relato por
Ronald Vega-Pezo

 

I

ncluso saber que aún quedaba un largo trajinar por delante no los amilanaba. Eran muchos los meses de caminata por estos aterradores parajes e histórica la misión por cumplir, como para abandonar ahora tan noble labor en beneficio de la humanidad.

Era de mañana y caminaban con cautela. Los últimos tres días prefirieron no descansar. Según el mapa estaban cerca. Ella camina adelante, atenta a cualquier ruido o movimiento que en contados segundos podría convertirse en mortal ataque de alguna bestia al acecho. Él va detrás, concentrado en el mapa, descifrando extraños sistemas de orientación, tratando de prever los continuos y radicales cambios de clima que se han venido dando en las últimas semanas. Todo en un mismo aparato.

Es un bosque gris. Delgadas láminas de metal cubren las hojas de estos extraños árboles, tan parecidos a figuras humanas petrificadas, representando seres tratando de salir de sí mismos. Todo está quieto sobre esta interminable alfombra de gras sintético. Sólo ellos se mueven, agazapados, ocultándose tras ellos mismos, sabiéndose los únicos defensores de sus propias vidas. Solos. Bajo el azul tenue de un cielo entristecido.

Algunas veces, cuando observa en el cielo una estrella fugaz, ella dice que la mejor manera de llegar es siguiendo la ruta de la estrella; entonces él, enojado, le muestra la pantalla digital de su reproductor satelital de mapas, obligándola a tomar la ruta correcta y permanecer expectante ante cualquier posible ataque de los tantos animales salvajes que pueblan esta jungla siniestra. Hace tan sólo unos días, una planta carnívora los atacó de sorpresa, envolviéndolos en una maraña de cables de la cual sólo pudieron liberarse gracias al desintegrador cuprífero FX-9000 que ella, precavida, había instalado sobre su casco.

Pero no representaban las plantas tan grave peligro como los animales. Ante los furiosos e inesperados ataques de los misilóndores, que al planear muy cerca de sus cabezas alcanzan dimensiones terroríficas (acrecentadas por ese agudo graznido capaz de reventar las venas de cualquier ser viviente), no tienen mejor forma de defenderse que el abrazo. Es ahí, en el contacto de sus armaduras, cuando se crea entre ellos un campo magnético capaz de repeler el ataque de tan peligrosa ave. Con los plastifelinos no han tenido hasta ahora grandes problemas. Sucede que estos animales, tanto como sus milenarios antecesores, se regodean frotando sus cuerpos contra los troncos de los árboles, entonces, el sonido creado por la fricción del plástico con el metal advierte a nuestros héroes del inminente peligro que acecha, dándoles tiempo —ya sea a él o a ella, aunque siempre sea ella quien actúe— de alistar la mortal espada de helio, que gracias a su sensor de sangre, se convertirá en arma autodirigible que penetrará en alguno de los pequeños espacios de piel del plastificado animal para hincharlo hasta la explosión. Mientras eso sucede, él encenderá la filmadora para captar en imágenes las deformaciones que sufre el rostro del animal hasta llegar a su destrucción. Lo han hecho muchas veces desde que todo esto comenzó.

—Sólo nos faltan tres kilómetros —dice él sin despegar la mirada del mapa digital.

—Eso significa que lo peor está por comenzar —responde ella confiada en su intuición.

Cuando la luz roja del aparato, que él no ha dejado de observar, comienza a parpadear, se detienen. Sólo se escucha el tintineo de la alarma del radar que indica que están muy cerca del objetivo. Las muecas de asco en sus rostros se hacen más expresivas. Están frente al albañal y lo tienen que cruzar para llegar al anhelado tesoro. Con las máscaras de oxígeno puestas y su sofisticada vestimenta, se sumergen en aguas repletas de mierda, vomitan dentro de las máscaras pero prefieren no quitárselas hasta pasar al otro lado. Una vez allí los vómitos se reanudan incesantes. Restos de heces se escurren sobre sus ropas. Se revuelcan sobre el suelo y los árboles tratando inútilmente de limpiarse.

—No  tenemos  tiempo  que  perder,  ya  estamos  a  un paso —dice él reaccionando en medio de nuevas arcadas que le encorvan el cuerpo.

Así, embarrados de inmundicia, retoman la marcha por un estrecho sendero. Bestias que en otro momento hubieran salido a atacarlos, huyen despavoridas al verlos. Ellos no se detienen. Tampoco tienen valor para mirarse por temor a reconocerse en el otro. Un arco iris en tonos grises se ha formado en el cielo. Ella lo mira y entiende que es una señal pero no lo dice.

Al terminar el camino se dan con un amplio jardín ennegrecido del que se elevan delgadas líneas de humo. El olor a basura quemada los atrapa como una ola gigante.

Cuando la ven, exactamente en medio del jardín, corren hacia ella en desesperada carrera entre interminables montículos de desperdicios carbonizados y humo. Sentados alrededor de aquella flor, la última que ha crecido en todo el planeta, ambos se observan por vez primera; sonríen a pesar del olor nauseabundo que emana de sus vestidos, de los pequeños rastros de defecaciones que se han adherido a sus rostros, del intenso olor a basura quemada en el que están envueltos, sonríen. Entonces, como si estuvieran recogiendo el alma herida de un Dios muerto, extraen la flor. Incontenibles lágrimas brotan de sus ojos mientras acarician los pétalos.

 

Éxtasis.

 

Él lleva entre las manos una pequeña urna de cristal donde la flor acaba de ser colocada por ella con extremo cuidado. Sus acuosas miradas se cruzan en un instante de felicidad infinita. Colocan dos sellos sobre la urna: el primero es un código de barras y el otro un cartelito donde se lee: «For Sale».

 

Vuelven por el mismo camino.

 

relato Ronald Vega-Pezo

Ronald Vega-Pezo (Lima, 1978). Dirige el blog Voz Urgente (www.vozurgente.blogspot.com) y colabora con el blog Circulo Dilecto (www.circulo-dilecto.blogspot.com). Trabaja como profesor. Gusta de la lectura y practica la escritura.

📨 Contactar con el autor: vozurgente [at] gmail [dot] com

🖼️ Ilustración relato: Fotografía (detalle) por andreaswierer / Pixabay [CCO dominio público]

 

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