relato por
F. F. Gallardo

 

1

 

E

scribo esta carta como una plegaria de que un día alguien pueda leerla y la entienda, para que así mi historia tenga un propósito y no se pierda entre tantas más. Lo hago ahora, que aún puedo mantener mi mente clara o lo más que me es posible. Aunque lo más probable es que cuando alguien lea esto yo esté muerto, o peor aún.

Todo comenzó con aquella maldita carta; llegó a mi departamento en el Distrito Federal —México— el 4 de marzo de 2014. Yo me encontraba redactando un artículo para la sección de deportes del diario El Universal, y para ese momento tenía días sin dormir adecuadamente y el café se había convertido en un elemento tan esencial como el oxígeno, debido a que el trabajo como periodista independiente es poco solicitado en esa ciudad, y uno tiene que hacer un esfuerzo sobresaliente para que los periódicos se interesen en alguna nota.

Aproximadamente a las dos y media de la tarde decidí que era buena idea comer algo, así que me puse la primera camiseta que encontré debajo de la alfombra que había formado con toda la basura en mi departamento y me dirigí a la calle en busca de algo para mi estómago.

Mi departamento estaba en el segundo piso, así que pensé que sería bueno que mis piernas tuvieran algo de trabajo y tomé camino por las escaleras; una vez llegué a la entrada principal noté que mi buzón estaba con el cartón verde. Me resultó particularmente extraño ya que no esperaba correspondencia y las cuentas habían sido pagadas recientemente, pero preferí pasar de ello y salir a un local de comida rápida que se encontraba pasando la calle.

Debo haber estado un par de horas en ese lugar, ya que llegué justo cuando comenzaba un partido de football entre el equipo de Querétaro y el de Jaguares, y me retiré hasta que el encuentro llegó a su final. Una vez de nuevo en las puertas de mi edificio me encontré con la señora López, una vieja gorda de carácter desagradable que prefiere buscar imperfecciones en el techo de cualquier habitación antes que bajar la mirada y saludar con la vista. La vi metiendo la voluminosa mano hasta el fondo de su gabinete buscando las cartas que jamás enviaban sus hijos y al verla recordé el paquete que me esperaba. Tomé el sobre amarillo de mi buzón sin prestarle mucha atención y concluí que había sido demasiado ejercicio por el día así que subí por el ascensor.

Al entrar en mi departamento arrojé el sobre amarillo sobre mi sofá y volví a concentrarme en mi artículo hasta casi las 11 de la noche cuando la necesidad de café que no estuviera helado y de despejar mi cabeza se apoderó de mí. Me levanté de la silla frente a mi escritorio y me dirigí a la cocina donde encendí la cafetera para después proyectarme a mi viejo sofá. Ahí me encontré de nuevo con mi amigo amarillo, lo tomé con desdén y me dispuse a leer la portada que decía:

«Hospital Psiquiátrico Andrés Zúñiga de Guadalajara, Jalisco en Avenida Revolución número 579.

En atención al Señor Gabriel Aragón de Marco».

Tomé una cuchara que estaba en un plato sobre lo que alguna vez fue una mesa de noche y con el mango rompí un extremo del sobre. En su interior había un par de hojas tamaño carta dobladas por un extremo con un sello rojo del hospital y el resto en tinta azul.

Estaba firmada por el doctor Alberto Gómez, el cual estaba seguro hacia mucho no escribía una carta como esa y que quien se encargaba de ello era algún pasante a su cargo. La carta estaba escrita con palabras rimbombantes y gastadas frases como «Lamentamos informarle» seguidas de «es menester que venga» y rematando con lo que realmente les importaba «los fondos de su cuenta se han agotado» pero lo que captó mi atención con un súbito escalofrío de ansiedad fue el nombre del paciente que se repetía una y otra vez, como el molesto goteo de un grifo. Un nombre que ni yo ni nadie ajeno a ese hospital se había tomado la molestia de pensar en años: Adrián Aragón de Marco —mi hermano—.

 

2

 

Cuando pequeño y hasta la edad de los 8 años viví junto con mi familia en la ciudad de Guadalajara, mi padre Ángel Aragón Martínez era maestro de Ciencias Políticas en la universidad de la ciudad, mi madre Jimena se dedicaba al hogar. En general podría decir que mi familia era como cualquier otra, a no ser por mi hermano Adrián quien era 7 años más grande que yo.

Tal vez Adrián parecería un adolescente normal, con gustos extravagantes o por lo menos eso era lo que a mis padres les gustaba pensar. Cuando cumplió los 13 años comenzó a inclinarse por gustos góticos y a escuchar bandas con nombres extranjeros y que en sus portadas lucían maquillaje negro y símbolos religiosos. Mis padres pensaron que sólo era una etapa pero con el transcurrir del tiempo más que una etapa fue tomando la forma de una vocación.

A los 15 años ya lucía un peinado sobre los ojos que hacía pensar a cualquiera que de un momento a otro tropezaría por la falta de visión, usaba las uñas barnizadas en color negro, labial en tonos oscuros y sombra de ojos. Sin embargo, a pesar de la excéntrica vestimenta y decoración de su habitación, mis padres no se mostraban preocupados ya que sus amigos y él en general eran buenos chicos que no daban problemas, o por lo menos así fue hasta un mes después de que Adrián cumpliera los 16.

Ese día por la mañana me desperté con las luces oscilantes en mi cuarto de lo que en ese momento pensé era una nave espacial y que tras echar un vistazo por la ventana descubrí que más bien pertenecían a un carro de policía. Las acciones que siguieron por los siguientes meses pasan aún en mi mente como aquellas luces en mi cuarto, imágenes rápidas de mis padres llorando, yendo a oficinas de gobierno por semanas completas. Mi madre que de a poco día a día se recluía más en su habitación y mi padre arrojando el humo de cientos de cigarros que se consumían entre sus labios. Yo no entendía nada, lo único que me quedó claro es que mi hermano estaba enfermo, que nos mudaríamos de casa y quizá jamás le volvería a ver.

Mis padres se separaron tras salir de Guadalajara, mi madre regresó a su natal Argentina donde falleció 16 años más tarde —la visité muy pocas veces durante esos años—. Por nuestra parte, mi padre y yo llegamos a vivir al Distrito federal donde él continuó dando clases en la Universidad Autónoma de México donde años más tarde concluí mi carrera en comunicaciones. Mi padre falleció el mismo mes pero dos años después de mi madre, durante la lectura de su testamento se mencionó un fideicomiso que tenía como destinatario el Hospital Psiquiátrico de Guadalajara. No volví a pensar en ello hasta cinco años más tarde en mi sofá mientras daba lectura al contenido de aquel sobre amarillo.

 

3

 

Tardé toda la noche en decidirme y llegué a la conclusión de que me sentía asustado sin siquiera saber la razón de todo aquel misterio que cambió mi vida. Sin embargo preferí esperar una semana más para entregar un par de proyectos que tenía pendientes y así poder tener algo más de dinero para el viaje a Guadalajara. Me valí también de los ahorros para un auto que planeaba comprar desde hace algún tiempo, pero estos de una u otra forma siempre se las arreglaban para terminar siendo usados en algún otro asunto.

Antes de siquiera ser consciente de lo que hacía, abordé un autobús a Guadalajara el cual tardó casi cuarenta y tres años con ocho meses en llegar —o por lo menos eso me pareció a causa de lo incómodo del asiento y el somnífero hedor a comida vieja del camión­—. Llegué por la noche y ya tenía una reservación en un hotel por tres días así que no hice más que dirigirme allá para pasar la noche.

En la mañana siguiente a que recibí la carta del hospital llamé para confirmar mi asistencia para solucionar «los problemas económicos en que estábamos». Me atendió una mujer que me dio la impresión de ser ya mayor, amargada y que necesitaba tanta atención como los pacientes del lugar, cosas que confirmé mientras le observaba desde la sala de espera en el hospital.

Era un edificio viejo pero bien cuidado, con algunas máquinas dispensadoras en la entrada que desencajaban con los colores claros de los muros y las cortinas, tenía bastantes butacas dispuestas a lo largo de la estancia —no pude evitar pensar  que  eran  demasiadas  para  mí  y  la  otra  persona que estaba en la sala—.

Supuse que no había muchas razones por las que alguien quisiera hacer visitas frecuentes a ese lugar y que tantas butacas no eran sino una pretensión del hospital por hacerte creer lo contrario. Después de unos veinte minutos salió de uno de los corredores un doctor que se recargó sobre el escritorio color crema de la recepcionista y, tras intercambiar unas cuantas palabras, la mujer me llamó con una voz tan mecánica como aquella por teléfono.

—Señor Aragón, es un gusto conocerle —dijo mientras estrechábamos las manos con aquel tono despreocupado que tienen los doctores. Era un hombre robusto de manos más bien delicadas, debía andar alrededor de los cincuenta y cinco años, aunque trataba de ocultarlo con tinte castaño en el cabello—. Por favor, platiquemos en mi oficina —yo sólo le sonreí y me dirigí en la dirección que señalaba su mano.

Subimos unas cuantas escaleras hasta llegar a un segundo piso, después atravesamos unos cuantos pasillos ­—pensé en lo simple que sería para cualquiera perderse—, el lugar era más silencioso de lo que esperaba, mucho más «normal».

Nos sentamos en una confortable oficina con un escritorio al centro, montones de diplomas en los muros, un par de libreros y las fotos de quienes supuse eran su familia sobre un estante tras el escritorio.

—Lamento molestarlo, pero últimamente los tratamientos que su hermano requiere han sido más costosos a causa del incremento en los precios actuales —hablaba como si yo supiera un carajo sobre el mercado de medicinas, pero todo el tiempo la gente habla sobre el incremento de los precios en todo, así que me decidí por poner cara de comprender la situación—, y por desgracia su hermano requiere de muchos cuidados, los fondos que dejó su padre comienzan a escasear y a este ritmo quizá sólo sirvan para solventar unos seis meses más los tratamientos de Adrián.

—Bueno, doctor, comprendo a lo que se refiere —era mentira—, pero lamentablemente no sé mucho de la condición de mi hermano, nunca fuimos muy cercanos, y ni siquiera estoy seguro del por qué está en este lugar.

El rostro del doctor no pudo ocultar aquella combinación de asombro con preocupación, lo que por un momento me hizo pensar que me diría que era yo quien tenía alguna enfermedad terminal.

—Debo admitir que me sorprende un poco, su hermano es uno de los pacientes más complejos que albergamos en este hospital. Tiene un trastorno del sueño poco común, que junto con la paranoia y la esquizofrenia en sí mismos le generan muchos problemas de conducta, pero con el medicamento que recibe logra permanecer estable ­—«sedado», pensé.

—¿Podría verlo? —volvió a mirarme extrañado.

—Su hermano no es esa clase de pacientes señor, digamos que no es de los que conversan, su comportamiento diurno es ejemplar pero por desgracia son contadas las ocasiones en las que ha cruzado más de dos palabras con alguien.

—Bien doctor, me disculpo si por un momento le pareció que era una petición cortés, pero si pretende que venga hasta aquí y firme un cheque sin siquiera conocer a detalle el estado de mi hermano, creo que es una primera imagen incorrecta la que se ha llevado de mí —le sonreí, el doctor no pudo disimular lo ofensivo que encontró mi comentario.

—Si es esa su decisión debo advertirle que tiene que tener ciertos cuidados para este tipo de pacientes.

Me explicó ciertos lineamientos de conducta que debíamos tener con respecto al ala del hospital a la que nos dirigíamos, al tiempo que buscaba disgustado algún papel de su escritorio. Cuando finalmente lo encontró me extendió una responsiva en la que señaló algunas líneas sobre las cuales firmar. No le presté mucha atención al texto ya que mientras firmaba me explicaba algunas medidas de seguridad que eran necesarias para pacientes como mi hermano.

Cuando todo estuvo listo el doctor salió por delante de mí en dirección a una serie de corredores tan laberínticos como los primeros. Mientras hacíamos el recorrido me daba algunas explicaciones sobre la condición clínica de mi hermano, yo no ponía atención a su jerga médica ya que tenía mi mente ocupada en cuestionar mis verdaderos motivos de insistir tanto en ver a Adrián, sin llegar a ninguna conclusión convincente.

Cuando por fin llegamos al último pasillo nos esperaba al extremo un hombre gordo de tez negra sentado detrás de un pequeño escritorio de madera rojiza, sobre el cual había unas revistas y una libreta de visitas. Pero lo que capturó con asombro mi atención, fue la puerta doble con barrotes y cerradura eléctrica que custodiaba el centinela del escritorio. Era como las puertas de prisiones modernas que muestran por la televisión.

El doctor saludó afectuosamente al vigilante y firmó sobre la hoja. Yo lo imité y el hombre tras el escritorio presionó un botón bajo el mismo que hizo gritar a la puerta con un zumbido que nos indicaba que podíamos cruzar.

El suelo estaba dirigido por un par de líneas color amarillo a cada lado, de las cuales podía intuir que no debía acercarme demasiado a ellas, y que muy probablemente el doctor las mencionó en algún momento de su explicación. El lugar parecía con un aire distinto al resto del hospital, como si al cruzar aquella puerta todo se volviera más serio y hostil, imaginé que eso debió sentir Alicia al caer por el agujero. Una vez las puertas comenzaban a aparecer al lado del pasillo comencé a percatarme de los sonidos que emanaban de ellas, algunos gritos ahogados, lamentos, sollozos y quejidos de todo tipo. Eso terminó por ponerme algo nervioso aunque el resto de los enfermeros que salían de una puerta a otra lograban darme algo de tranquilidad. Fue la primera vez que pensé que «habitación» era un eufemismo para las «celdas» del lugar.

Llegamos hasta una pequeña salita con una mesa y unos bancos acolchonados en donde el doctor me pidió que le esperara y que en un par de minutos volvería. Asentí con la cabeza sin estar seguro si quería quedarme solo en ese lugar, sin embargo tomé asiento en uno de los bancos. Tardó más o menos tres veces mi paciencia y volvió en compañía de dos enfermeros delgados y con quien imaginé era Adrián. Se veía macilento, con los ojos muy maltratados por las noches de insomnio —el pensamiento de que era algo de familia me hizo reír para mis adentros—, tenía marcas muy tenues en las muñecas a causa de la fricción, llevaba una camiseta que le quedaba grande y me permitía ver su marcada clavícula, su cabello estaba muy bien recortado pero su barba estaba algo descuidada.

Los enfermeros se colocaron a cada extremo de la puerta y el doctor tomó asiento en un banco junto al mío, le pidió a Adrián que tomara asiento, pero Adrián le ignoró y con un caminar cansado arrastró su cuerpo hacia el muro más alejado. El doctor me hizo un movimiento con la cabeza que me indicaba era tiempo de seguir una de las indicaciones que yo ignoré.

—Hola Adrián —fue lo mejor que se me ocurrió.

La habitación permaneció en silencio y Adrián no hacía más que mirar una esquina de la habitación y la única respuesta que recibí fue la respiración del doctor.

—¿Te gustaría tomar asiento? Hace tiempo que no platicamos —seguí sin respuesta.

Pasaron dos minutos o más cuando el doctor se decidió a decir algo para que la entrevista terminara, pero antes de que las palabras escapasen de su boca fue inesperadamente silenciado.

—¿Aún tienes a Flash? —dijo mi hermano con una voz muy serena que rebotó contra la pared.

—¿Flash?

—Así llamabas ese auto rojo con un rayo amarillo en las puertas que te regaló mamá, solías jugar todo el tiempo con él. Era casi tan grande como tú.

Entonces recordé aquella baratija con la que solía pasar tanto tiempo de niño pero que se perdió al mudarnos de ciudad.

—Ya no juego tanto con él, pero aún lo conservo dentro de una vitrina en mi departamento —creo que le mentí porque me puso contento que lo recordara.

—Era un lindo auto. La próxima vez que vuelvas ¿podrías traerlo?

—¡Claro! Lo traeré conmigo —no estaba seguro de volver.

Una alerta del localizador que el doctor llevaba en el cinturón le hizo disculparse diciendo que regresaría pronto y salir de la sala, no sin antes dar unas indicaciones a los enfermeros llevándose uno con él y dejando a otro en nuestro cuidado.

—En ocasiones los otros pacientes se lastiman —dijo Adrián una vez el doctor se había marchado—. Muchas de esas ocasiones sus heridas son fatales. Es una pena, pero los doctores son muy amables en este lugar.

—¿Son amables contigo Adrián?

—¿Qué haces aquí? No viniste a verme

—Quería saber cómo estabas, si te hacia fal… —me interrumpió con la voz tan tranquila.

—¿Seguirás mintiendo como con el auto? —volteó a verme por primera vez­—. Quieres saber qué pasó, ¿no es cierto?, es la curiosidad lo que te ha traído de vuelta a esta ciudad y lo que ha hecho venir a otros tantos a querer hablar conmigo.

—Quería saber que estás bien —de nuevo fue lo primero que vino a mi mente.

—No debiste venir, no lo entiendes, no debiste venir, no la busques.

—¿A quién? ¿Estás hablando de alguien del hospital?

—Es por curiosidad, por eso es que todos la encontramos, así nos atrapa, es la curiosidad —comenzaba a hablar con mayor rapidez pero con serenidad en su voz, tratando de no llamar mucho la atención del enfermero que comenzaba a verlo con intranquilidad.

—No entiendo, ¿hay algo que quieras contarme?

—Vete de la ciudad, no la busques, no preguntes —hablaba con menor control de sí, llevando sus manos a su cara y a su cabello—. Ella me visita siempre, todas las noches, una vez le dije tu nombre, Perdóname, se lo dije, se lo dije, se lo dije.

—Adrián no entiendo, ¿de quién me hablas? —intenté acercarme a él pero la mano del enfermero me lo impidió. Ni siquiera lo vi acercarse por mi espalda.

Los siguientes minutos me hicieron experimentar una gama de sentimientos que iban desde la frustración al miedo, mientras el enfermero trataba de tranquilizar a mi hermano hasta el punto que tuvo que ser sometido entre él y un compañero que llegó a auxiliarlo unos segundos más tarde. Todo pasó mientras Adrián trataba de encontrar la manera de comunicarse y explicar una serie de disparates lejanos a la comprensión de cualquiera fuera de su mente. Traté de entender con una desesperación que aún no comprendo lo que decía, pero todo parecía desordenado y fuera de cuadro. Aunque sus ojos mostraban una profunda desesperación y su voz el más arraigado de los miedos, su boca era lo que más me perturbaba ya que mientras lo sujetaban e introducían una aguja en su cuello, jamás dejó de sonreír.

—No la mires y sonríele, no dejes de sonreír, no le gusta que la miren, es por sus heridas —repetía Adrián una y otra vez, hasta que el sedante le hizo efecto.

 

4

 

Las disculpas del doctor y sus explicaciones sobre los ataques de ansiedad de mi hermano y cómo estos sólo solían presentarse de noche no dejaban de darme vueltas sobre la cama del hotel, la cual parecía más incómoda que la noche anterior. Me vi tentado a preguntar en la recepción si a algún idiota se le había hecho gracioso cambiarla mientras no estuve, pero me pareció demasiado absurdo.

Debí de haberme quedado dormido en algún momento de la madrugada pues desperté con la visita de la inoportuna camarista que entró a la habitación sin antes avisar. Me ofreció disculpas seguido de una explicación de que el cuarto había vencido hacía una hora y que tendría que dejar la habitación a menos que planeara quedarme más tiempo. Debí decirle que no sería necesario, tomar mi maleta e irme pero hice lo contrario.

Después de pagar por un par de noches más en el hotel me dirigí a desayunar a un pequeño local de comida vegana. Durante la mañana anterior pasé más de media hora en la espera de un taxi que me llevara al hospital, en ese lapso vi cómo la dueña del restaurante vegano barría por tercera vez el mismo tramo de acera cercano a la discusión de sus vecinos. Supuse que la señora sería una buena guía para un turista.

Pasé una hora desayunando con la señora, quien además de brindarme una valiosa información sobre bibliotecas, estaciones y demás lugares, me puso al tanto de los amoríos de tres de sus vecinos, los problemas legales de algún Daniel y las preferencias poco religiosas de los hijos de un familiar poco afortunado.

El resto del día lo pasé entre archivos públicos, periódicos viejos, visitas a páginas de Internet de índole policíaco y alguno que otro vídeo de humor de YouTube. Al final del día me había hecho una idea muy clara de lo que había ocurrido con mi hermano:

Algunos periódicos amarillistas lo nombraban como La carnicería satánica otros de mayor circulación simplemente lo definían como Una lamentable tragedia. En algunas páginas le daban toques sobrenaturales al sótano de la casa donde se supone había ocurrido todo y algunos tabloides incluso relacionaban a mi hermano con asesinatos que ocurrieron cuando él tenía sólo 5 años. Pero la historia era más o menos la misma que la del informe policial:

«Un grupo de 4 jóvenes que se reunían de manera frecuente en el sótano de una vieja casa abandonada, ubicada en la calle Río de Plata número 234 fueron encontrados muertos con múltiples heridas y mutilaciones.

Susana Ávila Hernández de 14 años de edad fue encontrada al pie de las escaleras del sótano, con la ropa desgarrada. La pierna le fue arrancada por completo, los dedos de la mano izquierda fueron mutilados, la mano derecha fue cortada por completo. Presenta además mutilaciones en vagina, área abdominal y rostro.

Nota: Mutilación en rostro (labios arrancados) – Presenta abuso sexual.

Manuel Ávila Hernández de 16 años de edad fue encontrado en la sala principal, presenta cortaduras en el 70% del cuerpo, ambos ojos extirpados y mutilación en pene, orejas, nariz y labios.

Nota: Mutilación en rostro (labios arrancados) – Presenta abuso sexual – los dedos de Susana Ávila Hernández fueron encontrados en su estómago.

Javier Guzmán Mondragón de 16 años de edad encontrado en el baño principal, todas sus extremidades fueron mutiladas, y sus intestinos fueron expuestos.

Nota: Mutilación en rostro (labios arrancados) – Presenta abuso sexual.

Todas las extremidades amputadas se encontraron colgando sobre un candelabro en el sótano.

Adrián Aragón de Marco de 16 años de edad, autor de los homicidios fue encontrado en el sótano de la casa con heridas en manos y rostro, todas auto infringidas, estado mental evaluado como psicótico.

Señaladas como armas del crimen múltiples utensilios encontrados en el lugar».

 

De camino al hotel la cabeza me daba tirones en todas direcciones, los recuerdos de los amigos de mi hermano me llegaron como estallidos de fuegos pirotécnicos. Los veía jugar, escuchar música, esconder cigarros de mis padres. Y eran las llamaradas de mi imaginación las que devoraban esos recuerdos y los convertían todos en las imágenes de aquella brutal masacre. Pero fue un particular recuerdo el que fulminó mi temple esa noche, uno que evitó que regresara a mi departamento en el D.F. a la mañana siguiente, insinuado por Adrián en el hospital un día antes.

Flash era un auto de tamaño considerable, la parte de abajo podía desprenderse para guardar algunas partes intercambiables y otros accesorios. Adrián solía utilizarlo para ocultar cosas de mis padres y llevarlas con sus amigos sin levantar sospechas. Él sabía que mentía respecto al auto porque la noche que ocurrió lo del sótano él lo llevaba consigo.

 

5

 

Pasé gran parte del día en la jefatura de policía esperando poder obtener algo de información respecto del paradero de Flash, pero no conseguí ningún resultado. Supuse que era normal debido a lo peculiar de mi petición y el tiempo que había pasado desde los eventos, así que me decidí a hacer eso que deseaba con todas mis fuerzas no tener que hacer y tomé un taxi en dirección al 234 de la calle Río de Plata.

Fue un poco decepcionante llegar al lugar y encontrarme con que la casa había sido destruida un año después de los asesinatos y transformada en un local comercial que había pasado de un negocio a otro sin éxito y que se había logrado estabilizar con el ultimo comercio de ropa que en ese momento estaba, o al menos eso me explicó el encargado del lugar.

Le inventé una historia sobre ser arquitecto y estar en un estudio de casas antiguas y que me hubiese encantado poder estudiar la arquitectura del lugar. No debió creerme pues me explicó que parte de la bodega aún conservaba el viejo sótano y me lo mostraría por algunos billetes, parecía ser que al fin tenía algo de suerte.

Bajamos a la iluminada bodega y pasé unos veinte minutos de un lado a otro metido en mi papel de arquitecto mientras el joven se sentaba en la escalera y vigilaba que nadie entrase en la tienda y que yo no hurtara nada de su mercancía, trataba de encontrar algún indicio de Flash, e incluso intenté hacer un poco de silencio por si de algún modo lograba sonar su bocina para decirme que ahí estaba. En el momento que comencé a dudar si estaba en el lugar adecuado y si mi anfitrión no había faltado a la verdad sólo para sacarme algo de plata con la historia de «la bodega que conserva parte del sótano», señaló un extremo de la misma.

—¿Ve ese muro de allá, justo detrás de las cajas con plástico? —me dirigía con su índice hacia un extremo de la bodega—. Tiene una trampa, la descubrí hace un año. Si se recarga y la empuja se dará cuenta que es tabla-roca.

—¿Qué es lo que tapa? Se ve muy sólido.

—Una pequeña despensa o algo similar apenas y caben dos personas, pero tiene los viejos muros del sótano y quizá eso le sirva para su investigación —sonrió—sólo tiene que pasar por debajo del aire acondicionado y estará dentro.

Seguí sus instrucciones y miré bajo el armatoste que señaló, el muro nuevo se despegaba un poco, así que empujé para crear una angosta abertura y con algunos rasguños llegué a un viejo pasillo de roca fría, apenas se podía pasar de costado y la visión era más bien ninguna, sólo al entrar se percibía un desagradable aroma húmedo. Saqué mi celular para utilizarlo como lámpara pero proporcionaba poca luz, sólo dejaba ver un incierto recorrido que con cada paso me causaba la sensación de que no volvería a salir por él, pero aun así seguí el corredor por unos cinco metros hasta la zona que mencionó el joven.

Al llegar me di cuenta que era demasiado grande para ser una despensa, tal vez algún día fue una habitación de servidumbre o algo similar, lo que estaba claro era que el lugar pertenecía a alguna de las fotos mostradas en los periódicos. La idea de lo que ahí había ocurrido años atrás me hizo sentir una fuerte claustrofobia o quizá era que los muros se acercaban cada vez más, traté de mantenerme calmado pero la luz de mi celular decidió escapar dejándome solo en aquel tétrico lugar. Al estar solo dentro de esa oscuridad noté lo ruidoso que era el lugar, era como si los muros se estremecieran impacientes por alguna travesura por venir, podía escuchar el eco de mi respiración rebotar en los muros hasta dejar de pertenecerme, traté de encontrar alivio en los sonidos del exterior y sin embargo no tuve más respuesta que la de una respiración muy agitada que venía de todas partes, se volvieron demasiadas para darme cuenta si era la mía.

La desesperación me hizo retroceder y chocar de espaldas contra algo, no lograba recordar si me había movido más allá de la puerta o algo me bloqueaba ahora el paso, no pude más y grité por ayuda pero mi voz no lograba escapar de mi garganta. Como me fue posible busqué a tientas la salida hasta dar con ella unos pasos más allá de aquella forma que me acompañaba en la habitación.

Seguí el corredor que parecía más estrecho que antes, como si tratara de retenerme en un húmedo abrazo, mis dedos luchaban por hacer que mi celular funcionara y cuando al fin lo hizo la luz me deslumbró provocando que mis pies perdieran el ritmo y me arrojaran contra el suelo, haciendo que mi móvil cayera a unos centímetros de mí. Entonces le vi, justo en el sitio donde cayó mi celular había una ventilación, apenas visible por la suciedad. Me acerqué para tomar mi celular y al moverlo vi un bulto dentro de la ventilación, mi corazón dio un respingo porque la forma me resultó familiar: por accidente había dado con el paradero de Flash.

Cuando logré salir la luz que entró del exterior al mover el muro me permitió ver con mayor claridad el pasillo y la habitación. Todo parecía más pequeño que antes, «más normal». Incluso aquella figura que me había dado un susto de muerte resultó ser un viejo calentador descompuesto, me sentí muy estúpido por no haberlo notado antes. Al salir me despedí del amable joven, no sin antes darle un par de billetes más para que no protestara por llevarme mi antiguo juguete.

Pedí a un taxi que me llevara al hotel y al estar en el asiento trasero sentí unas ganas irrefrenables por examinar el contenido del juguete, todavía no podía creer la suerte de haberlo encontrado. Se sentía pesado, era un juguete de más de treinta centímetros, totalmente de plástico, y sin embargo su peso era mucho mayor del que se esperaría. Al final mi curiosidad fue más que mi paciencia y tras algunos intentos despedí la parte inferior del auto —fue como abrir una cápsula del tiempo—. Dentro encontré cigarrillos, una revista para adultos, algunos recortes, lo que parecía fue marihuana en algún tiempo, todo esto fue un poco más ordinario de lo que pensé, salvo por un viejo VHS que tenía una estampa con las letras SPV en color turquesa.

Pregunté al conductor si sabría de algún lugar donde pudiera reproducir un viejo VHS; me contó de una videoteca donde uno puede alquilar una pequeña sala para reproducir todo tipo de videos, por lo que le pedí cambiara de dirección y me llevara al lugar.

Tardamos unos 35 minutos en llegar a la librería a causa del tráfico, una vez en el lugar me atendió una atractiva encargada pelirroja de ojos verdes y con un hermoso tatuaje de una flor en el cuello cuyo recorrido del tallo sugería ser seguido, era el tipo de mujer que te hace girar la cabeza un par de veces cuando pasa cerca de ti por la calle. Una vez expliqué mis necesidades ella me guío por un largo pasillo que formaba la videoteca, con múltiples salas a los costados tanto ejecutivas como cabinas individuales. Me dejó en una de estas últimas con un peculiar aroma a crema humectante que me hizo cuestionar qué tipo de persona utilizaba esas cabinas y requería de pañuelos desechables, preferí pasar de ese pensamiento.

En la cabina había una serie de reproductores para diferentes tipos de cintas y discos. Seleccioné el de VHS y con manos temblorosas empujé el casete dentro del aparato y encendí el monitor, una imagen distorsionada de la cual no pude distinguir gran cosa y un sonido inaudible fue lo único que pude sacar antes de que la pantalla se cubriera de esa molesta niebla. No debería haber sido una sorpresa ya que el vídeo era viejo y en esas condiciones sería imposible que se mantuviera en buen estado —por fin mi suerte había terminado—. Cabizbajo salí de la cabina y fui con la hermosa encargada para informar que había terminado con la máquina.

—Eso fue más rápido de lo acostumbrado —dijo la chica con una mueca pícara.

—Es el maldito video, Supongo que está averiado por la humedad o algo así.

—Déjame verlo —se lo entregué y comenzó a examinar sus partes—. Está muy sucio y un poco maltratado, pero creo que puedo rescatarlo. Si quieres puedes dejármelo y volver para mañana a ver que logré —me pareció aún más hermosa.

—¡Magnífico! ¿A qué hora te parece bien?

—Mañana cierro a las seis en punto, quizá podríamos verlo juntos después de esa hora —sus verdes ojos no podían ser más seductores en ese momento.

—Es una cita entonces, hasta las seis de mañana —mi suerte parecía seguir conmigo.

Subí a otro taxi sin poder creer en lo emocionado que me encontraba y la poca importancia que adquirió el vídeo y el resto de las cosas en ese momento.

 

6

 

Mi insomnio en el hotel comenzó temprano con un programa de comedia el cual me sirvió de pretexto para ver un par de programas más, hasta llevarme a un momento de honestidad y comenzar la búsqueda en mi computadora de lo que me robaba el sueño; las siglas «SPV».

Mi búsqueda por la web fue de un lugar a otro sin ningún resultado satisfactorio, pasé por compañías de limpieza y computación hasta tiendas de juguetes sexuales y servicios de acompañantes. Estaba cerca de darme por vencido hasta que en un acto de desesperación recordé las palabrerías de Adrián y escribí en un acto de completo desánimo «Sonríe SPV» en el navegador. Adrián parecía estarme guiando ya que fue ahí donde encontré de nuevo el logo.

Encontré un extenso artículo que trataba de sucesos ocurridos hacía poco más de 20 años relacionados con un grupo llamado «Sonrisas Para Vivir», el cual era orquestado por un solo hombre de nombre Daniel Reséndiz, pero distribuido por una extensa red. El servicio que brindaban era amplio, pero su fuerte eran los vídeos snuff y la pornografía infantil. El resto del artículo hablaba sobre casos en los que se había visto implicado el grupo, y lo imposible que había resultado rastrearlo. Todo iba desde secuestros, homicidios y prostitución, una amplia red de hechos ocurridos tras las siglas de SPV. Al final del texto comentaba que el desmantelamiento del grupo fue gracias al hallazgo del cuerpo sin vida de Daniel Reséndiz en la ciudad de Guadalajara, con múltiples mutilaciones entre las que llamaron mi atención fue la de los labios arrancados del rostro. En el lugar se encontró también una extensa red de calabozos subterráneos y montones de pruebas que lo relacionaban con más de setenta homicidios, sin embargo en el lugar no se encontró ninguna víctima con vida.

Los detalles del crimen crearon una fuerte corriente eléctrica que me recorrió la espalda, encontraba alivio en leer que el asesinato había ocurrido tres años antes que las muertes en el sótano de Río de Plata, sin embargo las similitudes eran muy inquietantes como para ignorarlas, así que tras ir por un par de cafés a una tienda de esas que abren veinticuatro horas me dispuse a continuar mi búsqueda en la red.

Más entrada la madrugada encontré un artículo reciente que mencionaba al nuevo grupo SPV, el cual al notar la amplia cartera de clientes que su antecesor había dejado disponible continuó con el servicio y actualmente se encontraban operando desde la Deep Web. No me estaba totalmente seguro de la información ya que fue en algunos foros muy remotos en los que me encontraba a esa hora de la madrugada y muchos de los temas relacionados con el nuevo SPV tenían relación con temas paranormales.

Ya tenía experiencia con navegar por la Deep Web gracias a un artículo sobre el mercado de armas que había escrito un tiempo atrás y gracias a un amable usuario del foro que proporcionaba un link para lo que denominaba «la carta de presentación de SPV» me fue muy fácil adentrarme en la web del nuevo SPV.

La página inicial era insípida, tenía un fondo blanco con una lista de palabras en azul que no eran parte de ningún idioma que yo conociera, algunas otras estaban marcadas en rojo y una en color negro, Toda las palabras formadas en columna.

Presioné sobre la primera palabra en azul, me llevó a un video que por su calidad parecía filmado hacía unos 25 años atrás con una videocinta y después subido a la web.

Frente a la cámara estaba un hombre gordo con el torso desnudo y lleno de vello por todo el cuerpo menos en las partes que tenía cicatrices, tenía la máscara de una muñeca sobre el rostro con una repugnante sonrisa. Sobre la máscara se dejaba ver la calva del hombre que trataba de ser disimulada por largos y delgados cabellos canosos. Tras del hombre sólo se veía oscuridad acentuada por una sábana negra extendida a lo largo del muro. Una vez el hombre se apartó de la cámara logré ver a la víctima del video, una chica de no más de quince años, delgada y completamente desnuda guindada del techo por las muñecas.

El hombre caminó lentamente hacia ella, acercó una mesa con objetos que no había visto hasta ese momento, tomó un palo y la chica comenzó a reír desesperadamente. En ese momento él comenzó a dar golpes de manera frenética mientras se escuchaba en el fondo una mezcla de música alegre y la risa desesperada de la joven. Yo me sentía horrorizado, pero en ningún momento detuve el vídeo, quería hacerlo pero mi necesidad de averiguar lo más posible sobre el grupo era mayor que mi desprecio por el acto.

Después de un tiempo en el que la golpiza había dejado marcas por todo el torso de la chica, ésta detuvo la risa y comenzó a solo llorar. Con el cese de la risa el hombre se detuvo, caminó de regreso a la mesa y tomó ahora un cuchillo pequeño. Regresó de nuevo al lado de la joven y ella entre llantos echó a reír con un dolido aliento y entre sollozos, y su agresor procedió a hacerle cortes. Fue ahí cuando entendí el significado de «Sonrisas Para Vivir».

El vídeo duraba más tiempo del que soporté, cada vez que la niña detenía sus risas su verdugo encontraba una nueva forma de herirla, mutilarla y agredirla sexualmente, cada una más brutal que las anteriores. Para la parte donde detuve el vídeo había una joven con la cara desfigurada por los golpes y cortes, un seno mutilado, un cuerpo sangrante, una joven que perdió el conocimiento y fue reanimada con algún líquido inyectado en su cuello sólo para seguir con la tortura y una bestia que no se detenía aun cuando su víctima no tenía ni el aliento ni la fuerza de seguir riendo. Sólo pude imaginar el final.

El resto de las palabras en azul en la página eran quince vídeos similares a ese, ninguno lo vi más allá del inicio. Los que estaban en rojo eran aquellos por los que se tenía que pagar para poder ver y eran más de treinta. Por último estaba una palabra en negro, era la única en un idioma entendible, esta era: «SONRÍE».

Al pulsar sobre el vídeo resultó obvio que era uno mucho más reciente, la calidad de este era digital. Iniciaba con un fondo negro del cual emergía la marca del grupo en color turquesa, después la imagen se iba a negro de nuevo, permanecía así hasta que una máscara ya conocida aparecía: la misma máscara de muñeca, más gastada y de alguna forma más aterradora, el cuerpo estaba cubierto por una especie de manto que a pesar de todo quedaba claro que no se trataba de la misma persona, ésta era más delgada y de estatura más pequeña. El vídeo tenía una música infantil desagradable, como sacada de una caricatura pero acelerada para volverla molesta.

La máscara se alejaba poco a poco mientras la persona que la portaba se mecía como danzando al ritmo de la enfermiza canción. Mientras se alejaba, el vídeo era intercalado con sonidos de gritos e imágenes de cuerpos mutilados, personas rogando, risas de niños, hombres y mujeres copulando en charcos de sangre, cadáveres siendo devorados, personas comiendo partes de sí mismas, todo esto hacía un enfermizo video con una repugnante figura que bailaba al centro de una habitación. De pronto la música se detuvo y la cámara quedó inmóvil frente al protagonista del vídeo, se escuchaban muchas risas y la cámara se acercaba poco a poco, cuando menos lo esperé la máscara se acercó a toda velocidad con un desgarrador grito hasta cubrir la pantalla.

No sé en qué momento me quedé dormido, pero debió de ser justo después de ver el último vídeo aproximadamente a las tres de la tarde, pero sé muy bien a qué hora desperté a causa de la pesadilla.

Parálisis del sueño es como le llaman. Yo no estoy seguro, no lo estoy ya que no sé si dormía, sólo recuerdo estar sobre mi cama viendo el techo y escucharla por primera vez; una risa que venía de algún lado en el cuarto, intenté moverme pero sólo podía mover los ojos desesperado por ver de dónde venía, cada vez que miraba en una dirección distinta la risa se detenía y era seguida por el sonido de algo arrastrándose. No encontraba la dirección del ruido, pero cada vez se escuchaba más cercano.

Me sentía desesperado, quería dejar de escuchar pero ningún intento por moverme funcionaba. Como me fue posible busqué a los pies de la cama y las risas se detuvieron, entonces no escuché arrastrarse nada, pero el sonido fue cambiado por el súbito peso de una mano entre mis pies.

No podía mirarle, pero le sentía subir lentamente junto con un repugnante sonido de huesos crujientes, las risas volvieron y con el rabillo del ojo lograba ver una silueta subir lentamente, parpadeaba insistentemente esperando aquella figura desapareciera, pero no hacía más que subir más y más hasta que la frente de la máscara de muñeca comenzó a mostrarse frente a mis ojos.

En un acto desesperado comencé a reír con la esperanza de que eso le detuviera. Asomó el resto de la máscara de golpe y dejó caer unos largos cabellos negros sobre mi rostro; no hacía nada, sólo me observaba a través de los ojos muertos de la máscara. Yo reía como un loco implorando porque lo que pasaba fuera sólo un sueño.

Sentí unas manos que se deslizaban sobre mi pecho y me recorrían hasta mi cara y la sujetaba, apreté los ojos llevándome a la mente como imagen coágulos de sangre que caían de la máscara sobre mí, y unas femeninas manos cubiertas por cicatrices sobre mi rostro, entonces las risas fueron ahogadas por un desgarrador grito, que me hizo abrir los ojos, para encontrarme solo en mi cuarto de hotel con el reloj indicando las nueve de la noche.

 

7

 

Camino a la librería sentía confusión a causa del descubrimiento hecho por la madrugada, un temor desconcertante por el episodio nocturno y un ardor en el rostro por culpa de unos arañazos que desesperadamente trataba de convencerme que me los había provocado yo mismo mientras dormía. Aun con todo eso, de alguna forma lo que más me molestaba era haber perdido mi cita con la hermosa pelirroja.

Cuando al fin estuve frente a la puerta de la videoteca, que estaba a quince minutos de mi hotel, la encontré cerrada, al verlo estuve a punto de estrellar mi cabeza contra la puerta del local. Sólo fui detenido por el repicar de mi celular que indicaba una llamada. Era del hospital psiquiátrico, la voz al otro lado del teléfono me decía con esa voz fingida de pena que Adrián se había suicidado.

Llegué al hospital en menos de una hora, estaba oscuro y lúgubre desde fuera, con una única puerta como boca luminosa que me invitaba a entrar a ser devorado, una vez lo hice una enfermera me informó que el acceso al psiquiátrico estaba restringido después de las ocho pero que a causa de lo ocurrido harían una excepción. Estuve en la sala de espera completamente solo y el lugar me parecía más grande que la última vez que estuve ahí. Me distraía con los cordones de mis tenis esperando dijeran algo interesante, pero en su lugar obtuve unas risas que venían de un pasillo a mi derecha, cuando giré mi cabeza para ver en la negrura del pasillo vi algo que me heló el cuerpo. Postrada como un perro de ataque en cuatro patas se encontraba la mujer con la máscara, chorreando sangre y mirándome entre las tinieblas. Cerré los ojos con la esperanza de que cuando los abriera no estuviera más esa abominación en el pasillo y así fue, pero las risas no habían desaparecido, por el contrario, se habían vuelto más sonoras y sentía que me invitaban a seguirlas.

Decidí ser valiente y seguir el pasillo, las risas parecían jugar a las escondidas conmigo ya que cuando giraba por un corredor y creía haber encontrado la fuente del sonido estas giraban un corredor más adelante, seguí así unos cuatro corredores hasta darme cuenta que me estaba comportando como un habitante más del psiquiátrico. Giré para regresar sobre mis pasos sólo para encontrarme con un corredor tan oscuro como el abismo más profundo, di un paso para arriesgarme en la oscuridad, pero el sonido de unos huesos crujientes me detuvo como de un disparo.

Retrocedí sin mirar a mis espaldas, sólo expectante de la figura que sabía aparecería en cualquier momento por el corredor y antes de que pudiera ver cualquier cosa la luz de mi pasillo se extinguió dejando que la oscuridad me tragara. Corrí desesperado al siguiente pasillo del que emanaba algo de luz, podía escuchar los goteos de sangre coagulada siguiéndome los pasos entre risotadas enfermas.

Cuando estuve a un paso de llegar a la luz esta desapareció súbitamente dejándome de nuevo en penumbras; podía sentir el aliento pútrido que me seguía lamiéndome los pasos, no me detuve y seguí adelante hasta el próximo que también se extinguió ante mi incrédula mirada, ahora las risas se habían convertido en desgarradores gritos que hacían que los pacientes azotaran sus cuerpos contra los muros creando tambores infernales que marcaban cada uno de mis pasos, mientras yo me repetía «piensa, tienes que pensar». Al final del camino vislumbré una puerta de un cuarto con luz que salía de él, y pensé que la compañía de un enfermo sería mejor que la de lo que me estaba siguiendo. Di mi último esfuerzo por escapar hasta la puerta y la crucé. Ya no había ningún ruido a mi espalda como si la luz de la habitación lo hubiera silenciado.

El horror estaba lejos de terminar ya que frente a mí en la habitación se encontraba un cuadro sacado del mismo infierno con las paredes repletas de sonrisas escarlata pintadas con la sangre de un hombre que se encontraba en el suelo ahogándose en sus propios fluidos, luchando por respirar, con el cuerpo cubierto por cientos de cortes y los labios colgando de la cara en una retorcida y sanguinolenta sonrisa; el hombre entre arcadas trataba de articular la palabra «hermano» al tiempo que me extendía un tenedor con los dos únicos dedos que le quedaban en la mano, en una súplica por terminar lo que él había comenzado. Sentí una mano que me jalaba por el hombro sacándome del shock.

—Señor Gabriel ¿Qué es lo que hace aquí? —era la voz del maldito doctor, que me hizo girar para verle con una emoción indescriptible—. No debería estar aquí.

—¿De qué habla? Mire a este… —señalé una habitación vacía— lo siento estoy alterado por la noticia, y creo que me extravié —el doctor me veía como yo veía el cuarto, como si algo faltara.

—Es mejor que hablemos en otro lugar, sígame a mi oficina.

Ya en su oficina me explicó que Adrián había robado un objeto del comedor y lo ocultó en su habitación sin que nadie lo notara para una vez que estuvo solo herirse de manera similar a la de sus víctimas hasta morir desangrado. Me informó que murió cerca de las tres de la tarde, también me dijo que se habían intentado comunicar conmigo pero que no respondí mi celular. No cuestioné nada de lo que me había informado el doctor, yo sólo quería largarme pronto de ahí y de la ciudad. Habló sobre más cháchara médica y administrativa, sobre cómo cubrirían los gastos y devolverían el resto del fideicomiso a cambio de que yo firmara un simple acuerdo y patrañas de ese tipo. Estuve por despedirme después de firmar unos papeles hasta que una duda saltó a mi cabeza.

—Doctor, una cosa más, ¿qué fue lo que usó mi hermano para suicidarse? —el doctor pareció incómodo con la pregunta.

—Las mutilaciones y los cortes se los infligió con un tenedor.

Salí del hospital con la cabeza hecha un tornado, nada parecía tener ningún sentido. ¿Si sólo aluciné, cómo podía saber que utilizó un tenedor? ¿Cómo? En ese momento más que nunca necesitaba conocer el contenido del video que encontré al interior de Flash.

Abordé un taxi y le pedí me llevara en dirección a la librería, tal vez encontraría algo que me guiara a la pelirroja, cualquier cosa que quitara la neblina de mi mente. Volteé en dirección al taxista para pedirle se diera prisa y vi por el reflejo del espejo que llevaba una máscara de muñeca, un grito se ahogó en mi garganta que salió con toda la fuerza de mi aparato bucal una vez escuché esa horrible canción infantil en la radio. El conductor casi se estrella por el susto que le di, y cuando se giró para gritarme que me bajara de su auto vi que no llevaba máscara alguna.

Hice el resto del recorrido a pie y cuando al fin llegué tenía las piernas agotadas y mis nervios destrozados, pero aún mantenía el impulso de encontrar algo que me guiara al VHS. Examiné el exterior del lugar pero no encontré nada que me pudiera servir y no estaba dispuesto a pasar un día más en esa ciudad. Tomé la decisión de buscar la manera de entrar en el lugar, quizá dentro encontraría el número de la pelirroja por lo que comencé a buscar algún acceso y tras rodear la videoteca hasta encontrar una ventana alta que me podía servir de acceso, acerqué un contenedor de basura y trepé hasta la ventana, ésta no cedía así que la rompí con el codo de mi chaqueta y con la misma limpié un poco los cristales del marco.

El olor en el interior era desagradable, pensé que ese día acudieron muchos interesados en el arte visual a complacer su carencia de compañía, caminé un poco por el lugar en dirección al mostrador. Cuando estuve cerca noté un sonido que venía de las salas de proyección grupales, imaginé que quizá alguien había olvidado apagar uno de los proyectores o que había sido otro el afortunado que aprovechara la oferta de la pelirroja, me acerqué a la puerta del que venía el seseo y al acercarme vi un resplandor que se escapaba por ella.

Encontré a la pelirroja en muchas partes de la sala. Alguien le había quitado cuidadosamente la piel donde llevaba el tatuaje y adornó una lámpara con él, se tomó el tiempo de colgar sus intestinos como si de adornos navideños se tratara, ambas piernas estaban colocadas de manera que sustituían las patas de la mesa bajo el proyector, por último el torso estaba burlonamente acomodado en una butaca con los labios arrancados del rostro y mirando en dirección a la pantalla de tela que tenía escrito con sangre «reprodúceme».

De alguna forma controlé mis nervios y no salí corriendo del lugar o simplemente fue que para ese punto no tenía la fuerza ni la cordura para resistirme a tan sencilla sugerencia por lo que opté por ir en dirección al reproductor conectado al cañón y vi ahí mi vídeo, me acerqué a él y lo deslicé dentro de la máquina.

El vídeo iniciaba con la ya familiar máscara que se alejaba de la cámara, pero en ese podía notarse algo distinto, aquel mostraba un calabozo y la portadora de la máscara estaba desnuda y dejaba ver un cuerpo lleno de cicatrices que contaban una tortuosa historia, tenía el cabello visiblemente arrancado en algunas partes, y un grupo de mujeres más, sin máscara, hacían custodia tras de ella. El cuerpo de cada mujer contaba su propia historia, cada una tan fatídica como la otra, pero todas tenían el mismo final que narraba cómo habían sobrevivido a uno de los vídeos y estas consiguieron reírse en la cara de la muerte.

Eran un bastión de ocho mujeres que custodiaban a la víctima de ese capítulo, que se encontraba atado a una cama. Se trataba de un hombre gordo, con vello por todo el cuerpo y una notable calvicie. Todas reían, no decían palabra alguna, sólo reían. Quien llevaba la máscara sujetó la cámara y la acercó al hombre sólo para hacerle un acercamiento mientras moqueaba y lloriqueaba.

Lo primero que le cortaron fue el pene, el cual lo obligaron a comerse más tarde y durante una hora lo llevaron al límite de los más salvajes tratos que puede soportar el cuerpo humano, al final del vídeo la mujer enfocó la cámara sobre su rostro enmascarado y finalizó el video con un agudo grito.

No recuerdo el momento en que llegó la policía, ni el inicio del interrogatorio, sólo recuerdo que mencionaron que fui encontrado en el suelo de la sala de proyección riendo y que la alarma de la ventana rota fue lo que alertó a la policía. Intenté explicarles que no había sido yo quien le había hecho aquello a la pelirroja, también les conté sobre el vídeo y les imploré lo buscaran en el reproductor, los policías sólo reaccionaban furiosos ante mis declaraciones.

Debieron pasar diez horas antes de que un par de policías me llevaran a puntapiés a una sala con un televisor y me colocaran frente a este, me costaba entender lo que pasaba, uno de los policías me pasó un CD por la cara y tras unas burlas lo introdujo en el reproductor bajo el televisor. No podía creer lo que veía, no podía entender, se trataba de las grabaciones de vigilancia de la videoteca, en estas se mostraba el momento en que yo le hacía todo eso a la pelirroja, cada horrible cosa. No quería seguir viendo pero me obligaron a ver gran parte, cuando por fin lo detuvieron la escuché una vez más tras el espejo falso: se reía de mí, se burlaba.

Más tarde un policía después de golpearme un poco me mostró la declaración escrita de muchos testigos del hotel que me vieron salir a la hora que yo declaré estar durmiendo, junto con un dictamen del forense en el que afirmaba que la piel encontrada bajo las uñas de la pelirroja concordaban con los arañazos en mi rostro.

Eduardo quien es abogado y un viejo amigo mío, viajó desde el D.F. para presentar mi defensa; le pedí que no lo hiciera, que como un favor personal me trajera papel y tinta y así poder escribir mi historia y haga lo posible por hacerla pública para prevenir a todos sobre la mujer que atormentó a mi hermano hasta la locura y que ahora me lo hace cada noche a mí. No sé qué es ni quién es, sólo puedo advertir que nadie debe verla porque una vez que la miras, jamás dejarás de verla y si alguien corre con la desgracia de hacerlo no se olvide de siempre sonreírle; es lo único que la calma o lo que puede hacerle a cualquiera es mucho peor que la muerte.

 

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Gallardo


Fernando Fabián Gallardo Ortiz
 (León, Guanajuato, 1988). Vive en la ciudad de Querétaro, México. Estudió la licenciatura en Derecho en la Universidad Internacional de Querétaro.

 

Contactar con el autor: ff_gallardo [at] outlook [dot] com

🖼️ Ilustración relato: Fotografía por geralt / Pixabay [CCO dominio público]

 

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