relato por
Camino Aparicio

 

-¡N

o lo puedo creer! Pero, ¿cómo ha podido?

Ruth se encontraba fuera de sí cuando entró en la cocina. Sus mejillas estaban rojas de ira y en su frente palpitaba un visible y acelerado pulso. Llevaba puesta una ropa distinta. Cuando entró la primera vez a la cocina, apenas media hora antes atraída por el olor a comida, tenía puesto un vestido azul a rayas. Tras descubrir cuál era el exquisito platillo que le esperaba para la hora de la comida, decidió salir al jardín a leer un rato. Subió primero al estudio en busca de un nuevo libro pero, cuando volvió a entrar en la cocina gritando enfurecida, su vestido se había convertido en unos vaqueros desgastados y en una camiseta vieja. Su cabello, perfectamente trenzado media hora antes, estaba ahora a medio recoger y despeinado. Su respiración, muy alterada.

—¿Cómo se atreve a hacerme esto a mí?

—¿De qué hablas, Ruth?

Su tía Elsa tenía el delantal de margaritas puesto. Estaba terminando de picar en juliana unas verduras para la guarnición de las costillas de cordero asadas que esperaban pacientemente en el horno, y miró a su sobrina entre sorprendida y asustada. Cuando unos segundos antes vio por la ventana cómo Ruth se levantaba agitada del balancín del jardín, dejando que el libro que tenía en las manos saltara por los aires, y se dirigía en tan solo unos segundos al interior de la cocina, habría jurado que todavía llevaba el vestido azul.

—¡Nunca creí que pudiera hacerme algo así!

Ruth daba vueltas alrededor de la mesa de la cocina, como si persiguiese un supuesto fantasma con respuestas que la burlase en cada esquina de la pequeña mesa. Tiró una silla a su paso y chocó en varias ocasiones con la tía Elsa.

—¿De quién hablas, hija?

Elsa, que empezaba a sentir una gran curiosidad mientras se iba calmando su sobresalto inicial, inquiría a una Ruth nerviosa y encolerizada, con la mirada perdida y que no podía escuchar más que el eco interno de lo que parecía una reciente y profunda ofensa.

—Pero, ¿quién se ha creído?

—Ruth, ¿qué ha pasado?

El tono conciliador y cariñoso, aunque con unos tintes de impaciencia, con el que Elsa trataba de sacar a su sobrina de su ensoñación, no pareció tener ningún efecto sobre ésta, que a cada segundo se veía más sobresaltada, agitada y enfadada.

—¡A mí con esas! ¿Cómo ha podido?

—Ruth, ¿de qué hablas?

El tono de Elsa empezaba a sonar brusco y cansado. Mientras, Ruth seguía dando vueltas a la mesa de la cocina en su fantasmagórica persecución.

—¡Nunca lo hubiera imaginado!

Los ojos de Ruth se encontraron finalmente con los de su tía Elsa y con lo que pareció, al menos para esta última, un atisbo de sollozo, Ruth salió de la cocina dando un portazo y subió las escaleras a toda prisa.

La mesa de la cocina terminó de repiquetear contra el suelo tras la agitación. Elsa respiraba hondo y trataba de barajar las múltiples posibilidades del suceso, a la vez que repasaba con metódica atención los utensilios de la cocina y los alimentos que con tanta parsimonia estaba manipulando antes de la abrupta irrupción. El balancín del jardín, inmóvil ahora, había servido de apoyo en la caída del libro que voló por los aires. Algunas hojas quedaron arrugadas tras el impacto.

Unas imprevistas nubes habían desplazado la intensidad del sol y se vislumbraba incluso la posibilidad de una lluvia tardía. A Ruth le gustaban los días lluviosos y sentarse a leer en el balancín del jardín bajo el tejadillo. Incluso cuando sus libros se salpicaban de algunas diminutas gotas de agua y su cabello se encrespaba por la humedad, los estornudos eran lo único que la regresaban al interior de la casa.

Elsa escuchó a través de la puerta de la habitación de Ruth. Distinguió sollozos. Entró muy lentamente y encontró a Ruth tendida sobre la cama. Su sorpresa recayó nuevamente sobre el atuendo de su sobrina, ¿ahora un suéter rojo y los pantalones de aquel pijama que nunca usaba? El rostro de Ruth se veía misteriosamente hermoso, pensó Elsa. La mejilla izquierda estaba cubierta de lágrimas y su cabello, delicadamente peinado sobre los hombros, alcanzaba a tapar parte de uno de sus llorosos ojos.

—Ruth, mírame.

—¿Cómo ha podido?

El tono de Ruth ya no era furioso sino incrédulo y triste. Seguía hablando al vacío sin advertir la presencia de Elsa, sin sentir sus caricias en la cabeza.

—¿Me puedes contar qué ha ocurrido?

—No lo puedo creer. Realmente no lo puedo creer.

La mirada de Ruth vagaba por el horizonte de la ventana y su conciencia parecía perdida entre sombras de incertidumbre. Elsa conocía mejor que nadie la facilidad de Ruth para sumergirse y perderse en largas ensoñaciones, pero esto era distinto. La mirada de su sobrina, llena de profundo dolor y tristeza, era sobrecogedora. Algo debió haber pasado sin que Elsa se enterase pero, ¿qué? Ella vio cómo subía al estudio, cómo bajaba de nuevo, cómo se sentaba en el balancín del jardín… varias veces se quedó observándola mientras ella estaba absorta en su lectura.

—¿Quieres una taza de té, hija? Para calmarte…

Ruth nunca se resistía a una taza de té caliente. Le hacía sentirse como en las novelas inglesas del siglo XVIII, como si fuera un personaje de Richardson. Pero ni siquiera la tentación de un delicioso té pudo sacarla de su ostracismo mental.

—Pero, ¿cómo ha podido hacerme algo así?

—¿Quién, Ruth, quién?

Elsa empezaba a impacientarse ante la falta de respuestas y decidió dejar sola a su sobrina para que ambas pudieran calmarse.

De nuevo en la cocina comprobó que todo estaba en orden y que el horno no se había pasado de tiempo. Qué bueno que había decidido bajar, pensó, pues hubiera sido una grave ofensa gastronómica dejar quemar esas costillas. Olvidándose por un momento de Ruth, empezó a moler unos ramilletes de romero mientras su mente divagaba por la historia de la casa. ¿Qué pasaría con la casa cuando ella ya no estuviera? Seguramente Nuria convencería a Ruth para que la vendiera. Sí, eso sería lo más razonable pero, ¿vender la casa? ¿A quién? ¿Y si el nuevo dueño quería demolerla? Suspiró con impotencia.

El agua empezó a hervir. Ruth escuchó el silbido de la tetera desde las escaleras, mientras bajaba de nuevo hacia la cocina. Quería un té, eso le ayudaría a calmarse y a pensar con mayor claridad. Necesitaba respuestas y ahora se encontraba muy angustiada como para encontrarlas. Cuando abrió cuidadosamente la puerta de la cocina, Elsa estaba mirando fijamente por la ventana del jardín hacia el balancín vacío y todavía móvil. A pesar del sigilo de Ruth, se asustó con su llegada.

—¡Ruth!

—¿Cómo ha podido, tía? ¿Cómo se ha atrevido a hacerme esto?

Ahora Ruth buscaba un interlocutor, un gran paso que tranquilizó a su tía.

—¿De qué hablas, hija? ¿Qué ha pasado?

—Necesito un té, necesito calmarme.

—Ven, siéntate aquí conmigo.

Elsa no estaba muy segura de que Ruth en realidad la estuviese escuchando o, si lo hacía, que tuviera intenciones de responder a las preguntas que seguía ignorando. Sirvió el té en dos tazas y se sentó junto a su sobrina. Se quedó mirando su rostro pálido, muy pálido, y su cabello, que ahora estaba… ¿más corto?

—Pero, ¿qué demonios has hecho, Ruth?

Elsa empezó a enfadarse de veras y Ruth a llorar. Su llanto parecía una catarsis y, a la par que las lágrimas salían, la cordura tomaba su lugar. Sus ojos empezaron a brillar y a enfocarse, sus mejillas recobraron algo de color. Con el primer sorbo miró fijamente a su tía.

—¿Cómo ha podido hacerme algo así?

—¿De quién hablas?

—¿Cómo se atreve?

—Pero, ¿qué ha pasado?

—Nunca lo imaginé.

—¿El qué?

—No lo puedo creer.

—Ruth, ¡cuéntamelo!

—¿Quién se ha creído que es?

La tristeza de Ruth volvió a convertirse en ira y la inquietud de Elsa se desbordó.

—¿Por Dios, Ruth, quién?

—¡Él!

El grito desgarrador de Ruth retumbó en toda la casa.

* * *

Nuria llamó por la tarde. Solía visitar a su tía Elsa y a Ruth todos los viernes, le agradaba pasear desde su casa hasta la de ellas, a pocas calles una de la otra. Siempre pasaba un rato agradable en su compañía y así se aseguraba de que estuvieran bien y no necesitasen nada. Pero esa tarde pensó que no era conveniente ir. Había empezado a llover demasiado fuerte, una tormenta eléctrica que, de su casa a la de la tía Elsa, le hubiera empapado hasta los huesos.

Cuando sonó el teléfono, la tía Elsa estaba cosiendo en la salita. Tras escuchar lo que había ocurrido con Ruth ese día, Nuria, con expresión compungida, le preguntó a Elsa:

—Tía, ¿sabes si Ruth abrió el paquete que dejé el sábado en el estudio?

Elsa se extrañó con aquella pregunta. ¿Qué tenía que ver eso con Ruth?

—No lo sé, hija, no sabía que hubieras dejado algo, ¿por qué lo preguntas?

—Tía —dijo Nuria muy alarmada—, creo que me confundí de libro.

 

 

relato Camino Aparicio Barragán

Camino Aparicio Barragán. Es Licenciada en Filosofía por la Universidad de Salamanca (generación 2002-2006), Maestra en Filosofía por la Universidad Nacional autónoma de México (generación 2010-2012) y actual doctorando en Filosofía en la Universidad Nacional Autónoma de México (generación 2012-2016).
Publicaciones
Libros: Lázaro, de nuevo (Bartolomé Gil Editor, 2004).
Artículos: Orígenes de la ontología de Unamuno (Scientia Helmántica, 2013); Schopenhauer y la música (Kath’autón, 2007)
Cuentos: Café y madera (Zampique literario, 2011); Con un vaso de whisky (Zampique literario, 2011); Quimérico (ddooss, 2005) y Ricardo ruipérez (ddooss, 2005)

Contactar con la autora: kamino_18 [at] hotmail [dot] com

🖼️ Ilustración relato: Foto de Ayswarya Aish, en Pexels

 biblioteca relato Camino Aparicio Barragán

TRES RELATOS SORPRESA (traídos aquí desde nuestra biblioteca)

cinemascope Cinemascope, por Agustín Calvo Galán. En Margen Cero (Biblioteca de relatos – 2005)
Marruecos Emigrantes, por Paco Ruiz. En Margen Cero (Biblioteca de relatos – 2004)
La Kiki (relato) La Kiki, por Pilar Romano. En Margen Cero (Biblioteca de relatos – 2004)

Revista Almiarn.º 74 / mayo-junio de 2014MARGEN CERO™

 

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