relato por
Ignacio López Castellanos

 

Lo que está muerto no puede volver a vivir,
y el que vive está condenado a la muerte
y el olvido desde el momento en que nace.
Doctor William Belknap

E

l doctor Ernesto Álvarez era un médico rural muy querido y respetado entre las sencillas gentes de Villa Pedrosa; por lo que no fue de extrañar que acudieran personas allegadas, o simplemente coetáneos que le profesaran especial afecto, al entierro de su único hijo.

Su primogénito, de nombre Aurelio, murió el 15 de septiembre de 1895, en un trágico accidente de caza al precipitarse por un barranco, el cual no pudo prever por culpa de una espesa y fatídica niebla.

Tras el entierro de Aurelio, no se volvió a disfrutar de la presencia del afable doctor; se enclaustró en su amable casa. Una maravilla arquitectónica heredada de su abuelo. Fue este un hombre de mundo, amasador de fortunas en las Américas; trajo además consigo una importante cantidad de libros, con los que formó su propia biblioteca personal en el ático. Era ésta, la envidia de muchos estudiosos contemporáneos, por los rarísimos volúmenes que en ella contenía.

Un tiempo después de este enclaustramiento, más concretamente un 12 de diciembre, el doctor Ernesto Álvarez celebró una modesta reunión en su casa, a la que convidó a sus más allegadas amistades. Entre ellas se encontraba Alejandro López, de 35 años de edad, soldado de infantería retirado y ahora un importante comerciante de licores, era además un aficionado a la arqueología y al coleccionismo de extraños y curiosos artefactos de origen antiquísimo; fue este acompañado de su esposa Inés Fernández, 5 años menor que él, que regentaba una tienda de ropa femenina. También acudió a la reunión un amigo de toda la vida del doctor, Iñigo Rodríguez de 58 años de edad e historiador de profesión.

Recibió al grupo en la entrada sonriendo y fumando en una pipa bien cargada de tabaco. Los guió hasta el salón donde tenía encendido un fuego, y enseguida hizo que les sirvieran café y pastas.

El doctor Álvarez tardó un momento en exponer el motivo de su reunión, aunque fue Alejandro quien rompió el silencio, realizando un comentario superficial sobre la bajada de temperatura. El doctor Álvarez se limito a sonreír, dio una calada a la pipa y le contestó con una voz que denotaba tranquilidad y serenidad.

—Sí, es cierto… hace frío, mucho frío… gracias a dios estamos resguardados y podemos disfrutar de la compañía mutua mientras conversamos.

Algo en su tono tranquilo y profundo desasosegaba a Alejandro, un tono que para nada parecía pertenecer al de un hombre que estuviera enclaustrado en un antiguo palacete, y acabara de perder a su hijo recientemente, Un pensamiento que enseguida barrió de su mente al entrar en la conversación el historiador Rodríguez.

—Un café delicioso doctor, tendrá que decirme quién es su proveedor.

Tras lo cual el historiador volvió a beber de la taza.

El doctor Álvarez no apartaba la mirada del fuego. Dio un par de caladas más a la pipa, vació su contenido y la posó con suavidad sobre la mesa. Dirigió una breve pero intensa mirada a Inés, esta vez sin rastro de amabilidad en ella. Inés dio un respingo apretando la mano de su marido Alejandro, quien se asombró por la extraña reacción de su esposa.

Inés rompió finalmente el espectral silencio y sacó al doctor de su ensimismamiento frente al fuego, y con la mejor de sus sonrisas se dirigió a él.

—Posee usted una casa encantadora doctor, espaciosa pero a la vez acogedora; recuerdo que en el año nuevo del año pasado me enseñó su increíble biblioteca del ático, un lugar muy adecuado para poder dedicar tiempo a la reflexión y el estudio.

Este inocente comentario fue seguido de un incomodo silencio, un silencio en el que los invitados intercambiaban miradas nerviosas, hasta que para sorpresa de todos el semblante del doctor Álvarez cambió por completo, tornándose afable de nuevo, les explicó el motivo por el cuál habían sido reunidos tan inesperadamente.

—Sé que mi repentino retiro tras la muerte de mi hijo, ha dado lugar a no pocas habladurías, pero creedme cuando digo que mi retiro y enclaustramiento es del todo justificable. El único motivo por el cual he decidido retirarme momentáneamente, es el de preservar mi cordura, sin la cual no podría realizar las labores que conlleva mi profesión. Pero hay algo que me gustaría poder realizar antes de volver a mi agradable consulta; necesitaré de vuestro apoyo y ayuda para llevarlo a cabo.

Tras este corto monologo realizó una pausa para escrutar los expectantes rostros de sus invitados.

—Creo que hablo en nombre de todos cuando digo que puede contar con nuestra ayuda y apoyo incondicional, siempre ha dado mucho por esta comunidad, y las más de las veces de forma altruista, por lo que me parecería de desagradecido, y tremendamente desleal, retirarle la mano en el único momento en que la necesita —el historiador Rodríguez, al pronunciarse, miró a Alejandro e Inés en espera de una confirmación a lo que acababa de decir.

Aunque tardaron unos segundos en reaccionar, Alejandro habló sintiendo la mirada suplicante de su esposa en la nuca.

—Por supuesto puede contar con mi esposa y conmigo, será un placer para nosotros poder ayudarle.

El doctor Álvarez parecía satisfecho ante las reacciones de los convidados, y no tardó en exponer su deseo.

—Sé que eran bien conocidos por todos los gustos de mi hijo en cuanto a temas de historia antigua, y no eran pocos los viajes que realizaba a raíz de la pasión que sentía por dicho tema. Precisamente habíamos planeado un viaje a las montañas que dan cobijo al lago Vidna; dicho enclave le atrajo e intrigó a partes iguales al enterarse de los últimos descubrimientos realizados cerca de una mota artificial probablemente de uso funerario. Se trataban estos hallazgos recientes de unas tablillas grabadas, en las cuales se había hecho uso de una escritura semejante al alfabeto persa cuneiforme, algo totalmente insólito tratándose del lugar en el que han sido halladas.

El doctor Álvarez realizó una breve pausa y bebió un sorbo de café. Los convidados estaban expectantes ante lo que les pudiera proponer el anciano.

—Nada  me  complacería  más  —continuó  hablando  el doctor— y me produciría más paz interior que el hacer este pequeño viaje, ahora que tengo aún a mi hijo muy presente. Sé que no tengo derecho a pediros semejante favor, pero sois las únicas personas a quien profeso especial afecto, y con las que me gustaría compartir esta experiencia.

El doctor no volvió a hablar, pero la respuesta no se hizo esperar, enseguida todos se mostraron dispuestos a acompañarle en este último viaje con el que sosegar el espíritu del decrepito doctor.

Al término de la reunión, acompañó a los invitados personalmente a la entrada desviviéndose en agradecimientos. Antes de que se marcharan, les informó de que al día siguiente, a primera hora, recibirían una carta en la que se detallarían el día y la hora en que un coche de caballos pasaría a recogerles.

Después de una despedida formal en la entrada, descendieron por el camino empedrado que serpenteaba la colina donde estaba edificado el palacete.

Mientras proseguían su avance hacia el carruaje, Inés se giró para despedir con la mano al doctor que se encontraba aún en el umbral de la puerta; la mirada de Inés, quizás siguiendo un extraño instinto ancestral, se posó en la ventana que daba al ático, en la cual puedo vislumbrar una borrosa figura corpulenta y casi podría decir que incluso gibosa, haciendo que un sudor frío le recorriera la espalda. De forma mecánica y autómata se introdujo en el coche, sin poder apartar de su mente la imagen del doctor sonriente en la entrada y en contrapartida la efigie de un ser corpulento y giboso en una de las ventanas del ático. Ni siquiera las caricias de su esposo por la noche consiguieron hacerla olvidar aquella sensación de terror primigenio que recorriera su espalda esa misma tarde.

La cotidianidad del día a día hizo que los recuerdos y sueños brumosos fueran quedando relegados al olvido en la mente de Inés.

Como había prometido el doctor, un hombre les hizo entrega personal de un documento en el cuál se señalaba el lugar, fecha y hora en el que serían recogidos para tan singular aventura.

Inés odiaba reconocerlo, pero sentía cierta excitación por el viaje. Aunque se dirigirían a un lugar relativamente cercano, pues no saldrían del Principado y solo tardarían un día en llegar, siempre en dirección Este bordeando la costa.

El domingo de esa misma semana un carruaje en el cual iría ya acomodado el historiador Iñigo Rodríguez, pasaría a recogerles saltándose los santos oficios. El doctor les estaría esperando en un segundo carruaje en las afueras de Villa Pedrosa.

Antes del amanecer del domingo señalado, Alejandro e Inés ya tenían preparado el equipaje. Ropa suficiente para dos días, y algo de comida, aunque no les sería necesario como había evidenciado en la carta el doctor.

Inés introdujo unas pequeñas cuartillas y carboncillos, pues era dibujante aficionada y su vena artística no quería dejar pasar la oportunidad de realizar unos cuantos bocetos del enclave. Alejandro por su parte llevó tabaco de sobra y un revólver americano, regalo de su difunto padre, más como amuleto personal para el viaje, que como objeto realmente útil.

El cielo se dejaba ver azul hasta lo más alto, la brisa otoñal era fría y constante, y un aroma cargado de recuerdos y añoranzas inundaba la aldea.

Dentro del carruaje les esperaba Iñigo, pero este se encontraba durmiendo y con la papada temblando por los ronquidos.

No tardaron en llegar a las afueras de Villa Pedrosa donde se encontraba como prometía la carta el carruaje del doctor. No hubo saludos, ni se dejó ver si quiera el rostro del doctor. Antes de que los caballos llegaran a la altura del carruaje anfitrión, este se lanzó al camino sin esperar a sus compañeros de viaje. Estaba claro que prefería seguir disfrutando de su soledad aunque fuera durante el viaje.

Alejandro le preguntó a su esposa si no le importaba que él también durmiera durante parte del trayecto, ella le respondió con una sonrisa, y con mirada soñadora fijó su faz en la pequeña ventana del carruaje, dejándose llevar por la magia y la ensoñación del otoño y su luz sobrenatural.

Sus ojos saltaban de hoja en hoja, de roble en roble, y después de valle en valle. Valles vedes, brillantes, salpicados por hojas o cubiertos de arboledas desnudas, dando la apariencia de bosques encantados, cubiertos de ramajes retorcidos, emuladores de garras amenazadoras.

Pronto llegarían a la costa. Una costa brava y furiosa que les daba la bienvenida. El cielo se tornó plomizo y suaves gotas barridas por el viento golpeteaban la madera pintada del carruaje.

Al llegar a su destino, Iñigo, Alejandro e Inés, bajaron con tranquilidad, pues sus huesos y músculos se encontraban entumecidos por el viaje.

El cochero les ayudó con el equipaje, al igual que el que acompañaba al doctor, aunque éste para extrañeza del grupo no les dirigió palabra alguna.

Con el rostro ceniciento y ceñudo, se dirigió a la casa que había alquilado para mayor comodidad del grupo.

El doctor se encerró en el ático con sus pertenencias. Ambos cocheros partieron hacia la posada de una aldea relativamente cercana, llamada Táraños. Volverían al atardecer del día siguiente.

Al entrar en la casa los tres amigos, la madera crujió y unos cuadros de personajes rancios y miradas inquisitoriales les dieron la bienvenida al igual que sus igualmente difuntas mascotas disecadas, apoyadas todas ellas sobre repisas, mesas y estanterías.

Eligieron habitación y se dirigieron a ellas para acomodarse y relajarse.

La habitación de Inés y Alejandro estaban orientadas hacia las montañas que daban cobijo al lago Vidna, una vista que para la mirada sensible de Inés era un regalo para el alma.

Ambos amantes disfrutaron de la intimidad y de la lejanía. Un momento de respiro, cansados de sus propias vidas, sin ojos legañosos que los observaran con envidia y recelo.

A eso de la una se reunieron en el salón, aunque aún sin el doctor. Prepararon café, y se acomodaron en los sofás desgastados, mientras Iñigo trataba de encender la chimenea. Finalmente el fuego apareció, y la sala se iluminó un poco más. Vieron, para su estupefacción, que las pertenencias que llevara el hijo del doctor Ernesto a alguna de sus escapadas al lago aún seguían en la casa, desperdigadas. Sobre todo, tratados de historia antigua, prensa barata, palas, sacos, y un extraño libro que sobresalía de los demás. Iñigo sonrió al leer en alto el título MalleusMaleficarum. Comentó que se trataba de un viejo libro sobre demonología, una reliquia de los tiempos más oscuros de Europa. Inés se estremeció, y más, cuando Iñigo leyó un párrafo del libro: «Nadie niega que ciertos daños y perjuicios que en la práctica y en forma visible aquejan a los hombres, animales, frutos de la tierra, y que con frecuencia se producen bajo la influencia de los astros, pueden ser muchas veces provocados por los demonios, cuando Dios les permite que así actúen. Pues como dice San Agustín en el Cuarto Libro de La ciudad de Dios, los demonios pueden usar el fuego y el aire, si Dios les deja hacerlo. Un Dios castiga por el poder de dos ángeles malos».

Al ver la reacción de sus acompañantes, Iñigo sonrió y casi bromeando comentó que al hijo del doctor siempre le habían interesado estos temas, aunque nunca le reportaron nada de provecho. Una de las tantas excentricidades que lo caracterizaban.

La mañana transcurrió de forma tranquila y sosegada. Realizaron varias expediciones al enclave precéltico del lago Vidna. Pudieron observar con tranquilidad, los restos de la inacabada excavación, pues Aurelio era su principal benefactor. No vieron rastro alguno de las extrañas tablillas. El doctor les explicó que habían sido cedidas a un importante anticuario de la capital, hasta que llegara el día en que fueran estudiadas por manos más entendidas y curtidas.

Igualmente el lago, rodeado por colosales montañas nevadas y orillas plagadas de monolitos provenientes de tiempos olvidados por el cerebro humano, representaba, en sí, una estampa deliciosa, embelesadora, y casi trascendental. No era de extrañar, se dijeron los visitantes, que sus antepasados rindieran culto en semejante enclave.

El doctor no profirió apenas palabra alguna, su mirada se perdía en los grabados de los monolitos en los que se podía apreciar claramente grupos de seres antropomorfos adorando figuras colosales, de rostros abultados, fauces redondas repletas de dientes y ojos rasgados e inexpresivos.

Inés reprodujo con cierta pericia y talento los grabados, con aquella mirada soñadora que la caracterizaba. Su marido y el orondo historiador, se dedicaron a recorrer la orilla del lago con paso tranquilo, disfrutando del día.

La mañana transcurrió veloz para los cuatro; les costó volver a la casa, pero estaban cansados y hambrientos. Comieron todos juntos aunque sin proferir casi palabra alguna los comensales. El resto de la tarde la pasaron recostados en el sofá, resguardados del frío y la lluvia que afuera recrudecía.

El doctor Ernesto permanecía en el ático; un lugar del que provenían de vez en cuando sonidos extraños, como si conversara consigo mimo. También se le oyó sollozar, pero ninguno de los presentes en el salón se atrevió a perturbar su intimidad. Solo el marido de Inés, se decidió a subir cuando retumbó sobre sus cabezas el sonido de objetos rompiendo contra el suelo del ático.

Portando una sencilla vela, ascendió las vetustas y descascarilladas escaleras que daban al ático.

Picó a la puerta tres veces. Lo llamó por su nombre pero no obtuvo respuesta. Acercó la cara a la puerta; no le llegó sonido alguno. Cuando ya se disponía a girar la manilla de la puerta, esta se abrió con brusquedad lanzándolo escaleras abajo.

Inés e Iñigo se apresuraron a ver qué era lo que había ocurrido. Sus rostros se ensombrecieron cuando vieron a Alejandro tendido con la vela desparramada a su derecha.

Inés se tumbó a su lado y se cercioró de que se encontraba bien, solo algo magullado y sorprendido.

Iñigo los sorteó y ascendió él solo las escaleras dejando a la pareja. La habitación se encontraba totalmente a oscuras. La única ventana permanecía abierta haciendo que ventanas y contraventanas se movieran como el batir de alas de un cuervo, dejando que el aire y la lluvia nocturna entraran removiéndolo todo.

Encendió un par de lámparas y cerró la ventana. No vio rastro del doctor, lo cual le dejó con la boca seca y las manos frías, pues nadie salvo Alejandro había descendido las escaleras.

Inspeccionó la habitación; encontró numerosos recortes de periódicos antiguos. Montones y montones de hojas con extrañas indicaciones y planes de trabajo se desparramaban por todos lados.

La luz solo alcanzaba a iluminar una parte de la mesa y el suelo, por lo que poco le faltó para desmayarse cuando al girar a la izquierda un bulto obstruyó su paso, haciendo que cayera sobre algo blando, bulboso y viscoso.

Con la respiración acelerada, y con un pulso y entereza envidiables, se alzó con tranquilidad, y sosteniendo una de las lámparas de aceite alumbró el motivo de su caída.

La garganta se le secó aún más si cabe. El torso y la espalda se le anegaron de sudor frío. La vista se le nubló, y poco faltó para que la lámpara se escurriera de su sudorosa mano.

Ante él un cuerpo que recordaba vagamente al humano permanecía aparentemente inmóvil, o mejor dicho muerto, con los ojos rasgados dados la vuelta; la boca retorcida en una mueca estúpida; su vientre estaba enormemente abultado, provisto a intervalos de escamas y bubones supurantes. Pero lo que casi hizo que se desmayara fueron sus facciones aún distinguibles, unas facciones que sin duda pertenecían al difunto hijo del doctor. Con la mente bullendo de sangre y los ojos peligrosamente nublados, vio también que el suelo estaba repleto de trozos de arcilla rotos. Pedazos de arcilla recubiertos de inscripciones que correspondían a algún tipo de escritura hierática o cuneiforme, tal y como les había indicado el doctor al referirse a los extraños hallazgos en el lago Vidna.

Entre los pedazos de arcilla, copias de un mismo texto en papel de periódico se entremezclaban con los restos de arcilla. Iñigo cogió uno de los pedazos de papel y lo leyó: «En el día 12 de diciembre de 1892, el erudito y estudioso local Enol Fernández, fue hallado muerto a orillas del lago Vidna. Aún se desconoce el motivo de su muerte, pero todo apunta a un suicidio. Se tenía constancia de sus sucesivas visitas a los famosos complejos monolíticos del lago Vidna. Una obsesión que le hizo desempeñar numerosas investigaciones, aunque nunca consiguió el apoyo de las instituciones publicas. Escritor consagrado, y divulgador influyente en el ámbito de las lenguas muertas. Curiosamente el difunto Enol Fernández había redactado un testamento dos meses antes de su muerte, cediendo todos su libros a la biblioteca publica de Táraños, pero no así el resultado de sus investigaciones que fueron entregadas a uno de sus principales benefactores, el hijo de un doctor rural afincado en Villa Pedrosa, Aurelio Álvarez…».

Iñigo tembloroso, y con un hilillo de sangre escapando de su nariz, posó el papel en el suelo. Su mente bullía de información y datos más propios de una novela gótica. Intentaba en vano unir conceptos lógicos, algo que le diera sentido a todo lo que veía.

De repente una dolorosa idea barrió su mente. Había dejado a sus dos amigos en el piso inferior. Si su viejo amigo el doctor, había perdido la razón, podía ser un elemento de preocupación en aquellos confusos momentos. Incomunicados en aquel paraje y demasiado lejos de la civilización, solo podían solucionar aquel dilema ellos solos hasta la llegada de los cocheros.

Tuvo que sujetarse a la pared cuando vio que sus dos amigos ya no se encontraban donde los había dejado; los llamó y buscó por toda la casa.

Si el doctor había perdido el juicio, y raptado a sus amigos, siendo por algún milagro estrafalario que el doctor Ernesto hubiera podido a su edad avanzada salir por la ventana, para a continuación raptar al matrimonio; solo había un lugar donde los habría llevado en su demencial búsqueda de lo ilógico.

Iñigo ataviado con su gabán de cuello alto y una gruesa bufanda, se encaminó en dirección al lago Vidna. Llegó después de una penosa ascensión, sin resuello, con los gemelos de las piernas ardiendo, decididos a no dejarle avanzar un paso más.

Tres figuras permanecían ancladas a orillas del lago. Una era la del doctor, de aspecto zarrapastroso, y con una fisonomía que recordaba endiabladamente a la de su hijo muerto en el ático. Con el revolver que Alejandro había llevado consigo, apuntaba al matrimonio, mientras vociferaba y gritaba frases en idiomas arcaicos e impronunciables al lago.

Hablaba sobre materia primigenia, cambios o traslación de las almas. De toda la parafernalia de frases y reverencias se podía esclarecer, únicamente, que quería ofrecer al matrimonio como tributo a algún tipo de deidad, sin duda producto de la enfebrecida mente del doctor.

El historiador estaba convencido de que su aspecto era el producto de alguna enfermedad desconocida. No podía ser casualidad que se diera solo en aquellos sujetos vinculados al agua del lago Vidna.

Iñigo no podía acercarse sin ser expuesto ante el arma de fuego de Alejandro, pero poco duró su inquietud, pues algo atenazó su cuello lanzándolo al suelo.

Frente a él se erguía giboso y amenazante, el hijo del doctor que una hora antes yacía en el suelo del ático.

A su lado apareció también, la faz y el cuerpo congestionado deforme e hinchado del orgulloso padre, acercando su ahora apestoso y tumefacto rostro al del pobre y desgraciado Iñigo.

—Dime amigo… ¿qué no harías por volver a ver a los tuyos con vida?, yo lo haría todo, incluso someterme a los designios de una raza más antigua y de mentalidad menos perezosa que la humana. No… no sientas condescendencia por mí, mi hijo o el desgraciado matrimonio que yace ahora sin vida a orillas del lago. Ahora solo son buen material de prensa barata, como lo fue en su día el iletrado y obtuso Enol Fernández. Ahora, duerme, amigo…, duerme… pronto despertarás, pero tus ojos ya no verán a través de otros, si no que por ti mismo te alzarás y nacerás de nuevo, expectante a los designios de tu nuevo dios.

La negrura invadió el todo. La curiosidad mató la esperanza y el hombre dejó de ser la medida del todo.

 

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Ignacio López Castellanos. Autor nacido en Asturias.

🔗 www.facebook.com/ignacio.lopezcastellanos

Ilustración relato: Fotografía por Pedro M. Martínez ©

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Revista Almiarn.º 76 | septiembre-octubre de 2014 MARGEN CERO™

 

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