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CERNUDA, el destierro de la historia

por

Ana Márquez Cabeza

sobre correo email orual16[at]hotmail.com

 

 

«El tiempo en las estrellas.
desterrada la historia.
el cuerpo se adormece
aguardando su aurora».
Luis Cernuda


Estamos celebrando estos días el Centenario del nacimiento de Luis Cernuda (Sevilla, 1902 - México, 1963). Siempre he creído que estos eventos deberían tener la virtud de despertar, si no el interés genuino, al menos la curiosidad del gran público por la vida y obra de los homenajeados. Yo no sé si en la práctica esto es así, pero como sólo puedo remitirme a mi propia experiencia, he de decir que, al menos en mi caso, tanto revuelo por el poeta sevillano ha obrado en mí el prodigio.

Tengo que reconocer con humildad que mis conocimientos sobre Cernuda eran muy limitados. Pero cuando su nombre comenzó a aparecer en los medios de comunicación por esto del Centenario me picó la curiosidad. Busqué en mi biblioteca el material de que disponía sobre Cernuda, me hice con alguna buena antología, y rastreé la huella del poeta por todos los rincones de la Red, donde encontré, para mi sorpresa, mucha y muy buena información. Y digo que esto me sorprendió porque de todos es sabido que en Internet la proporción de webs dedicadas a jóvenes valores de la música recién salidos del cascarón televisivo y las dedicadas a poetas, consagrados o no, es de diez a uno, y esto pecando de excesivo optimismo en el cómputo.

Quien esto escribe no leía a Cernuda desde su adolescencia. Teniendo en cuenta que ya he superado la treintena, es evidente que ha pasado mucha agua debajo del molino. Para que el diablo no se apunte un tanto en su lista de mentiras sin coartada diré que hace algún tiempo realicé una lectura de dos poemas suyos en la radio, pero, en profundidad y con detenimiento, no leía a Cernuda desde que era una cría. Reencontrarme con él ha sido como regresar a un espacio de luz, un oasis de destellos oscuros pero cegadores que dejé olvidado en algún recodo del pasado.

He vuelto a saborear versos que ya me impresionaron siendo niña, pero que ahora, al releerlos, cobran una claridad e intensidad nuevas. Y es que la buena poesía es la poesía «viva», esa que parece evolucionar a nuestro ritmo, esa cuya vitalidad se renueva al tiempo que se renuevan nuestras células poniendo banda sonora a nuestro particular proceso de crecimiento. La poesía viva nos ofrece siempre un abanico de sensaciones cambiantes, en función, por supuesto, del estado anímico o del momento de nuestra trayectoria en que nos encontremos al leerla.

Por otra parte, los poemas de Cernuda que he leído ahora por vez primera, que han sido muchos, han producido en mí el mismo efecto que una linterna dirigida súbitamente a mis ojos en medio de una habitación oscura: deslumbramiento primero, lagrimeo después —de emoción en este caso, profundísima emoción— y dolor, por fin.

Son muchos los poetas que han contado y cantado la alegría. Pero pocos, al menos de los autores que yo conozco (que son también limitados), han diseccionado la tristeza de forma tan conmovedora y desgarrada como Cernuda. Pocos han sabido hallar el adjetivo exacto, la palabra precisa que defina un sentimiento tan habitual y cotidiano pero al que no nos acostumbraremos nunca. Cernuda lo hace tan magistralmente, describe la tristeza , «su» tristeza con unas imágenes tan plásticas, que el lector no sólo puede sentir el dolor del autor a cada golpe de metáfora perfecta, sino que también puede «verlo». Puede, incluso, «tocarlo». Y ese dolor ya no es sólo del poeta. No es sólo esa tristeza que le causó el destierro de sí mismo fuera de la realidad, un destierro autoimpuesto antes de que las circunstancias históricas le impusieran el otro exilio físico de su país. El dolor que transfiere al lector y que traspasa las barreras del tiempo es un Dolor universal, el dolor de todos, ese sentimiento ancestral del hombre que parece fatalmente intrínseco a su naturaleza y que reconocemos en los versos oscuros, resentidos y angustiados de Cernuda como un recordatorio constante de lo inevitable.

En Impresión de destierro, que integra su libro Las nubes, por ejemplo, nos dice:

... Las ventanas daban,
tras edificios viejos, a lo lejos,
entre la hierba el gris relámpago del río.
Todo era gris y estaba fatigado
igual que el iris de una perla enferma.

Y, de pronto, milagrosamente, la Tristeza se materializa ante los ojos asombrados del lector y, como esa perla, se vuelve tangible, dolorosamente visible y, aunque «enferma», también viva, próxima y palpitante. Cernuda no nos «dice» aquí que se encontraba anímicamente destrozado, sino que nos lo «muestra», nos enseña su desgarro interior como si nos enseñara una radiografía íntima que hablara por sí misma mostrándonos un órgano moribundo. Con unas cuantas palabras ha delineado un mapa sencillo que lleva al lector directamente al centro de su angustia. El iris de una perla enferma es gris como el desaliento, como el fracaso, como el cansancio vital y la muerte final que es cifra del olvido. La realidad es la inutilidad del deseo.

Creo que fue Borges quien dijo que «escribir un poema es ensayar una magia menor». Lamento tener que llevar la contraria al maestro Borges, sobre todo por lo que esto conlleva de subversión y de rebelión contra la autoridad, pero no puedo aceptar que Cernuda fuera un «mago menor». No, creo que el poeta sevillano era un «mago mayor», de los más grandes y poderosos, porque él, que sólo era un hombre «hecho de esa materia fragmentaria con que se nutre el tiempo», podía, puede hoy y podrá siempre como el dios sufriente de la mitología cristiana, rescatar la Luz a través del Dolor y redimirnos así a todos para la Belleza.

Espero que, igual que me ocurrió a mí, les ocurra a muchos y las celebraciones del Centenario deriven en un mayor interés por un poeta extraordinario y poco conocido que nadie debería perderse.

Yo, por mi parte, estoy sumamente agradecida por haber tenido un pretexto para volver a Cernuda, para redescubrirle, para conocerle en su obra. Es esto, además de una satisfacción, una necesidad ineludible del amante de la buena poesía. «Si muero sin conocerle, no muero —ya sabéis— porque no he vivido».








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