FOTOGRAFÍA: Pedro M. Martínez

¡Así se pisa!
Guiomar Coimbra

 

Goyita paseaba sus veintiún años por aquel Madrid de principios de los setenta. Era menudita, monilla y muy espabilada. Trabajaba en un ministerio donde sus conocimientos administrativos, unidos a sus buenos modales, simpatía y pulcra presencia, habían hecho que Don Dimas Castro, uno de los jefes de sección más antiguos de la casa, la reclamara como secretaria particular. Su principal misión, que cumplía con desparpajo, era impedir que nadie importunase la plácida lectura del ABC que ocupaba casi toda la mañana laboral del ínclito señor. Así, era ella quien recibía en el antedespacho a directores, secretarios y demás cargos empresariales, escuchaba sus problemas y los resolvía diligentemente encaminando a los solicitantes hacia los oportunos negociados; sólo cuando su buen criterio consideraba que el asunto sobrepasaba sus atribuciones, resumía la situación ante Don Dimas y, tras anunciarlo con mucho estilo, introducía al visitante en el imponente despacho alfombrado.

En la juventud de Goyita sólo había un punto negro: sus pies. Se gastaba gran parte del sueldo en saltratos, parches, cremas, callívoros y tiritas, y era cliente fija de las mejores zapaterías de Madrid, por las que realizaba esperanzados vía crucis a la búsqueda de los milagrosos zapatos que no lastimasen aquellos delicados apéndices, normales y perfectos a simple vista, como comprobaba cuando los observaba a través de la lupa que formaba el agua del barreño en el que se administraba los pediluvios, pero tremendamente complicados en cuanto a textura de piel y exactitud de medidas.

La Goya, que tenía a gala ofrecer una imagen siempre impecable, sufría mucho por la carencia de esos airosos andares característicos de las chavalas de su edad. Caminaba despacio y sin ningún garbo, llevando siempre la cabeza algo adelantada respecto al cuerpo, como si concentrase toda su voluntad en tirar de aquellos pies remolones y sufrientes, que sólo parecían felices las tardes que la muchacha frecuentaba el grupo de Coros y Danzas del que formaba parte. Allí, enfundados en las livianas manoletinas, cobraban alas describiendo complicados trenzados y primorosas filigranas sobre el parquet encerado. Entonces sí que eran ellos los que tomaban el mando sobre todo el cuerpo, permitiéndole moverse con la ligereza propia de sus pocos años.

Goyita era propietaria de una impensable colección de zapatos de diferentes hechuras y calidades de piel. Cada vez que estrenaba un par sufría los tormentos de la bota malaya y, para domarlos, los administraba lo que ella llamaba «el tratamiento». Consistía en sumergirlos un buen rato en un cubo de agua y, luego de escurridos, ponérselos completamente mojados para que el cuero, al secarse, se amoldase perfectamente a las irregularidades de sus pies. El procedimiento era desagradable, sobre todo en invierno, y siempre se corría el riesgo de atrapar unas anginas o una molesta cistitis, además de perder toda una tarde encerrada en casa, sentadita al lado del radiador de la calefacción.

Entre las visitas que frecuentaban el despacho de Don Dimas, había un gerente de empresa, joven y bien plantado, que traía revuelto al personal femenino de la sección con su buena planta, sus asombrosos ojos azules y, sobre todo, por el espectacular abrigo de pelo de camello que envolvía su apuesta persona. Pero Goyita, que era la encargada de recibirle y aliviar sus cuitas ministeriales, fiel a su obsesión calibraba a sus semejantes según el tipo y limpieza del calzado que usaban, y era lo primero que llamaba su atención en un hombre. Respecto al señor gerente, los diferentes zapatos que había observado en los pies del interfecto proclamaban muy a las claras que su dueño no se calzaba cualquier cosa. Y, en un obsceno y freudiano juego de palabras, lo de que un tipo de paladar tan fino se la quisiese «calzar» a ella, la hizo sentirse muy halagada cuando sus compañeras empezaron a comentar, entre bromas y veras, que si el gerente menudeaba últimamente sus peticiones a Don Dimas, era con el único objeto de ver a su secretaria.

Algo de razón debían de tener, porque el hombre, en su chorreo de visitas, comenzó a arreglárselas para dejarse caer por el ministerio con sus gestiones a la hora en que Goyita salía a tomar el almuerzo. Se hacía el encontradizo y la invitaba a tomar algo en una de las elegantes cafeterías de la Castellana. Allí, la Goya encaramaba su reducida estatura en uno de aquellos taburetes concebidos para lucir mejores piernas que las suyas y, con aparente aplomo, pedía un Campari que saboreaba dejando que el señor gerente hiciese todo el gasto de la conversación. Había que reconocer que el sujeto era simpático y agradable, nada creído, y muy atento, amén de rumboso. Esto último quedó patente cuando el 24 de abril, día de San Gregorio, el repartidor de una de las floristerías más caras de Madrid se presentó en el ministerio con una preciosa canastilla de rosas y una tarjeta a nombre de la señorita Goyita Portillo. La Goya, que a templada no la ganaba nadie, lo recibió muy señora, le largó una propina principesca y, ante la rechifla y las risitas entre envidiosas y cómplices de sus compañeras, se permitió la chulería de instalar el lujoso cestillo en la mesita baja del despacho ante la mirada complacida de D. Dimas, que la dejaba hacer contemplándola con orgullo casi paterno. En un momento de soledad, se armó de valor y marcó el número de la conocida gerencia. Agradeció muy fina el presente y, cuando el tipo le propuso redondear la atención invitándola a cenar un sábado, accedió. Parece que el gerente no se esperaba una negativa, porque lo tenía todo preparado: luego de preguntarle, muy solícito, si le gustaba el cordero, la emplazó para las nueve y media del siguiente sábado en un conocido restaurante de la calle Cuchilleros.

El exiguo guardarropa de Goyita comprendía un vestidito negro que juzgó adecuado para la ocasión, pero pensó rematar su presencia estrenando calzado. No podía resistirse a la tentación aun sabiendo que era un error, que unos zapatos nuevos la forzarían a adoptar unos andares patosos e inseguros, que no pisaría fuerte en unos momentos en los que resultaba fundamental sentirse segura, pero esa misma tarde acudió a la zapatería más selecta que conocía de donde salió portadora de una caja que contenía un precioso y reluciente par.

El sábado se arregló con esmero durante una hora y la imagen que presentó al severo juicio estético de su hermana quinceañera mereció toda la aprobación de la adolescente: el sencillo y elegante vestido, que la hacía parecer mayor, el colgante de plata, los zapatos nuevos... Le birló a su madre unas gotas de Madame Rochas y, tras anudarse el pañuelo de seda al cuello, se puso el abrigo y se zambulló en la flamante noche camino de la estación de metro. Dudó en coger un taxi, pero la compra de los recién estrenados zapatos había dado un buen zarpazo a su pecunio, que no estaba para tales alegrías.

Emergió a la superficie en La Latina y se dirigió pausadamente hacia el restaurante. No había encontrado asiento, y el pequeño rato que había pasado plantada en el vagón había bastado para hinchar sus pies, que se mostraban más y más reacios a avanzar, obligándola a concentrarse mucho en cada paso. Empujó la puerta y se dirigió a uno de los camareros que la guió precediéndola entre el laberinto de mesas. Le siguió lentamente, con un falso empaque producido por el cuidado que ponía en sus pisadas. El hombre se levantó, muy correcto, mucho antes de que ella hubiera llegado a su altura, y la Goya advirtió cómo seguía su periplo entre los comensales observándola con ojos golosos. La muchacha le alargó la mano, que él retuvo un instante entre las suyas para ayudarla acto seguido a despojarse del abrigo. Tomaron asiento y disimularon ambos su embarazo con la breve tregua que suponía la lectura de las cartas que les entregó el maître. Que el tipo quería quedar bien se notó en la elección del vino. Degustada la primera copa, mientras esperaban la cena, recuperaron el aplomo. El hombre empezó a hablar, pero la Goya contestaba un poco distraída, demasiado atenta al dolor lacerante que se extendía desde sus pies hasta rematar en una machacona punzada en su cabeza. Cuando acabaron los entrantes, sabrosísimos, estaba ya desesperada. En su agonía, pensó en ausentarse brevemente para ir al aseo y, una vez allí, meter sucesivamente los zapatos, con pie y todo, en el lavabo. La frenó el imaginar la visión que produciría su vuelta al comedor, dejando charquitos al andar como si se hubiese hecho pis. El hombre hablaba y hablaba. Goyita, siempre educada, le contestaba con ingenio, pero sólo una pequeña parte de su mente seguía la amena conversación que le ofrecía el señor gerente. Sus afanes estaban bajo la mesa, tratando de colocar los pies en diferentes posturas que le procurasen un pequeño alivio al presionar contra el suelo una u otra parte de cada zapato, y resistiendo valerosamente la tentación de descalzarse, sabedora por experiencia que después sería imposible volver a enfundarse aquellos dos trozos de piel animal, que parecían haber cobrado vida y adherirse a la suya propinándole feroces mordiscos.

La cena se le hizo larguísima. Al terminar, ya en la calle, el hombre le propuso dar un paseo aprovechando la cálida noche abrileña. Bajaron sin prisa hasta la calle Bailén. Para la Goya, cada pisada era una congoja. Le venían a la mente aquellas vírgenes cristianas sufriendo el suplicio de andar sobre ardientes ascuas. Llegaron frente a Palacio. El pavimento estaba húmedo, recién regado, y reflejaba la luz de las farolas. Olía a gloria y una luna tremenda, primaveral, esa luna madrileña tan engañosa en cuestiones de amor, difuminaba el ambiente con un velo lechoso.

Las palabras del hombre iban haciéndose más y más íntimas, y la miraba con unos ojos dulces y rendidos que habrían emocionado a cualquier mujer. A cualquier mujer que no estuviese en la situación de la Goya, que empezaba a marearse y sentía una vaga náusea, con relentes del cordero engullido entre dolores, que subía poco a poco desde su estómago para instalársele en la garganta impidiéndole hablar. Sólo sonreía mecánicamente, con una sonrisa enigmática que bien se podía interpretar como aquiescente, cuando la verdad es que se le había quedado fija en el semblante como si la hubieran rociado con laca. En un momento dado ya no pudo más y, a punto de caer, en un acto reflejo e inconsciente, entrelazó su brazo con el del hombre buscando un punto de apoyo, un momentáneo alivio a su dolor. Se asió con la desesperación con que un náufrago agotado se agarra al tablón salvador.

Su angustia le había impedido estar atenta a la conversación y no se había percatado de que el hombre hacía rato que le hablaba sentidamente de su incipiente amor. Le estaba diciendo lo mucho que le gustaba, que se había enamorado de aquellos ojos vivos, de aquella personalidad radiante que iluminaba sus áridas mañanas de insulsos trámites.... En una palabra: se le estaba declarando.

El gerente debió de interpretar el íntimo gesto de Goyita como de aliento y asentimiento a sus palabras porque, envalentonado por el ademán de la chavala, se giró un poco, extendió los brazos y cogiéndola por la cintura buscó su boca. En lo precipitado de la acción tuvo la mala fortuna de posar uno de sus siempre elegantemente calzados pies sobre una de las inhumanas piltrafas en que se habían convertido los de la Goya. La reacción de la muchacha fue instintiva y fulminante: ahogó un grito y le propinó un soberbio empujón al tiempo que levantaba la mano hacia una providencial lucecita verde que apareció a pocos metros.

La muchacha se dejó caer en el asiento dando la dirección con voz entrecortada por el dolor que aún la atenazaba. Con dos bruscos tirones se desprendió de los zapatos y paladeó el flash de bienestar que se extendió por todo su cuerpo con placer casi salvaje. En aquella semiinconsciencia casi morfínica no pudo apreciar que el taxista, enfilando ya el Viaducto e interpretando erróneamente la desmadejada carita que le devolvía el espejo retrovisor, le sonreía, macho y jaquetón, cambiándose castizamente de lado el palillo que sujetaba entre los dientes:

—¡No llores, morena, que pa padre de tus hijos era demasiao lila el andoba ese!

 



RELATO DISTINGUIDO CON UN ACCÉSIT EN EL
II CERTAMEN DE RELATO BREVE ALMIAR
 

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Ilustración relato: Fotografía por Pedro M. Martínez ©





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