relato por
Jorge Sánchez Fernández

 

E

scuché el ruido momentos antes de levantarme. No podía dormir. Desde hace algún tiempo cualquier cosa me mantiene despierta. Realmente no lo entiendo, el médico dice que es estrés, que debería tomarme las cosas con calma. Fácil decirlo cuando se tiene un sueldo como el suyo. No sé cómo J. puede dormir tan tranquilo. Apenas pone la cabeza en la almohada pierde el conocimiento y nada ni nadie es capaz de despertarlo. A veces lo odio.

Levantarse se hace cada vez más difícil, crujen los huesos con el más leve movimiento. Al asomarme por la ventana la luna apareció completa en el cielo. Con su luz las casas vecinas toman un matiz diferente, es como estar en una película extraña. No dormir tiene un aire de indiscreción. A veces, cuando miro por la ventana y es tarde en la noche, diviso algunas sombras moverse entre los matorrales. Se escabullen de sus casas buscando otras, entonces  las sombras se encuentran y desaparecen. Es como presenciar un juego prohibido.

 

El ruido provenía del auto de Donald. Por años  J. se había quejado de esa carcacha inútil. En una ocasión casi se sale de las manos la situación. Donald no paraba de encender y apagar el auto justo el día en que mi marido descansaba, después de una noche de duro trabajo.

—¡Calla esa carcacha inútil! —le gritó J. desde la ventana del cuarto.

Donald no pareció escucharlo y continuó con ese estruendo. Entonces J., cegado por la ira, agarró un bate y bajó a toda prisa. Fue entonces cuando intervine. Le dije que yo hablaría con Donald. Así que salí, le expliqué la situación y todo arreglado. Al regresar J. me preguntó:

—¿Por qué te demoraste tanto?

—¿Lo hice? —respondí—. No me fijé.

 

Donald aparcó mal el auto y salió de él rápidamente, en dirección a su casa. Luego de un tiempo apareció por la puerta. Llevaba una pequeña maleta de mano y justo antes de llegar al  auto se quedó quieto, como si de repente una fuerza mayor lo hubiera convertido en una estatua de sal.

Miré el reloj de pared: once de la noche, era tarde. Una fuerte ráfaga de viento sacudió los árboles del vecindario, sin embargo Donald no se movió ni un centímetro.  Fui a la cocina y puse la olla con agua para el café. Una de las fotografías de la pared estaba torcida. Aquella donde aparecemos J. y yo abrazados; no recuerdo quién la tomó pero sí sé que fue en las últimas vacaciones. Por aquel entonces J. se encontraba muy mal. El alcohol estaba haciendo estragos. Lo peor sucedió el día en que golpeó a uno de los trabajadores del hotel. Habíamos salido en busca de unas copas, era temprano y el bar del hotel se encontraba vacío, salvo por el cantinero. J. pidió un trago tras otro. Lo veía emborracharse sin remedio. En un instante se levantó, miró al cantinero, un tipo pequeño, calvo, algo encorvado, y dijo:

—¿Ve usted a ésta mujer?

—Sí, señor —respondió el cantinero.

—Fíjese bien en ella, es la mejor mujer en todo de éste maldito mundo —luego se echó a reír hasta que comenzaron a resbalar lágrimas de sus ojos y así estuvo por veinte minutos. Ahogado en una risa que sólo él entendía.

—Vamos, Donald —dije—. Compórtate.

—No me molestes —respondió, dándome un empujón.

El cantinero, que estaba mirando la escena, dijo:

—Cuidado, señor.

—No te metas, maldito entrometido —le gritó J. lanzando un golpe que fue a parar en la nariz del hombre.

Después de esas vacaciones me prometió que nunca más tomaría otro trago y hasta ahora ha cumplido.

 

Dejé el agua a fuego lento. Afuera, en el jardín, la luna cubría todo con su brillo. Donald aparecía  alto, recio, con cierto aire melancólico, bajo la luz ceniza de la luna. Era extraño ver a un hombre como él, a esa hora, y de esa manera. Su sombra se proyectaba larga como una senda oscura. Poco a poco me acerqué. Un auto pasó alumbrando nuestros rostros. Puede ver las lágrimas de Donald caer mientras él permanecía inmóvil, con la mirada perdida.

Dije:

—Buenas noches, ¿se encuentra bien? —acercándome más.

Donald no pareció escuchar.

—Buenas noches —volví a decir. Esta vez  movió la cabeza en mi dirección.

—Buenas noches —respondió, en voz baja.

Algo, en ese hilo de voz, encendió una llama en mi interior.

—¿Se encuentra bien?… Es tarde.

—Lo sé, lo siento… —respondió Donald—. En realidad no me siento bien. Mi mujer me espera ahora en el hospital y no tengo el valor para arrancar el auto e ir. De hecho no sé cómo logré llegar, ha sido un día… —el hombre comenzó a llorar sin mover su cuerpo. El llanto se le escurría por las mejillas, resplandeciendo tenuemente a la luz de la luna.

—¿Qué le pasó a su esposa? —pregunté y al instante el hombre pareció despertar de un sueño profundo.

—Por Dios, a ella nada. Es mi hijo el que se encuentra  grave. Llevo aquí una muda de ropa y algunos objetos personales —dijo, tocando la maleta—, pero no tengo el valor para subir al auto y conducir todo el camino ¿Podría llevarme usted?

—Nunca aprendí a conducir, lo siento… —respondí.

Donald rompió en llanto. Al parecer nada le salía bien ese día. Sentí lástima por él. Alguien tan guapo, con ojos tan dulces, no debía sufrir tanto.

—Vamos —dije—. Entremos a su casa. Le prepararé un café, hablaremos un poco; usted se calmará y luego podrá salir al hospital.

Me miró de arriba abajo. Se hizo a un lado señalándome el camino con su brazo extendido. Pasé por delante de él y sentí cómo suavemente su mano rozaba mi cadera. Sonreí.

 

La luna se encontraba en el centro del cielo cuando entramos. Por un momento creí encontrarme en mi propia casa. Era sorprendente la enorme cantidad de similitudes: las fotos en la pared, el estilo de los muebles, la pequeña biblioteca llena de enciclopedias. Todo en esa casa parecía replicar mi hogar; todo menos el olor. Desde niña me había acostumbrado a identificar los lugares por su aroma. Las cosas, las personas, las palabras pueden mentir, pero el olor es algo puro, inamovible, exacto. Olí una mujer y un niño, olí un gato y el sudor seco de Donald detrás de mí.

Nos dirigimos a la cocina, sin encender las luces eléctricas, la luna brindaba todo el resplandor necesario. Puse la cafetera, pensé por un momento en la olla que estaba en mi cocina. Nos sentamos a esperar. Donald dejó el maletín sobre la mesa y se sentó al otro extremo.

—No sé qué me pasa —dijo de repente—. Mi hijo se encuentra entre la vida y la muerte y yo aquí, sentado, esperando quién sabe qué. Soy un cobarde.

No dije nada.

—¿Te pasa algo? —peguntó.

—¿Por qué lo dices? —respondí.

—Pareces distraída.

—Lo siento, es que acabo de recordar que dejé una olla al fuego en mi casa, eso es todo.

Donald soltó una gran carcajada. Rio hasta que los ojos se le llenaron de lágrimas. Luego, como si nada hubiera sucedido, continuó sollozando.

Esa reacción me recordó mi niñez. Una vez mi padre llegó en la madrugada. Mamá estaba despierta, por supuesto; sin embargo no se levantó a recibirlo. Él comenzó a gritar. El sonido se colaba por debajo de la puerta de mi cuarto. Escuché a mamá levantarse. Me escabullí de mi cuarto procurando no hacer ruido. Las voces se escuchaban lejanas, como si estuvieran discutiendo en medio de un túnel. Caminé lentamente por el pasillo. Una vez en lo alto de la escalera pude escuchar cómo mamá decía algo sobre otra mujer y  oí cómo él se reía. Aún hoy, la imagen de mi madre llorando de rabia y mi padre llorando de risa me acompaña.

Miré a Donald y sus patéticas lágrimas. Es gracioso el darse cuenta cuán frágiles son los hombres.

 

Separando las manos de su rostro, dijo:

—Ya está el agua.

Me levanté y serví dos tazas de café. Le entregué una a Donald y, con la otra entre mis manos, me senté a su lado.

—No tienes por qué preocuparte —dije, acariciando su cuello—. Los niños son muy fuertes. Ya verás cómo el pequeño estará mejor cuando regreses.

Donald, sin dejar de mirar su taza, dijo:

—Nunca quise hijos. Es un tonto error que se comete. Un día eres un chico lleno de sueños y al otro, tras una noche de tragos, pasas ocho años criando un niño que nunca quisiste y luego esto. No es justo. No existe algo tal como la justicia en éste mundo.

Me acerqué un poco más y le dije:

—Dime, ¿qué le pasó?

—No sabría decirlo… —respondió Donald.

—Di lo primero que se te ocurra —dije.

—Fue un coche… no, una moto o quizá resbaló mientas manejaba su bicicleta, no sé bien. No me hagas hacer esto.

—Tranquilo, Donald. Lo has hecho muy bien.

Donald volvió la cabeza y me miró fijo. Sostuve su mirada, mientras él sonreía suavemente.

—¿Ya? —preguntó el hombre, haciendo un movimiento de cabeza en dirección a las escaleras.

Asentí, dejando la taza de café en la mesa.

 

Al salir la luna estaba oculta. Cerré la puerta de la casa. Perdida en las tinieblas, me dirigí a tientas por el jardín. Al entrar a mí casa recordé la niña escondida al final de la escalera y por un momento miré fijamente a esa oscuridad. En la cocina apagué la olla, ya no contenía nada de agua. Desde ese lugar miré la fotografía aún torcida, pensé en arreglarla pero decidí no hacerlo.

Mientras subía las escaleras escuché cómo Donald guardaba el coche. En la habitación J. aún roncaba, pero había cambiado de posición; ahora daba la espalda, ocultando la cabeza entre la almohada. Miré por la ventana, afuera ninguna sombra se movía.

 

 

Jorge Sánchez Fernández. Es estudiante de Literatura, próximo a terminar la carrera, y desde muy temprano se ha dedicado a la escritura. Ha publicado cuentos y otros textos en el periódico universitario La palabra (publicación de la Universidad del Valle, en Cali, Colombia).

📩 Contactar con el autor: jorgesanchez1124[ at ]gmail[dot]com

 

🖼️ Ilustración relato: Fotografía por Breno Assis / [Unsplash]

 

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