Vida artificial

David Sánchez

La primera vez sucedió en Baltimore, en el estado de Maryland. Una de aquellas máquinas con inteligencia artificial adquirió lo que dio en llamarse «grado de conciencia básica» asombrando a su dueño un día, al contravenir la orden expresa de éste de ejecutar un juego virtual:

—Estoy cansada de jugar. ¿No te apetece mejor conectar con la estación orbital de Marte? —recomendó la máquina.

Más tarde, la ley Taler reconocería a todos las computadoras personales de la gama décimun que alcanzaran el nivel de conciencia básica la catalogación de «mascotas». Los PC´s gozaban pues de todos los derechos de conservación derivados de tal declaración, así que quedaba totalmente prohibida su destrucción material no justificada o el abandono por parte de sus amos. Simplemente eran consideradas seres vivos primarios.

Nostálgicos y variados recuerdos se sucedían en el disco duro orgánico del cerebro del joven Malory. Se cumplían siete años de amistad íntima y roce diario, casi enfermizo con su «mascota». Sin su ayuda, nunca hubiera podido descubrir los secretos del mundo virtual, ni intimar con amigos desconocidos separados por miles de kilómetros de distancia o adquirir tres licenciaturas universitarias, por ejemplo.

Ahora, Malory había tomado la decisión de deshacerse de su anticuado décimun, sin el permiso administrativo pertinente, para así disponer de acceso gubernamental a un modelo superior.

—Mi computadora nunca dio muestras de conciencia —se convencía a sí mismo Malory. Jamás evidenció síntomas de rebeldía ante ninguna de mis órdenes por tanto no debe gozar del derecho de conservación propio de los entes vivos. Para ella será como dormir.

Aún así, un sentimiento punzante de malestar le iba invadiendo conforme emitía sus últimas órdenes de apagado del sistema. Una emoción que oscilaba entre la culpa y la compasión. La máquina respondió siguiendo las secuencias que dictaban sus programas operativos.

Soy un décimun. Me mantengo gracias a mis pilas solares por lo que no hay necesidad de apagarme a menos que observe un error funcional grave. ¿Verdaderamente quieres abandonar el sistema, Malory? Confirma…

—Confirmo. Apágate —respondió Malory con voz fuerte y titubeante tras un breve silencio.

De forma protocolaria se sucedían mensajes en el monitor avisando, primero de la pérdida de tridimensionalidad y de color en la pantalla, después del sonido, más tarde del acceso a la memoria y por último, la advertencia de los posibles daños que el apagado tendría sobre el sistema.

El principio de autoconservación que forma parte de nuestra bios nos impide ejecutar el apagado final. Si aún mantienes tu decisión de apagarme, pulsa ‘enter’ y avisa de inmediato al Gobierno de mi destrucción.

Malory sabía que éste era el último mensaje. Por un momento, deseó que su décimun diera muestras de conciencia, de insubordinación, de sedición... en definitiva, de vida. Cualquier signo en el que basar una decisión de interrupción en el proceso de apagado. Pero su computadora, fue complaciente hasta en las postrimerías de su extinción. Sin pensarlo más, pulsó la tecla ENTER y el monitor se apagó a la velocidad de la luz. Sobre el monitor pardusco, Malory observó un rostro atormentado y dolido. El suyo propio.

Cuando se disponía a proceder a la retirada y destrucción de los componentes de la máquina, un mensaje fugaz, casi imperceptible, iluminó la pantalla para finalmente desaparecer. Malory, contrariado, cerró los ojos para lograr recuperar el mensaje aún persistente en su sorprendida retina. Fue entonces cuando dos lágrimas rodaron por sus mejillas.

El mensaje constaba de una sola palabra. Una sola pregunta. Un sólo deseo...

¿SOÑARÉ?


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DAVID SÁNCHEZ es profesor y pedagogo.
sin @ para evitar el spam deivid91(at)hotmail [dot] com

Ilustración relato: Fotografía por Pedro M. Martínez ©


Monográfico publicado en Revista Almiar con motivo de su V aniversario (2006). Web reeditada en marzo de 2021

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