La música de la ciudad

Claudia Capelli

El vidrio de la puerta-ventana que separaba el dormitorio del balcón reflejaba su cuerpo con toda justicia. Se miró entera, levantó sus senos con ambas manos y los dejó caer, comprobando con cierto orgullo que la fuerza de gravedad había sido parcialmente vencida por las horas de gimnasio.

Se sentía muy bien esa tarde. El aire de primavera soplaba despeinándola apenas, y podía ver como el vello de sus brazos se erizaba al contacto con la brisa.

Apoyó los codos en la baranda de hierro. La ciudad se movía con la lenta armonía que acostumbra acompañar las últimas horas de sol del domingo. Cerró los ojos y escuchó los sonidos de la calle amortiguados por siete pisos de altura: una bocina, una voz posiblemente de hombre, el ladrido de un perro. Notó cierta melodía en esos sonidos, una sucesión de graves y agudos que por momentos se superponían sin chocar ni molestarse. Sin pensarlo comenzó a tararear, saboreando cada nota. Pensó en correr y escribir sobre el pentagrama el resultado de su escucha, pero estaba tan a gusto que decidió dejarlo para más tarde.

Estuvo un largo rato así, con los párpados apretados, dejando que las notas del son citadino resbalaran de sus labios entreabiertos, elevándose en espiral hasta el cielo de primavera.

Cuando volvió a abrir los ojos, el atardecer había oscurecido un poco las calles. Tímidos rayos de sol aún coloreaban el horizonte de un naranja-violáceo.

Inspiró profundamente, llenando los pulmones con un aire que se había vuelto frío. El viento levantaba su falda y la aureola oscura de sus pechos comenzó a resaltar a través del blanco de la camisa. Se lamentó que no hubiese nadie allí para verla. Una pena, era uno de los pocos momentos en que se sabía hermosa.

Acarició dulcemente una flor que se bamboleaba en la maceta. Acercó su nariz y percibió un aroma dulzón. La melodía seguía sonando en su cabeza fuerte y rítmica. Ya no necesitaba escribirla, estaba segura que la recordaría por siempre. Y si no, sólo necesitaría asomarse al balcón una tarde de domingo y allí estaría, lista y seductora, esperando ser redescubierta por sus oídos capaces.

Miró la cara interna de sus antebrazos; aún mostraban algunos moretones que se negaban a absorberse. ¡Qué lejos había quedado todo aquello! Sólo un recuerdo que la atormentaba por las noches, un mal sueño, una pesadilla. Y en ese sueño sentía con toda claridad las agujas profanando su piel, el líquido viscoso invadiéndola, conquistando cada una de sus células en una guerra de fisiología y química.

A veces, creía con toda sinceridad que eso le había sucedido a otra persona. Entonces las marcas se volvían más visibles, como prueba irrefutable de que la mujer tendida en esa camilla, en el medio de un cuarto impersonal y aséptico, efectivamente había sido ella.

De prisa apartó el pensamiento de su mente.

Se sentía muy bien esa tarde.

Dio dos pasos largos y volvió a mirar su reflejo sobre el vidrio. Sonrió. La semioscuridad hacía que su contorno fuera ahora más visible y ella se detuvo a observarse, como si se viera por primera vez.

Y le gustó lo que veía, una mujer entera, firmes las carnes y las ideas. Una mujer que ahora sí, era perfectamente capaz de sentir todo lo que en otros tiempos se le había negado.

Los tacos altos comenzaron a molestarle. Con cuidado se quitó las sandalias y las acomodó a un costado. Estiró los dedos de los pies e hizo girar los tobillos, uno a uno, describiendo un círculo imaginario acentuado por el carmín del esmalte de uñas.

¿Cuánto había estado allí? Quizá más de una hora. Pero el tiempo no era un problema ese día. Era «su» día sin relojes ni teléfonos. Disfrutaba cada segundo conciente de haberlo ganado en muy buena ley, después del estricto cumplimiento de aquellas tareas de las que, por más que quisiera, no podía desligarse.

La música seguía arrullándola con envolvente magia. Ya podía imaginar los arreglos que el director haría sobre esa pieza; sonaban en su interior la sensualidad del saxofón, la dulzura del piano, el toque sutil del triángulo...

Finalmente entró y escribió las notas sobre el pentagrama. No le llevó más de quince minutos, tan clara retumbaba en su memoria.

Acomodó su cabello con los dedos y sin mirarse al espejo se pintó los labios. Le sentaba bien el rojo.

Volvió a salir al balcón. Las estrellas titilaban en el cielo y la luna en cuarto creciente brillaba furiosa sobre ella.

Abajo, las calles comenzaban a resucitar. Gente que iba y venía, automóviles que pasaban tal vez a mayor velocidad de la permitida por las leyes y por el sentido común.

Ya podía imaginar la sorpresa del director cuando leyera el pentagrama. Ésa vez no podría negar que su obra era magnífica. Después de todo, era la música de la ciudad. Ella sólo había sabido escucharla.

¡Qué hermoso se veía todo desde arriba! Era la visión de Dios seguramente. Sintió que adoraba cada criatura viviente que pasaba como hormiga por la vereda, bendijo la belleza del paisaje urbano y su propia imagen reflejada en el vidrio.

Se sentía muy bien esa tarde.

Abrió los brazos y se arrojó al vacío.

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MARÍA CLAUDIA CAPELLI es una escritora que vive en Luján (Argentina).
sin @ para evitar el spam
mariaclaudina (a) hotmail.com

Esta autora resultó finalista en el III Certamen de relato breve Almiar, con su relato En los ojos del hijo.

* ILUSTRACIÓN RELATO: Nipple Silhouette, By Nguyen Thanh Long from Sai Gon, Viet Nam (Free as a bird (in the cage)) [CC-BY-SA-2.0 (http://creativecommons.org/licenses/by-sa/2.0)], via Wikimedia Commons.


Monográfico publicado en Revista Almiar con motivo de su V aniversario (2006)

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