relato por
José L. Fernández Pérez

C

aminaban por el viejo cementerio, echando un trago, de un lado a otro a través de las tumbas. Anochecería en breve. Cosme arrancó a Márquez de las manos la botella de ginebra, y pegó un buen sorbo. Pero, en ese instante, cuando se aproximaban a la zona del columbario, Cosme se detuvo ante una de aquellas tumbas como si hubiera visto una aparición. Por los nombres y las fechas de la lápida parecían una mujer y su hijo, un bebé apenas, muertos los dos el mismo día.

—A veces ocurre —dijo Márquez—. Por lo visto fue un accidente, o algo así.

Aunque en realidad lo que llamó la atención de Cosme fue la estatua que adornaba el sepulcro. Se suponía que la imagen representaba a la Virgen, no obstante, el rostro era idéntico al de su mujer. Cosme bebió un trago de ginebra y observó de nuevo la lápida, con más detenimiento. La tumba estaba adornada con lirios y tenía grabado un epitafio: «Contigo siempre, sin importar la eternidad»; ¡y una mierda! Entonces los ojos de la estatua se hincaron de repente en los suyos. Cosme saltó hacia atrás con el corazón en la boca, temblando casi, y se giró hacia Márquez de inmediato.

—No llevan nada aquí, ya ves —continuaba éste—. Mientras los enterrábamos, una mujer se puso de parto. ¿Qué te parece? Nosotros echando tierra sobre la madre y el crío, y aquella otra tía a punto de parir.

¡Era increíble! ¿Es que no se había dado cuenta de nada? Márquez comenzó de improviso a reírse solo, después quitó a Cosme la ginebra, y empinó la botella con ansiedad. Era Márquez quien se encargaba de mantener limpios los pasillos del cementerio, abonar los cipreses y ese tipo de cosas. Conocía a su mujer, quizá la saludara aun por la calle si se cruzaban, quién sabe; ¿cómo no había reparado Márquez en su rostro cuando instalaron aquel sepulcro? A Cosme se le aceleró más si cabe el corazón. Sólo había ido al cementerio a echar un trago y no esperaba encontrar allí aquella estatua, y menos todavía que la figura le mirase.

En ese momento, pasó a su lado una anciana vestida toda entera de luto, con flores en la mano. Cosme comprobó que la estatua seguía con los ojos clavados en él y enseguida se dirigió a la señora. La mujer, sin embargo, apenas levantó la vista y les saludó; ¿de verdad nadie se enteraba de lo que sucedía?

Cosme agarró de nuevo la ginebra y se la llevó corriendo a la boca. Aquella maldita estatua parecía vigilarle y, desde luego, no había duda, era el rostro de su mujer. Cosme se notó la lengua tan pastosa como si masticara ceniza; tal vez fuera todo efecto del alcohol. Hoy en cambio sólo había tomado un par de vinos, el dinero no le dio para lujos, y por eso se había acercado al cementerio. Sabía que Márquez siempre guardaba alguna botella en su garita y que le invitaría a cuanto le pudiese ofrecer. Al fin y al cabo habían entrado a trabajar juntos en la fábrica de piensos, cuando ambos estaban recién casados. Pero Cosme no contaba, ni que decir tiene, con descubrir ahora en el cementerio una estatua con el rostro de su esposa y que ésta, para más inri, le observara. Volvió a dar un buen trago antes de que Márquez le arrebatase de las manos la ginebra.

De pronto, la estatua apretó los labios al tiempo que llevaba un poco hacia fuera la mandíbula. Cosme casi se queda sin respiración. Aquello ya era el colmo. Buscó enseguida a Márquez con la mirada, si bien éste estaba medio en cuclillas, sosteniendo la ginebra con una mano, mientras arrancaba con la otra unas hierbas que habían crecido al pie del sepulcro. ¿Acaso se estaba volviendo loco? No obstante, aquel gesto le era de sobra familiar, Cosme lo había visto en tantas ocasiones que apenas podía ya soportarlo.

Aunque no daba crédito siquiera. ¿Quién iba a creerle si lo contaba? De hecho, ni Márquez parecía ser consciente de lo que ocurría allí delante. Dirían que era la alucinación de un borracho, de un trastornado, o quién sabe qué. Pero aquella maldita mueca era inconfundible. Su mujer le había dedicado ese mismo gesto cada vez que él había perdido un trabajo, cuando tuvieron que pedir dinero a su cuñado el mayor para salvar la casa, en aquel cumpleaños de su chaval en que destrozó la tarta de un manotazo frente a todos los allí reunidos, incluso la noche anterior a que Cosme se levantara solo y comprobase que la casa se había quedado vacía.

Lo cierto es que la situación tampoco iba mucho mejor ahora. Cosme dependía de los trabajos esporádicos que le ofrecían los servicios sociales del ayuntamiento: empleos de limpieza, desbroce de terrenos y cosas así. Era una deferencia del consistorio hacia él, por ser su familia del pueblo de toda la vida. Además su hermana le daba de comer y le dejaba dormir en casa. El alcohol era sin embargo tema aparte. Ahí estaba la razón de que Cosme hubiese ido al cementerio a ver a Márquez, pues, en tanto esperaba alguno de los puestos que el ayuntamiento de tarde en tarde le prometía, tenía que buscarse las mañas para conseguir un trago.

Una vez en el cementerio, y tras varios lingotazos de ginebra, Márquez le dijo que debía hacer una ronda de comprobación por los sepulcros.

—Tengo que asegurarme de que nadie se ha levantado —sonrió.

Cogieron la botella que Márquez guardaba junto a algunos rasillones, un pico, una pala y demás herramientas en su garita, y se pusieron en marcha. No tardaría en anochecer. Caminaban entre las lápidas, bebiendo, de una tumba a otra bajo la sombra de los cipreses. Aunque justo antes de llegar a la zona del columbario, Cosme se topó de bruces con aquella condenada estatua. La piedra mantenía sus ojos plantados en él y su asquerosa mueca sacaba a Cosme por completo de sus casillas.

Sin previo aviso, Cosme se subió al sepulcro, con decisión. Ya era suficiente. Iba a arrancarle a la estatua aquella cochina mueca de la cara. Pero según puso los pies en la lápida, Márquez le agarró enseguida del brazo.

—¿Qué haces? ¡Imbécil! —gritó.

Le zarandeó tan fuerte como pudo, mirando a uno y otro lado, sin soltar la botella de ginebra, y volvió de nuevo a tirar. Cosme trastabilló en ese preciso instante. Se sujetó a Márquez corriendo y, a punto de perder el equilibrio, bajó de la tumba.

Ya en el suelo, Cosme intentó separarse de Márquez a empujones, si bien éste no se retiró. Ambos forcejearon. Sus movimientos eran lentos, vacilantes, como si fueran dos artríticos acarreando un ataúd, hasta que la ginebra rodó por el suelo y los dos se apartaron de inmediato. Márquez se apresuró a recoger la botella. Confirmó que permanecía intacta y sin más tomó impulso para embestir a Cosme lleno de rabia. Cosme se tambaleó, tratando de aferrarse a cualquier sitio, sin embargo, tan solo arrastró con él las flores del sepulcro que tenía delante, y se desplomó en el suelo.

—La próxima vez le vas a mendigar un trago a la puta de tu hermana.

Márquez le lanzó un salivazo. Pegó después un buen sorbo de ginebra y se marchó. Por un segundo, Cosme se sintió igual que si hubiera caído, borracho, en su propia fosa. Desde allí, los cipreses del cementerio parecían el techo de una cripta enorme. Cosme se fijó rápido un momento en el charco de alcohol que había dejado la botella en el suelo al caer y luego se incorporó un poco. La estatua seguía observándole, de frente, con una mueca aún si cabe más odiosa. Entonces Cosme se levantó en el acto. Se dirigió renqueante a la salida del cementerio, limpiándose el escupitajo con la manga. Pero los ojos de aquella jodida estatua se le clavaban en el cogote, podía sentirlo, aunque Cosme no se dio la vuelta y, por fortuna, ni siquiera se cruzó con Márquez al salir.

No fue muy lejos. El cementerio se hallaba separado del centro del municipio apenas por la carretera que atravesaba la localidad, y varios bloques de apartamentos, cuyas ventanas tenían vistas a las tumbas, se elevaban incluso en el lateral aledaño a la zona de nichos. Así que Cosme se mantuvo por allí cerca, rondando. Con suerte quizá encontrara a algún conocido que le invitase a un trago y, quién sabe, tal vez hasta tuviera noticias de cualquier cosa sobre aquella maldita estatua con el rostro de su mujer.

De repente, Cosme se topó con dos chavales sentados en el escalón de un portal. Se pasaban una litrona de mano en mano y tenían varias más en la acera junto a ellos. Eran jóvenes y sus padres les esperarían en casa, seguro, con la mesa puesta y una cena caliente. Cosme, en cambio, había tenido que mendigarle a Márquez un poco de ginebra, y notaba los párpados cansados y la boca llena de almíbar reseco. Si bien se acercó a los chicos de todas formas.

—Eh, chavales —les dijo—. ¿Me dais un trago?

—Lárgate, imbécil.

Cosme, no obstante, intentó alcanzar como si nada una de las cervezas. Pero el chico que estaba más cerca de él se incorporó de inmediato. Se le vino encima enseguida, y se le encaró.

—Vete a tomar por culo, gilipollas.

Cosme apoyó al instante la mano en el hombro del joven, con calma. El muchacho estaba igual de frío que una estatua de mármol.

—Tranquilo, chaval —le dijo—. Dadme un traguito al menos.

Y de pronto, el chico atizó a Cosme un empujón, con tal fuerza, que éste trastabilló varios pasos hacia atrás. Cosme se mantuvo en pie de milagro. Joder, ¿es que nadie había enseñado a aquellos mocosos a respetar a los mayores? Entonces, en cuanto Cosme recuperó de nuevo el equilibrio, se alejó de ellos.

—Esto no va a quedar así, niñatos —gritó—. No va a quedar así.

El chaval que le había empujado agarró rápido una de las botellas de cerveza y se la lanzó corriendo. Cosme creía estar bastante retirado, aunque apenas la vio llegar, y el cabrón estuvo a punto de abrirle la cabeza. A Dios gracias, la botella estalló a su lado sin tocarle.

Cosme se apresuró en el acto a buscar un contenedor de basura. Si su padre no les había dado nunca una lección a aquellos dos gilipollas, él se la daría, desde luego. Cosme abrió el contenedor nada más localizarlo, metió dentro casi medio cuerpo y, hurgando entre los desperdicios, reparó en lo que parecía la pata de una silla de madera. Eso podría servirle, sí señor.

Cogió la pata de la silla y, sin cerrar el contenedor siquiera, se dirigió volando a por aquellos malnacidos. Habría dado cualquier cosa por un trago en ese momento. Cosme rodearía a los dos desgraciados por la calle de atrás, así los cogería desprevenidos y no podrían defenderse.

Se asomó por la esquina después y observó un segundo a los chavales. Los chicos se reían a carcajadas, despreocupados, pasándose la botella del uno al otro. Aunque sin más, uno de ellos se quedó petrificado de pies a cabeza. Cosme pegó un respingo al instante; allí clavado, absorto, aquel imbécil parecía idéntico a su mujer. Casi no podía creerlo. El chico permanecía inmóvil, con la cerveza en la mano, y su mirada era tan rígida como la de aquella maldita estatua del cementerio. Cosme ahora se convenció.

Sujetó con firmeza la pata de la silla, y se acercó a los muchachos a todo correr. Alzó el madero sobre su cabeza. Sin embargo, justo cuando iba a propinar el golpe, los mocosos le descubrieron. Los dos chavales se levantaron enseguida de un brinco, y Cosme, medio a trompicones, descargó al aire el estacazo. Entonces uno ellos le embistió sin mediar palabra. Cosme estiró los brazos e intentó pararle así, pero el chico le lanzó de bruces contra el suelo.

Cosme trató de incorporarse lo antes posible. Sentía que la calle se balanceaba de aquí allá y, a pesar de ayudarse con los brazos, apenas enderezó la espalda lo suficiente. Arrojó en cambio a los chavales desde el suelo la pata de la silla, si bien no rozó ni de lejos a aquel par de miserables.

A continuación, uno de ellos enganchó arrebatado una botella de cerveza y se plantó ante Cosme. El niñato tenía sin duda la misma expresión que su mujer, firme, igual que aquella condenada estatua del cementerio. De pronto el chico empujó a Cosme con el pie. Lo oprimió contra el asfalto y le vació la botella por encima, del todo.

—Aquí tienes tu trago, capullo.

Cosme procuró taparse la cara, darse la vuelta, no obstante, el otro chaval comenzó a patearle de inmediato. Cosme encogió el cuerpo sin dilación. Se protegió la cabeza con los brazos cuanto pudo. Aunque le llovían golpes a diestro y siniestro en las costillas, en las piernas, en el estómago. Le costaba incluso sollozar y hubiera jurado que los sonidos le llegaban desde el interior de una fosa, como el retumbar de la tierra cayendo sobre su propio ataúd. Pero en ese instante aquellos desgraciados se detuvieron de repente.

Cosme temblaba de arriba abajo, chorreando cerveza, mientras un pinchazo agudo le atravesaba el pecho de un extremo a otro. Casi ni era capaz de moverse. Sin embargo, alzó la vista hacia aquellos mal nacidos. Uno de los chavales atenazaba con ambos brazos a su compañero, en tanto éste, apretando los labios, arrastraba la mandíbula un poco hacia fuera. Cosme entonces reptó hacia atrás en el acto. ¿Cómo era posible? Esa jodida mueca era clavada a la de su mujer, convencido, la misma que le había dedicado aquella condenada estatua del cementerio. Cosme no podía creerlo de veras, tenía que hacer algo.

Se puso de pie, renqueando, medio encogido todavía, y se marchó. Los chicos parecían haberse olvidado de él. Cosme siguió hacia delante, empapado de cerveza y con el cuerpo molido, como si se hubiera levantado de una borrachera de toda una semana. Aunque ni siquiera miró de reojo a esos dos bastardos, no le hizo falta. Conocía de sobra aquel maldito gesto. En ese momento Cosme lo vio claro. Aceleró el paso cuanto le dieron de sí las piernas, derrengado, con las manos apretadas en los riñones, y se dirigió al cementerio enseguida.

En breve sería de noche por completo. Cosme sabía que el cementerio estaba cerrado ya, si bien la puerta no tenía una altura excesiva, y los adornos de la reja podrían quizá ayudarle a escalarla. No obstante, aquellos dos cretinos le habían dejado hecho polvo. Cosme estaba calado de cerveza hasta el cogote, los riñones le quemaban y, en ocasiones, una punzada le cruzaba el pecho de parte a parte. Pero con todo se encaramó a la reja. Apoyó el pie en uno de los adornos y, tomando impulso, descansó el cuerpo en la pared donde se fijaba una de las hojas del portón de entrada. Así pudo pasar Cosme las piernas al otro lado.

Una vez dentro del cementerio, se encaminó de inmediato a la garita de Márquez. Comprobó que no había nadie asomado en las ventanas de los pisos contiguos y, sujetándose los riñones, pateó la puerta tan fuerte como el dolor le permitió. La chapa de la puerta retumbó entonces igual que si el trastazo procediera del fondo de una cripta. Cosme en cambio intentó dar de nuevo con alguna luz en los bloques de pisos, y, después, continuó golpeando la puerta hasta que ésta cedió.

Luego entró en la garita, encendió la luz y revolvió cualquier cosa que pudiera servirle. Pegados a la pared había varios sacos de cemento y rasillones, un pico, una pala, algunas cuerdas. El pico sería lo mejor. Cosme lo cogió y, tanteando su peso, se acercó enseguida a la mesa de Márquez. Apenas había por encima algún papel. Sin embargo, Cosme abrió corriendo el cajón donde Márquez solía guardar la ginebra. Dejó el pico en el suelo apoyado en el mueble, y a pesar de sentir la lengua apelmazada, grumosa, enganchó la botella de todos modos y dio un buen trago. Acto seguido cerró la ginebra y se la guardó entre el cuerpo y la cintura del pantalón. Agarró también una linterna que localizó en el cajón y se la llevó consigo. Se echó por tanto el pico al hombro sin más y, estirando los riñones, apagó la luz y salió fuera de la garita.

Cosme se aseguró ahora otra vez de que no había nadie asomado a las ventanas de los pisos aledaños, y buscó al instante aquella condenada estatua por el cementerio. Iba a borrarle de la cara esa jodida mueca de un plumazo. Deambuló entre las lápidas, medio perdido, iluminándose aquí y allá con la linterna, y el pico al hombro. Bajo la escasa luz, lúgubres, los cipreses parecían formar sobre las tumbas la bóveda de un gran mausoleo. Cosme enfocaba de un sepulcro a otro con la linterna mientras caminaba. Cada dos por tres, se detenía además en mitad del cementerio, tiraba el pico en cualquier lápida y, tras estirar un poco los riñones, pegaba un lingotazo de ginebra antes de proseguir.

Cuando por fin encontró la estatua, Cosme le alumbró el rostro con la linterna. Aquellos ojos de mármol parecían mirarle de frente a través de la luz y, para colmo, la imagen aún mantenía imperturbable los labios apretados y la mandíbula un tanto hacia fuera, la misma expresión odiosa que Cosme había visto multitud de veces a su mujer. Aquel gesto era inconfundible. Cosme arrojó al segundo el pico sobre la sepultura y, a toda prisa, tomó la ginebra después y empinó con ansia la botella.

Acto seguido enfiló la luz al epitafio: «Contigo siempre, sin importar la eternidad». ¡Y un cuerno! Cosme soltó rápido la linterna y se subió en la tumba, a rastras casi. La estatua clavaba sus ojos fijos en él, pero Cosme, balanceándose y con las piernas flojas, se plantó en cambio cara a cara ante la imagen. Más tarde se llenó la boca de ginebra hasta que no le cupo dentro una gota de alcohol. Y de improviso, sin aguantarse la risa apenas, le escupió el líquido a la estatua en pleno rostro.

Cosme se carcajeó entonces a sus anchas, apretándose sin embargo el estómago para soportar el dolor que le habían causado aquellos dos malnacidos. Aunque de inmediato, tratando de contener la risa en lo posible, se enganchó de la botella a la mínima oportunidad. Los ojos de la estatua le parecieron de repente más repugnantes aun si cabe. Así que en ese momento Cosme estampó la ginebra sin dudar contra la cabeza de la escultura. La botella reventó en mil pedazos, pringando de alcohol no sólo la imagen, sino a Cosme también, y salpicando la ginebra por todo el sepulcro.

Cosme se tronchó de nuevo a risotada limpia, sujetándose el estómago con los brazos, medio encogido. A continuación se dio la vuelta y se agachó poco a poco, vacilante, si bien se tambaleaba de tal forma, que plantó las rodillas en el mármol empapado de ginebra y arrastró las manos por la losa hasta llegar al pico allí junto a él. Una vez lo alcanzó, se incorporó con cuidado. Enarboló enseguida la herramienta y golpeó el rostro de la estatua sin la menor dilación. Los trozos de piedra saltaban disparados y los estacazos resonaban entre las tumbas mientras Cosme, pese a desternillarse de risa y mantener a duras penas el equilibrio, picaba tan implacable como era capaz. Ni siquiera se percató de que varias ventanas se iluminaron en los pisos aledaños al cementerio.

Aquellos dos desgraciados le habían dejado los riñones hechos polvo. No obstante, Cosme no cesaba de atizar con el pico a la estatua, sin parar de reír. La piedra era por su parte tan dura que Cosme cogía impulso y acometía con todo el cuerpo, aun cuando las rodillas le flaqueaban y casi ni podía levantar el pico por encima de su cabeza.

Cosme cargaba sin descanso, una y otra vez. De pronto, llevó el cuerpo hacia atrás en un nuevo ataque, pero en tanto alzaba el pico sobre su cabeza, pisó en el borde mismo del sepulcro. El alcohol que regaba la losa le hizo escurrirse en un abrir y cerrar de ojos y perder el equilibrio por completo. Cosme poco menos que pudo soltar la herramienta e intentar aferrarse sin éxito a cualquier sitio. Cayó de costado, manteniendo un pie en la tumba hasta el último instante, y aterrizó con la cabeza de lleno en la sepultura contigua.

Quedó tirado en el suelo, con el cuerpo retorcido entre las dos lápidas, como si se hubiera precipitado desde un octavo piso. Una mancha de sangre se escurría por la tumba hasta el charco que se formaba con lentitud bajo la cabeza de Cosme. Ahora, el cementerio había vuelto a su paz anterior.

El ladrido de un perro se escuchó entonces en la distancia, al tiempo que el aire nocturno mecía descompasado los cipreses. Sin embargo, la estatua apenas conservaba intacta en la cara la barbilla, un ojo medio agujereado y parte del pómulo de ese mismo perfil. Tenía el rostro destrozado casi por entero.

 

 

 

Tenía el rostro destrozado

José Luis Fernández PérezJOSÉ LUIS FERNÁNDEZ PÉREZ, Toledo (España), 1979. Licenciado en Administración y Dirección de Empresas, así como en Filología Hispánica por la UNED. Finalista en el I Certamen Literario Apoloybaco (2006, Sevilla), primer premio de narrativa en el Iparraguirre Saria de 2008 (Zumárraga-Urretxu, Guipúzcoa), y accésit en el VII Concurso de Relatos Cuentos Junto a la Laguna (2011, Berrueco, Zaragoza). Asimismo, su cuento Manzanas fue publicado en la selección de relatos El cuento, por favor (Ediciones y Talleres de Escritura Creativa Fuentetaja, Madrid, 2007), y, posteriormente, su relato En pijama y medio descalzo apareció en la Colección Noray (Editorial Bermingham, Donostia-San Sebastián, 2009). Colaborador con diversos relatos en distintas revistas de narrativa contemporánea.

Contactar con el autor: joseluisupg [at] yahoo.es

 Ilustración relato: Fotografía por Pedro M. Martínez ©

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