Aroma de Mario

Nuria López

 

Los vecinos encontraron a Clara sumida en la más profunda de las oscuridades, aquella de la que es imposible despertar.

Cuentan las cotillas en el barrio que cuando lograron abrir la puerta y entrar en la casa de Clara, les invadió un dulce aroma a hogar bañado en sepia, en pasado, en recuerdos, en misterio, acompañado de un perfume embriagador a atardecer de verano y a pintura. El cuerpo yacía recostado sobre el sillón granate, decorado con mantillas de punto.

Los vecinos observaron el cadáver. Dos de ellos se dirigieron al tosco teléfono de color verde oficina, y marcaron el número del hospital. Los demás la contemplaron en respetuoso silencio, tan ensimismados por la tragedia, que nadie reparó en el vaso vacío que había sobre la mesilla.

Las ventanas, curiosamente, se encontraban abiertas de par en par, y los cortinajes danzaban al compás del sol de la tarde, aunque apenas hubiese viento.

 

Clara era ciega desde que tenía memoria.

Sus recuerdos se acumulaban en un caos de olores desordenados, roces fríos o cálidos, y voces conocidas. No guardaba fotografías de su infancia, pero había almacenado cuidadosamente el olor a estofado que hacía su madre, el sabor de la sangre en sus labios tras alguna de sus múltiples caídas, y el tacto dulce de la manta de franela que, de niña, su madre arropaba con cariño.

Aunque Clara conocía el barrio de memoria y no tenía problemas en salir a la calle, con el paso del tiempo necesitó un bastón con el que golpear el lugar dónde pensaba dar el siguiente paso, y se vio obligada a adquirir, también, unas gafas de sol, aunque sus ojos eran bonitos, pues con ellas la gente tenía más cuidado en no tropezarse con ella, e incluso se ofrecían a ayudarla a cruzar la calle. Se sentía inválida, y su carácter se volvió triste y ausente. Habría dado su vida entera por ver, durante un segundo, la luz y los colores; el sol, la Luna, el arco iris, un cuadro, el halo luminoso que rodeaba las estrellas, como le repetía una y otra vez su madre.

Mario no era una luz. Tampoco podría decirse que fuese una realidad, pero lo cierto es que alboreó con su magia el áspero mundo de Clara.

Clara y Mario se conocieron en la calle. Fue él quién se acercó a ella, y debía haberla visto muchas veces antes, porque le dijo:

—Hola, Clara.

Su voz sonó afectuosa y tierna. Clara se giró hacia él, y le preguntó quién era. “Me llamo Mario”, contestó.

—¿Cómo sabes mi nombre? —inquirió Clara, asustada.

—Tú a mí no puedes verme. Pero yo a ti sí. Y te veo a menudo.

Clara no preguntó más, y permitió a Mario acompañarla hasta casa. Ese día pasearon juntos, hablaron y rieron. Para Clara, aquello fue como rozar la felicidad, olerla, o escucharla, si bien no saborearla en su totalidad, pues Clara ya había perdido la esperanza de ser feliz algún día.

Al día siguiente, Mario la estaba esperando cerca del parque, y a pesar de que Clara siempre había mostrado gran desconfianza ante los desconocidos, había algo en Mario que le tranquilizaba: hablar con él, escuchar su voz, sentir su presencia junto a ella, su suave olor a pinceles y caballetes, era una sensación agradable.

Mario le habló de su pasado. Le dijo que había sido pintor, lo cual explicaba su misterioso olor, y Clara le incitó, fascinada, a que le describiese aquellos cuadros llenos de color que él dibujaba. Mario le confesó que hacía mucho que no pintaba, y que sus obras reposarían, seguramente, en algún desván olvidado y opaco, como luz encarcelada en la oscuridad. «Conozco esa sensación», dijo Clara, y Mario pareció arrepentido de haber hecho ese comentario. No le gustaba evocar con sus palabras la desgracia de Clara, porque la apreciaba, y debió ser por esto que Mario hablaba más bien poco de sus años de pintor. Sólo una vez, cuando Clara insistió en saber por qué había dejado de pintar, Mario le contestó fríamente que «una tragedia salpicó su vida y sus cuadros», y Clara entendió que no quería hablar más del tema.

Todos los días él aguardaba la llegada de Clara cerca del parque, como si fuese un pretendiente que la rondaba, y con el tiempo las últimas cenizas de desconfianza y temor hacia Mario se las llevó el viento. Clara le abrió su corazón, su alma, y junto a Mario lloró su desgracia y rió las bromas que él decía para tranquilizarla. Las intenciones de Mario no eran en absoluto peligrosas, pues a pesar de que el tiempo pasaba, Mario jamás había osado a tomarla de la mano o a tocarla, con lo que Clara se sentía tranquila.

Una tarde, Clara invitó a Mario a subir a su casa, y él, aunque se mostró algo reticente, acabó aceptando. Cuando subieron en el ascensor, Mario no dijo una palabra, ni siquiera musitó un «buenos días» a la señora mayor que subía con ellos. Lo cierto es que, de no haber sido por el inconfundible olor de Mario, Clara no habría sabido a donde mirar para dirigirse a él con una sonrisa, pues permanecía tan silencioso que apenas se le escuchaba respirar.

Una vez en la casa, Clara se la mostró. Mario observó que todos los ventanales permanecían abiertos, y las cortinas pálidas se mecían suavemente ante ellos. Un reloj sonaba desde algún lugar que Mario fue incapaz de localizar, y cuyo lejano tic—tac rompió Clara anunciando a Mario que la cena estaba lista.

Encendieron la radio de la cocina, y comentaron las últimas noticias. Después, escucharon un programa musical.

—¿Quieres bailar? —dijo Clara.

Mario palideció. Tardó en contestar.

—Yo, es que... Bueno, la verdad es que no sé bailar.

Clara rió.

—¡No seas tonto! Vamos, dame la mano.

Ella se levantó para tocarle, pero él la rechazó. Clara le miró en silencio, dolida. Se apagó la luz de su rostro, y se dejó caer sobre la silla.

—¿Qué ocurre, Mario? ¿Es que no te gusto?

—¡No, Clara, no es eso! —se apresuró a asegurar él—. Por supuesto que me gustas. Me gustas muchísimo. Es sólo que...

—Que no me dejas tocarte —musitó ella. Y añadió, con un suspiro: —Mario, no estoy enferma...

—Desde luego que no lo estás. Me encantaría tocarte, Clara, ya lo sabes. Pero no puedo. No debo.

Más tarde, cuando Mario se hubo ido, Clara pensó en sus palabras, buscando una explicación. Al final, dedujo que el que estaba enfermo era Mario: quizá tenía alguna dolencia contagiosa en la piel, y su mano estaba llena de granos e infectadas cicatrices. Recordó entonces que, en una ocasión, Mario le había comentado que una tragedia le apartó de la pintura... Sí, debía estar enfermo.

Clara se dijo a sí misma que aquello no sería un obstáculo: necesitaba a su amigo junto a ella, y era tal esa dependencia, que desde aquella tarde en que Mario estuvo en su casa, Clara tuvo la sensación de que su olor se había quedado en ella para siempre, y empezó a hacer algo que jamás había hecho: confundir sonidos. Sus oídos se agrandaron, y le pareció que los ruidos de la noche se multiplicaban, que las pisadas de Mario resonaban entre los pasillos tal y como lo hicieron algún día las de su madre, y que su olor embriagaba las sábanas de su cama.

Clara acudió a su siguiente encuentro con un discurso preparado. Cuando Mario se acercó a ella, en el parque, ella comenzó a hablar mucho antes que él. Le explicó que, cualquiera que fuese su enfermedad, podía confiar en ella; que jamás le abandonaría, que le traía sin cuidado que fuese contagiosa o mortal. Mario agradeció sus palabras, y le dijo que él ya sabía todo eso, pero que contarle la verdad sólo sería perjudicial para ella, y que, por tanto, si era cierto que le apreciaba, debía respetar su decisión de no desear compartirlo con ella. Clara aceptó a regañadientes, y pasearon en silencio.

Aquella tarde, en su casa, Clara dedujo que Mario debía tener una apariencia monstruosa, si su enfermedad estaba tan avanzada como ella creía, y que ésa era la razón de que ella fuese su única amiga.

Pero Clara no entendía de belleza, sino por lo que escuchaba en la radio. Para ella, la hermosura tenía la forma de una voz sedosa, un olor acendrado a esencias del bosque, la risa centelleante de Mario: fuese cual fuese su enfermedad, Clara deseaba abrazarlo, engarzarse a su cuerpo deformado y acariciar las cicatrices enmohecidas.

Se preguntó entonces si no se habría enamorado de él. Había leído en multitud de ocasiones que el amor conducía a la locura, y ella ya había comenzado a imaginar que las puertas se abrían y cerraban solas, que su aroma se derramaba por las paredes de la casa, y que los objetos se movían, aunque no pudiese verlos. Soñaba con Mario y le daba mil figuras diferentes, a cuál más espantosa, hasta quedar absolutamente convencida de que le seguiría amando, no importaba la horripilancia de su físico.

A la mañana siguiente, Clara y Mario se reunieron en el parque, como de costumbre. Ambos se percataron de que entre ellos había nacido una tensión desagradable, y Clara le propuso hablar de ello.

Mario le guió a través de los árboles, los jardines y los estanques, hasta llegar a un banco que, por el olor, debía situarse bajo un pino. A la sombra, Clara le confesó a Mario que le quería más que a nada en el mundo, que no le importaba lo enfermo que estuviese, porque para ella él era el ser más hermoso del mundo. Él titubeó, y le dijo que le correspondía con todo su corazón, pero que no podía ser.

Clara le notó tan triste, que no pudo reprimir el arrebato de cogerle de la mano. Estaba segura de que eso le daría confianza y seguridad, y acabaría por confesarle la verdad, así que alargó sus finos dedos para acariciar los de Mario.

Entonces, tuvo aquella sensación extraña. Había tocado a Mario, pero no le había tocado. Clara cerró los ojos. ¿Qué había ocurrido? Sus manos se habían hundido en una especie de aire helado dónde debía haberse encontrado Mario. No había rozado algo, pero tampoco podía decirse que no hubiese sentido nada. Mario estaba allí pero no estaba.

De pronto, Clara percibió que Mario se levantaba y se iba. Fue como si una ráfaga de viento cruzase frente a ella, llevándose consigo aquel remolino de hojas que olían a Mario.

Él se había ido de su lado.

Clara, angustiada, se puso en pie y comenzó a llamarle: «¡Mario, Mario!». No podía echar a correr tras él, aún guiada por el sonido de sus pasos y la fragancia de su perfume, pues chocaría y caería sin remedio. Sólo podía gritar su nombre, una y otra vez...

En ese momento, escuchó dos voces cerca suyo. Una niña dijo: «Mira, papá, esa mujer está loca. Está gritando al viento», y una voz masculina le replicó, con severidad: «¡Calla! ¿No ves que es de mala educación señalar?».

Clara se detuvo y, en aquel instante, lo comprendió todo.

Emprendió el camino de vuelta a casa.

 

Cuando Clara giró la llave en la cerradura y la puerta de su hogar se abrió, permaneció de pie en el umbral durante unos instantes.

No estaba triste. Ahora que sabía que Mario vivía en su casa desde que ella le invitó a subir, y que era él quién cambiaba los objetos de sitio, recorría los pasillos por la noche, abría las puertas, movía las cortinas, y, de vez en cuando, entraba en su habitación para verla dormir, no podía sino sentir por aquel antiguo pintor la misma lástima que por ella.

La casa se hallaba sumida en el más religioso de los silencios, únicamente roto por aquel reloj fantasmal que nadie era capaz de encontrar. Estaba claro que Mario no quería aparecer, pero sin duda estaba en la casa: olía a él, a perfume de artista bohemio encerrado en un desván rebosante de acuarelas y fragancias estivales. Con una sonrisa, Clara avanzó lentamente por el extenso pasillo, preguntándose dónde estaría Mario... tal vez sentado sobre la cama, o quizá desplazándose por las habitaciones con preocupación, meditando sobre qué hacer ahora que Clara lo había descubierto todo.

Al llegar al salón, Clara escuchó el sonido del baile de las cortinas en la noche, y pensó que Mario quizá estaba ahí, asomado a la ventana, imaginando qué paisajes plasmaría en sus cuadros si pudiese volver a coger un pincel.

Ella suspiró.

—Sé que no te has ido, Mario. Estás aquí. No es tan fácil esconderse de una ciega; ya sabes que quedarse quieto en un rincón no es suficiente. Yo no puedo ver y tú no puedes ser visto. Somos las dos caras de una tragedia —le pareció escuchar unos pasos, y sonrió con ternura—. Me he prometido seguirte allá dónde vayas. Pero, para ello, es necesario que yo tampoco pueda ser vista.

De pronto, la ventana se cerró sola, atropellando en su furia parte de la cortina. Clara pudo sentir el aroma del pintor cada vez más cerca de ella, hasta que unos brazos invisibles que sólo una ciega podría percibir rodearon su cintura, en un fuerte y sincero abrazo.

 


 


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ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía* por Adolfo Cisneros Samano (México).
* Esta fotografía recibió el Segundo Premio en la II Muestra de Fotografía Almiar (2003)


 



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