normas.

—Ni lo mío. Me estás dando un mal ejemplo y voy a terminar  convirtiéndome  en  otra  víctima  más  de  este juego —contesté entre risas.

Lo miré a los ojos, eran de un color claro, como el mar en un día de verano. Por un instante me vi corriendo, escapando y consiguiendo esa libertad tan anhelada para mí. Vi esperanza entre la oscuridad que me embargaba por dentro. La luz brillaba fuertemente en sus ojos, la profunda esperanza jamás vista y me pareció que el tiempo se había detenido por unos segundos.

—Entonces  estaré  encantado  de  que  te  unas  a este juego —apoyó  la  mano  en  mi  hombro  a  modo  de comprensión—. Quizá si estamos juntos, el tiempo aquí se vuelva más fácil para nosotros.

—No quiero volver a beber —contesté arrepentida—. Quiero salir de aquí.

Sus ojos me miraron durante unos instantes, sonriendo divertidos.

—¿Me estás diciendo que te estás arrepintiendo de haberte tomado el chupito?

—La verdad es que no, pero voy a decirte que sí, ¿vale? —dije, tendiéndole el vaso.

El muchacho lo cogió, sonriendo.

—No podemos irnos, Amy. Estamos condenados a estar aquí, pero siempre podremos encontrar algo bueno en este lugar —susurró refiriéndose a la compañía, a mí y eso me sacó una sonrisa—. Cierra los ojos, respira… y luego no pienses… ¿ves lo que tenemos delante?

Le lancé una mirada extrañada, dándole a entender que estaba confundida. Él me hizo un ademán con la mano, indicándome que olvidara lo que había dicho y se encendió otro cigarro. Yo me quedé interesada en aquel comentario, sin embargo no dije nada.

—¿Qué es lo que haces en este alféizar?

—Quiero ver un pedazo de cielo —contesté decidida.

Me pasó el cigarro y le di una fuerte calada. Después cerré los ojos sintiendo como el aire entraba por mis pulmones. Y sin saber por qué, me acerqué más a él y apoyé la cabeza en su hombro, él pasó los brazos alrededor de mi espalda.

Él y yo veíamos el mismo cielo.

Estábamos perdidos, tristes y queríamos ser libres.

Y nuestros demonios interiores sentían lo mismo.

 

(Relato inspirado en la canción Rehab,
de Amy Winehouse)

 

separador relato Amy Winehouse

Violeta López Ángel. Es una joven autora de 19 años de edad. Estudia Diseño y Producción Editorial. Adora leer libros, escuchar música a todo volumen, ver películas y series y pasear. También ama escribir y su sueño es convertirse en escritora y poder trabajar en un futuro dentro del mundo editorial. Tiene varias novelas publicadas en wattpad; actualmente escribe La cazadora de vampiros, nueva novela que comparte en:
www.wattpad.com/story/6496354-la-cazadora-de-vampiros-%C2%A9

Contactar con la autora: violetalopez-95[at]hotmail.com

Ilustración relato: Snow scenery, By Daniel Tibi (Dti) (photo taken by Daniel Tibi (Dti)) [Public domain], via Wikimedia Commons.

 

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