Sin acotaciones
Juan Carlos Márquez
—¿Nombre del denunciante?
—Luis.
—¿Apellidos?
—Luengo Gonzálvez, señor. Luengo por mi padre, Gabriel Luengo, y Gonzálvez
por mi madre, Almudena Gonzálvez.
—Cíñase a las preguntas, haga el favor.
—Lo intentaré.
—¿Edad?
—Indefinida, señor.
—¿Acaso me está usted tomando el pelo?
—No, Dios me libre, señor. Pero para ser correcto debí decir complementaria.
—¿Cómo qué complementaria?
—Sí, eso, complementaria: veinticinco años de vivo y seis de muerto.
—Ah, que está usted muerto. Acabáramos. Pues permítame decirle en confianza
que tiene muy buen aspecto y huele usted muy bien para llevar seis años muerto.
—Es que mamá, Almudena Gonzálvez, que en paz descanse, era florista, y además
todavía no he entrado en la fase putrefacta, señor. Hay semanas en que no
se me cae un solo jirón de piel. Toque, toque mis bíceps. Toque sin miedo.
—Excelente carrocería, muchacho. Por cierto, cómo prefiere que me dirija a
usted: como muchacho vivo, niño muerto u hombre complementario.
—Como guste. Niño muerto está bien, pero Luis es más de mi agrado.
—Y bien, Luis ¿cuál es el objeto de su denuncia?
—Una familia ocupó anoche mi tumba y, como puede comprobar, me he quedado
sin un lugar dónde caerme muerto.
—Mal asunto, y habitual, mucho más de lo que la gente cree. Dígame, Luis.
Esa familia ¿son simples cadáveres, almas errantes, demonios, perseguidos
por la justicia o especuladores inmobiliarios?
—Mucho me temo, señor, que almas errantes, porque he visto cómo entran y salen
sin levantar la losa.
—En ese caso, con el agravante de la intangibilidad, poco queda por hacer.
Vamos, nada. Sólo esperar a que decidan marcharse. Si al menos fueran demonios
podríamos enviarle un párroco para que intentara un exorcismo.
—Entonces… ¿Qué me recomienda?
—No sé… ¿Se ha planteado solicitar un tumba de protección oficial?
—Sí, claro. Fue lo primero en que pensé, pero me pidieron una copia de la
declaración de la renta del año pasado.
—¿Y no podrían alojarle unos días en el purgatorio mientras se soluciona el
asunto?
—Lo he intentado varias veces, pero con la racha que llevamos nunca quedan
habitaciones libres. El lunes lo del terremoto en Méjico, ayer el descarrilamiento
del convoy en Johannesburgo, esta madrugada la guerra civil en Mongolia…
—Me hago cargo. ¿Ha probado en el limbo?
—También lo he intentado allí, pero no quepo en una cuna. Vamos, ni dislocándome
los hombros.
—Claro, salta a la vista, para caber en una cuna tendría que estar usted mucho
más descompuesto. ¿Y en el cielo? ¿Tampoco quedan plazas en el cielo?
—Entre nosotros, señor, el cielo no existe. Discúlpeme, soy un bocazas. Se
le ha quedado a usted una carita de pena…
—No se apure, Luis. Como envenené a mi mujer, mis esperanzas de ir al cielo
no eran muchas…
—Si le sirve de consuelo, tampoco existe el infierno.
—Gracias, de corazón, pero ahora lo que nos ocupa es su realojamiento. ¿Le
queda algún pariente vivo?
—Sólo mi padre, Gabriel Luengo, pero reniega de mí, como me morí así tan de
repente, sin avisar ni nada…
—Es comprensible, yo haría lo mismo si al volver a casa me encontrara muerta
a mi hija. La verdad es que esto tiene muy mal cariz, muchacho. Yo lo único
que puedo hacer es cederle una habitación en mi casa hasta que se solucionen
las cosas.
—Le quedaría eternamente agradecido, señor.
—No es una casa muy alegre. A mi mujer la disequé y la puse en el salón, de
pie, tras las cortinas, como fue siempre tan cotilla…
—¿Y su alma?
—¿Qué alma?
—La de su señora.
—No tiene. Su familia era muy humilde y eran doce hermanos. No podían permitirse
tantas almas.
—En ese caso…
—Entonces, se viene ¿no?
—Bueno.
—Ya verá cómo le gusta mi hija. Se llama Elisa y algunas veces se pone tan
melancólica que parece muerta. Seguro que hacen los dos buenas migas.
—¿Tiene alma?
—¿Quién?
—Su hija.
—Sí, claro. Varias. Es poeta.
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