El bolsillo de atrás
Claudia Alejandra Morales
Teo revisó sus bolsillos. Los dio vuelta hacia el lado de afuera, como casi todo el mundo. Era raro en Teo, él no era esa clase de tipo que hacía lo que todo el mundo hacía. Pero hoy estaba decidido a comportarse como una persona común y corriente, como él se definía y como los demás no lo veían... Volvamos a los bolsillos. No había nada. Ni monedas tintineando, ni caramelos, ni cigarrillos, nada. Maldijo en voz baja, ya les dije que hoy quería pasar desapercibido, y se revolvió el pelo con una mano. Con la otra se acomodó la entrepierna. No le picaba, pero una pelirroja había pasado cerca de él y él detestaba a las pelirrojas. Decía que traían mala suerte. Eso decía Teo a sus amigos cuando se reunían en el bar de siempre y divisaba una pelirroja. —Tocate —decía Teo. —¿Qué? —Que te toques. La colorada. Siempre te dan mala suerte.
Y entonces, por las dudas, todos se tocaban. No existen,
pero que las hay las hay. La colorada le clavó los ojos colorados a Teo y Teo le sostuvo la mirada, desafiándola, todavía con la mano perdiéndose entre las piernas. Creo que la chica se dio cuenta. Creo no, estoy segura que se dio cuenta.
—¿Qué mirás imbécil? —soltó mientras se iba revoleando
las caderas.
Teo sonrió y volvió a pensar en su bolsillo de atrás.
Sí, era su salvación. Siempre se encontraba algo en el bolsillo de atrás de
su pantalón. Era tan importante ese bolsillo, pensaba Teo, que se merecía
estar adelante, pero si estaba adelante dejaría de ser el bolsillo de atrás.
En esas cosas pensaba Teo mientras caminaba.
Metió la mano con anillos plateados en el bolsillo y
encontró cinco pesos doblados en cuatro partes. Se tocó el estómago. Tenía
hambre. Tenía antojo de helado. Pero era invierno y pocos kioscos tenían helado.
A Teo no le importó. Todo lo difícil implicaba un desafío y todos los desafíos
eran fáciles para alguien como Teo. Recorrió tres kioscos hasta que encontró
uno que vendía helados. Abrió la heladera, revisó sin mucho interés y no compró
ninguno. De pronto tuvo antojo de galletitas. Compró un paquete de unas de
chocolate, bañadas en chocolate, rellenas con chocolate, porque cuando a Teo
le gustaba algo... quería mucho de ese algo. Se sentó en el pasto, en una
plaza, mientras los perros daban vueltas y se acercaban a olfatearlo. Teo
tenía todavía olor a vino de la noche anterior. No había vuelto a casa. No quería volver. En casa estaba lo mismo de siempre. Y él hoy no quería lo mismo de siempre. Devoró las galletitas en algunos minutos manchándose la boca hermosa y cerró los ojos. Se echó hacia atrás apoyando las manos en el pasto aunque lo lastimaban un poco y le pidió un cigarrillo a un pibe que pasaba por ahí. El sol le encantaba. El sol realmente le encantaba cuando le pegaba de lleno en la cara y lo obligaba a fruncir la nariz. Era irresistiblemente atractivo con ese gesto. Era realmente adorable.
Odiaba los domingos, eso sí. No había algo que odiara
más que los domingos, con esa falsa felicidad que la gente se obligaba a transportar
en el rostro, todos enalteciendo los valores de la familia, los enamorados
caminando estúpidamente de la mano, los nenes en las hamacas, los paseos con
los perros, el ruido de las campanadas de las iglesias y ese aroma a asado
que despedían las casas de familia. Pensó en eso y pensó en su familia. Tal
vez odiaba los domingos porque no tenía familia, no estaba enamorado, ni siquiera
tenía un perro. Un pastor alemán se acercó para interrumpir sus pensamientos
y Teo ladró fuerte para que el perro se fuera. Logró asustarlo. Teo tenía
esas cosas. Teo en verdad era capaz de asustar a cualquiera cuando se lo proponía.
Miró el reloj. Eran las tres de la tarde.
Teo pensó en Paula. Paula estaría terminando de almorzar
en la casa de sus padres este domingo. Sí, de seguro se habría levantado a
eso de las 11, se habría cambiado sin bañarse y habría tomado el colectivo
hasta la casa de sus padres. De seguro estaría hablando por teléfono con alguna
amiga y hablando de cosas, Paula siempre tenía algo para hablar. Pensó en
llamarla a su departamento, aunque tenía la certeza de que no estaba y lo
hizo desde un público, usando una moneda de 25 centavos que había encontrado
en la calle. Paula seguramente se enojaría por esto. Le diría que ni siquiera
había invertido su dinero en ella, sino que simplemente había llamado por
aburrimiento y porque la calle le había regalado la moneda. Teo no se lo negaría.
Era cierto. Teo dejó un mensaje en el estúpido contestador de Paula y colgó.
No le gustaba hablar con las máquinas, pero sabía que ese simple llamado serviría
para tener a Paula radiante hasta la noche. Se la imaginaba entrando al departamento
y mirando con esperanza la luz que titilaba en el aparato y se imaginaba su
cara cuando escuchara la voz y lo reconociera. Paula estaría pendiente del
teléfono las próximas... siete u ocho horas. Teo conocía a Paula de memoria.
Teo pensó en Paula y la pensó pelirroja. Le causó gracia,
Paula era peligrosa, no pelirroja. Pensó en Paula peligrosa y pelirroja porque
le había dado mala suerte conocerla. Paula se había enamorado de él como todas
las mujeres amaban a los tipos como Teo. Teo era siempre distinto a todos,
porque se mostraba igual que los demás, pero todos los demás sabían que era
diferente. Teo podía ser de tantas maneras que realmente desorientaba a cualquiera.
Paula no había sido la excepción y amaba a Teo con locura, aún sabiendo que
Teo no amaba a nadie, ni siquiera a Paula. Había hecho un esfuerzo por alejarse
de Paula pero era imposible. Teo estaba solo y quería seguir solo. Teo había
aprendido de lo peligroso que era amar a alguien. Teo sabía que siempre podía
perder demasiado si amaba demasiado a alguien. Teo intentaba todo el tiempo
alejarse de Paula y amarla lo menos posible o amarla desde lejos.
Teo vagó todo la tarde empujando piedritas con los pies.
Dio vueltas por la plaza y por el barrio. Palermo era lindo, pero era más
lindo desde que había conocido ese enganche que Paula tenía con Palermo. Caminó
y caminó y sin darse cuenta llegó a la casa de Paula. Miró el portero eléctrico
y se negó a tocar el timbre. Se sentó en el piso y esperó, sin saber a qué
o a quién esperaba, se sentó a esperar como tantas veces dejaba descansar
sus sueños en algunas escaleras que los demás pisaban, pero él respetaba.
Teo sabía de respeto y sabía de espera. Teo también sabía que esperaba por
Paula. El sol ya se había apagado. La noche estaba hermosa como hermosos eran
los ojos de Teo. Estrellas violaban lo oscuro del cielo mientras los autos
pasaban ajenos a todo. Noche de domingo. Teo miró hacia la esquina y la vio
venir, con un ramo de flores en la mano. Paula era demasiado romántica para
Teo... patéticamente romántica... Paula caminaba hacia él con los ojos entrecerrados,
como si no pudiera creer lo que veía. Tenía el pelo raro, distinto. Parecía
pelirrojo. —¿Qué... qué haces acá? —preguntó Paula extrañada. —Nada. —¿Cómo nada? Estás en la puerta de mi casa. ¿Me esperabas? —No. —Teo, dale, no seas así... Vivís un poco lejos... ¿Querés subir? —Vine para sacarme una duda. No sé si es amor. No sé si es miedo. No sé qué es. —¿Qué es qué? ¿Amor? ¿Miedo? ¿De qué miedo hablás? Paula se sentó con Teo en el piso. No le importaba arruinar el vestido nuevo. Encendió un cigarrillo y le ofreció uno. —No, gracias, dejé de fumar. —¿Cuándo? —Hace un par de horas. Paula se sonrió. Teo siempre andaba con esas cosas extrañas. —¿Entonces? ¿Para qué estamos acá? —¿Creés en la suerte? —preguntó Teo mirándola fijo. —En la mala. Las pelirrojas dan mala suerte. —Sí, eso ni lo dudes. ¿Y en el destino? ¿En la suerte como factor determinante del destino?
—A veces. Teo, estás muy raro. Teo se paró de golpe. Metió su mano derecha en el bolsillo de atrás del pantalón, en el mismo de siempre, en el que siempre lo ayudaba. Sacó una moneda de un peso y se detuvo uno segundo en su dibujo. —Si sale el escudo me quedo a vivir con vos. Si sale el sol, no nos vemos nunca más. —No —dijo Paula—, mejor al revés. —¿Al revés? ¿Segura? —Sí, por favor. A vos te gusta demasiado el sol.
—Ok. Si sale el sol me quedo con vos, sino, ya sabés. Teo arrojó la moneda hacia el cielo y Paula cruzó los dedos tan fuerte que empezaron a dolerle. Siguieron con la vista la moneda que caía extrañamente despacio y se suicidaba contra el cemento.
—El escudo —dijo Paula con dolor.
Teo, sin mirar a Paula, recogió la moneda del piso. Le
dijo que la necesitaba para el colectivo. No la besó. Teo ni siquiera volteó
la cabeza mientras se perdía por la calle. Paula se desplomó en el suelo y
se prometió no llorar. Pero no era como Teo. A Paula le costaba mantener sus
decisiones cuando de amor se trataba. Paula pensó en el maldito y fatal destino. Si ella no hubiera abierto la boca, si ella no hubiera interferido para cambiar los planes, si ella no hubiera hablado... Teo miró por última vez la moneda. La moneda trucada con dos escudos, uno a cada lado. |
RELATO FINALISTA DEL
II CERTAMEN DE RELATO
BREVE ALMIAR
Claudia Alejandra Morales es argentina. Ha sido Medalla
de Honor en el Concurso José Martí (septiembre 1999),
organizado por la Asociación Argentina de Escritores Noveles y Tercer finalista
en el
II Concurso Antonio Villalba de Cartas de Amor (Taller de Escritura de Madrid -
Febrero de 2003).
ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por
Pedro M. Martínez ©
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