por
Andrés Varela Miranda

 

E

se día nefasto había leído un par de documentos. Uno iba sobre Budismo y otro era sobre lenguaje corporal. Que si cruzas los brazos estás adoptando una posición defensiva o tienes frío. Que si te metes el dedo en la nariz tienes algo que esconder o te estás limpiando la napia, ya sabes. Que si estrechas la mano débilmente eres marica, y que si la estrechas muy fuerte no haces amigos pero con esmero puedes romper falanges como si fuesen cacahuetes.

Entonces, tras este párrafo introductorio me veo en la disyuntiva de elegir un narrador en primera o tercera persona… porque aún no está claro. Demos gracias a estas pequeñas sorpresas de la lengua castellana y no las maldigamos. Como ya he utilizado el «yo» demasiado en otros textos y no quiero parecer egocéntrico, permíteme que creemos un «él». A continuación le damos un poco de color. Cuatro brochazos nada más, que tampoco es importante. No olvidemos quién es el que lleva las riendas. Yo.

Él es un hombre de treinta años. Tiene una novia polaca que hace el amor como los ángeles… ¡Ah, no! ¡Que no tienen sexo! Bueno, como los… esto… sí, puede valer… como los polacos. Es cariñosa y le ama en la medida en que él la ama, a veces sí, a veces no, como los intermitentes de los coches. Un día de resaca se tumbó en el sofá e hizo una lista de puntos positivos y negativos sobre ella. En la parte positiva había tres cosillas. La negativa doblaba la anterior. Tonterías, principalmente. «Le gusta flirtear», por ejemplo. Curiosamente, la polaca había hecho unos días antes la misma lista y coincidían en todo, artículo por artículo.

Trabaja en una grúa del puerto, subiendo y bajando mercancía, escuchando música ska a todo trapo con unos cascos que debe renovar puntualmente cada dos semanas porque el izquierdo deja de funcionar. Pero no comprará otros más caros, tiene miedo a que pase lo mismo y sea tirar dinero. Cuando llega a casa le gusta tomarse una cerveza en la mesa del salón y leer un rato. Luego escribe historias a mano. Miles de historias que después empaqueta en cajas de cartón en el trastero. En su interior cree que dentro de cien años un vecino abrirá el trastero y publicará el material, añadiendo otro escritor genial y frustrado al altar de la literatura. Este es uno de sus defectos, se pasa todo el maldito día en las nubes, saltando ágil y felizmente de una a otra sin caerse pero sin darse cuenta de que en las nubes no está la respuesta.

Aquella noche había leído un par de documentos (remítase al primer párrafo, por favor). Y comenzó su relato número cuatrocientos veinticuatro…

Cuando se duerme, hay momentos en que uno, subconscientemente, siente que se cae. Dicen los que lo dicen, que es una herencia de cuando éramos algo parecido a los monos actuales. Y es que nuestros antepasados dormían en los árboles y tenían que andarse con cuidado de no caerse de la rama y alimentar a las fieras que merodeaban a ras de suelo. Otro aspecto interesante es que dicen que cuando se te eriza el pelo es una reacción ante el peligro para parecer más corpulento e inhibir al atacante con tu tamaño.

No hablo por hablar. Sé también de primera mano que los que lo dicen están en lo cierto. Será difícil creerme pero he muerto, en el sentido de que ya no soy persona humana. Al dejar mi apariencia humana, al morir, tal y como concebís la muerte, mi energía se propulsó al pasado por alguna misteriosa maña. Vi a Freud esnifar coca en el capó de un coche, vi a Da Vinci copiar en un examen, vi a Nerón jugar con fuego y a Julio César haciéndose las cejas. Observé de pasada a mil personas levantando grandiosos templos para luego quemarlos hasta los cimientos. Pude ser testigo de la evolución de los elefantes y las ballenas, del efecto de la erosión en montañas y valles. Y luego todo paró y allí estaba yo encaramado a un árbol tratando de dormir.

Miré hacia arriba y vi la Luna alumbrando con su luz encantadora a mis compañeros de las ramas superiores. Miré hacia abajo y pude ver tigres gigantescos con las fauces abiertas esperando que algún mono se resbalase y les diese alegría. Esa noche cayeron tres monos. Pero yo no. Viví para ver otro día.

Cuando me desperecé las fieras se habían ido y el sol había llegado alumbrando desde el horizonte. Los pájaros pacientes jugaban a hundir la flota con las lombrices de la laguna. Y estas últimas llevaban todas las de perder. ¡A4! Agua, C8… agua… ¡F6! ¡Te han jodido! Y lombriz al papo. Como la vida misma, ¿no?

Bajé cuidadosamente. Estaba hambriento. Me puse a correr a saltitos por la pradera buscando cosas que meterme dentro. Pero alguien por la espalda me metió a mí dentro de SU adentro. Y de nuevo un chispazo de energía me envió a una lombriz de la laguna… No me jodas…

 

Karma o cómo simulé cojera
ilustración título relato Karma

Empecé a hacerlo como de broma. Fingía que tenía una cojera en la pierna derecha. Todo comenzó cuando quedé con mi hermana una vez, a quien recibí caminando con esa tara en la pierna. Ella se rió y me preguntó que qué me pasaba y yo, en vez de sonreírle y decirle que era de coña, le dije que me había lastimado. Por una décima de segundo consideré que no valía la pena seguir con el cuento, pero continué con mi actuación. Fuimos a comer, un poco más despacio de lo habitual. Tras esto volví a casa y me despedí de ella, que ingenuamente me dijo que me recuperase. El caso es que ahora que estaba en casa y sin nadie observándome continuaba fingiendo que estaba medio cojo.

Los días siguientes continué con la historia. Estaba preparando oposiciones por aquellas, así que iba a la biblioteca caminando lentamente. En cierto sentido me gustaba que la gente me mirase con esa mirada compasiva, como pensando que yo era una pobre criatura. Me volví adicto a esta reacción de la gente y en mi interior pensaba en nuevas formas de dar lástima a los demás. Así es que ahorré durante unos meses y me compré una silla de ruedas. Había que verme la sonrisa en la boca, bajando a toda hostia por las calles. Una vez incluso me caí de la velocidad, estampándome en un puesto de lotería. Tuve que ir reptando hasta la silla ignorando varias manos que se ofrecían a ayudarme. Dejadme en paz, dejadme en paz gilipollas, gritaba. Y disfrutaba de sus muecas contrariadas al ver que aun encima les insultaba. De este modo investigué nuevos campos sociológicos. Algunas veces pedía dinero al lado de otro mendigo y comparaba quién se llevaba más. Solía ganar yo, he de decir. Otras veces insultaba a gente al azar para ver si se atrevían a responderme. Muchos no tenían las agallas.

Llámalo karma o como quieras. Suspendí las oposiciones. Y, además, tuve que sufrir una operación debido a un neumotórax. Me dije que con lo propio ya tiene uno suficiente, que no hace falta fingir otras cosas. Lo bueno, dejé de fumar tras lo del neumotórax. No hay mal que por bien no venga, dicen. Y, sin embargo, qué bien me lo pasé mientras duró.

 

arabesco párrafo relatos Andrés Varela

 

📩 Contactar con el autor: a.varela.miranda [at] gmail [dot] com

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📸 Ilustración relatos: Fotografía por Pedro M. Martínez ©

 

biblioteca relato Andrés Varela

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Revista Almiarn.º 83 / noviembre-diciembre de 2015MARGEN CERO™

 

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