Arroz con leche

María A. Moreno Mulas

La leche hierve. En la superficie, el palo de canela y la cáscara de limón flotan como dos barquitos perdidos en el Atlántico. En el escurridor color tomate, los granos de arroz descansan esperando el susto del salto al líquido blanco y ardiente que humea en la olla.

La nevera expone postales sujetas con pequeños imanes de formas alimenticias: plátanos, pimientos rojos, rodajas de sandía de carne roja. Las murallas de Lugo, un pueblo que mira al Mediterráneo, Madrid que se asoma a la Plaza Mayor, un paseo por el claustro medieval de Santo Domingo de Silos. Vuelco el arroz en la leche aromatizada, mientras remuevo y remuevo con una cuchara de madera de olivo, regalo de una amiga gallega que conocí en tierras lejanas. Extraigo del bote de cerámica unas cuantas castañas pilongas para rematar el postre. Cinco minutos. Retiro del fuego el arroz con leche y lo reparto en las copas de barro oscuro. Una o dos castañas duras, que se transformarán en blandas sorpresas. Bajo la ventana, el especiero que recorro con la mirada: clavo, cayena, tomillo, vainilla, jengibre, azafrán, canela, canela morena.

Huele a limón y dulce. A cálido y canela. La última postal, Cartagena arqueológica, la sujeto con un pequeño melocotón anaranjado. Las copas con el arroz reposan en la encimera, para que se enfríen a temperatura ambiente.

El aire encerrado en la cocina sabe a castaña y arroz templado.

Más de cuarenta años que no cocía en leche el arroz. Más de cuarenta años se prolongó mi retorno a casa.

Recuerdo el olor de los naranjos la mañana que me fui. También el miedo y la nostalgia que herían mi corazón como alfileres manejados por un loco. Ése era mi primer viaje. Si cierro los ojos, veo la sombra negra de madre con la mirada hosca, despidiéndome en el umbral con un beso húmedo en la frente, sé buena, Carmelita, haz todo lo que te diga el tío, ¿oyes? Yo ya sabía cocinar por aquel entonces.

No sé cuánto tiempo tardamos en llegar al puerto francés donde embarcaría, como me explicó el tío Aurelio, en un barco grande y fantástico, con muchos niños; después de una travesía de juegos y risas llegaríamos a otro puerto de flores y frutas con nombre de edén. Pero no te encariñes, chiquilla, porque has de volver muy pronto a España, en cuanto el infierno se acabe, ya verás.

Una mañana de marzo recorrimos el puerto de Siete, ¡como mis años, tío! No, Carmelita, sin la i, sin la i... buscando el buque al que subí con mi maleta y mis miedos. El tío se perdió en la lejanía, pequeño y oscuro, mientras la brisa traía olor a aventura salada.

Al principio me sentí muy sola. No conocía a ninguno de los niños que se apretujaban en cubierta para contemplar cómo la tierra se perdía; añoraba la huerta, el olor del azahar y, sobre todas las cosas, la cocina de mi casa que olía a maravilla después de hacer arroz con leche aromatizada con canela y limón. Las noches eran peores que los días. Los llantos se confundían, no podías saber si eras tú quien lloraba o si el que suspiraba era tu vecino de litera. Acurrucada, estrechaba contra mí la muñeca de cartón que el tío me compró en el puerto de Siete, sin la i, mientras aguardábamos mi partida.

Por eso, chillé y chillé cuando me desperté una mañana y mi muñeca no estaba. Pataleé, me tiré de las coletas, ¡quiero irme a casa, quiero volver, no quiero estar aquí! ¡por qué, por qué!

Una niña que no tenía coletas, se acercó y me abrazó. Por lo menos, tú tienes el pelo muy largo... ¡yo parezco un niño!

La pérdida de mi muñeca me trajo una amiga que sabe tanto o más que yo de mi misma. Rosalía... ¡qué bonita es la cuchara que me has mandado para que remueva el arroz!

El mar era más grande de lo que yo había imaginado, azul y verde y gris y negro, y no se me olvida que pasamos cerca del Estrecho de Gibraltar (nos lo decían por los altavoces de cubierta) y de la isla de Madeira y después de muchos días, avistamos Veracruz y el malecón. Había una fiesta, pero nosotros nos mirábamos sin creer que era por nuestra llegada, aturdidos y cansados por la incertidumbre, la tristeza y la esperanza.

Señores muy elegantes y damas muy bien vestidas pronunciaron discursos, Rosalía me guiñó un ojo, seguro que ahora nos dan de merendar cosas ricas, y yo sonreí porque con ella todo era bonito.

Nos llevaron a un lugar por el que siempre seríamos conocidos: Morelia. Vivíamos en un edificio grande, nos enseñaban a leer y hacer cuentas, de vez en cuando, venía un señor importante como los que nos recibieron en el Paseo del Malecón y el día se convertía en celebración. El discurso siempre acababa igual: pronto, muy pronto, retornaréis a vuestra madre patria. Pero pasó un año y otro y otro y no volvíamos. A mí se me olvidaban retazos del ayer, de la dulzura de las naranjas, de las recetas que aprendí de madre.

Los chiquillos de Morelia se repartieron entre familias caritativas cuando la institución que nos acogía cerró. A Rosalía se la llevaron lejos, tiempo después supe que a una hacienda de cacao en Veracruz; yo me quedé en Morelia y tuve suerte; perdí a mi única amiga y me topé con unos padres y hermanos mejicanos. Siempre restando cariño para sumar briznas de ternura. Siempre despedidas y encuentros, hallazgos y pérdidas.

Mi vida no fue mejor ni peor que otras. Me enamoré, tuve hijos. Luché y trabajé, hubo momentos duros e instantes muy dulces. Y en el corazón, un pequeño alfiler pinchaba sin rendirse al paso del tiempo.

Ahora he vuelto a despedirme. Dejé a mis hijos en Méjico, el país que me abrazó y he vuelto a España, la patria que abrió sus brazos para dejarme ir. Más de cuarenta años soñando con el olor a leche caliente y limón en mi pueblo de naranjos.

He recibido postales de algunos amigos que hice a lo largo del camino. Juan, que ya se jubiló y mira al Mediterráneo, María que recorre Madrid con asombro, ¡cuánto cambió!, Jacinto viaja (eterno peregrino) sin decidirse a permanecer, Ana que visita a su familia de Cartagena y Rosalía, junto con la cuchara para remover el arroz, me envía una imagen de Lugo. Formamos un ramillete colorido los niños de Morelia. De aquí y de allí. Del país soñado y del país vivido. Imaginando volver, construimos nuestras historias allende los mares.

El arroz ya se enfrió. El sol se oculta tras las montañas de la serranía y en el umbral de casa me siento con la cuchara de madera que mi amiga del alma me cedió. El postre está cremoso, sabe a canela y limón y hasta mí llega el olor de las flores de azahar y, huummmm, me he encontrado una dulce sorpresa blanda...


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MARÍA ANTONIA MORENO MULAS es una autora que vive en Salamanca (España).

WEB DE LA AUTORA:
cuantoscuentoscuentastu.blogspot.com/

ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por César Herrero © (Ver muestra de este autor, en Almiar).


Monográfico publicado en Revista Almiar con motivo de su V aniversario (2006)

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