Foto: Pedro M. Martínez

Por las noches

María Antonia Moreno Mulas


 

POR LAS NOCHES, débiles chorros de luz se escapaban de entre las tejas rotas. La casa estaba vacía de muebles y risas, de cortinas y hombres. Era grande, grandísima, con las ventanas y los balcones protegidos por rejas de mil y una formas; todavía seguía hermosa, aunque descuidada, como una mujer que fue bellísima y se mira al espejo y distingue rastros de su antiguo esplendor. La fachada estaba sucia, la puerta principal de madera de cerezo, lucía manchas donde se había quitado el barniz y, por dentro, las habitaciones permanecían en sombras, con las contraventanas de madera cerradas. Pero por las noches, del tejado surgían pequeños regueros de luz que el pueblo entero contemplaba.

Rosa los había visto muchas veces en sus madrugadas de insomnio. Imaginaba a las parejas de novios colándose en la casa para hacer el amor en los largos pasillos o en las empinadas escaleras. Mientras tomaba una infusión esperando que llegara, como un amigo, el sueño, recordaba otras noches en las que lo hacía uno de sus novios, protegido por las sombras. Pero aquella casa... es demasiado tétrica, no comprendo cómo eligen ese sitio.

Doña Dolores, en cambio, estaba convencida de que la casa se había convertido en un nido de ladrones. Es lo que yo digo, repetía una y otra vez en la plaza a todo aquel con el que se encontraba, primero de ratas y ahora de delincuentes. No me extrañaría que cualquier día tuviera que entrar la policía y tuviéramos un disgusto. Lo decía con un raro temblor en la voz que bien pudiera ser de miedo pero que en realidad respondía a un sentimiento nuevo, emocionante, peligroso. Seguro que esconden ahí el botín de noche, por eso se ven las luces.

A la hora de la partida, los hombres entre gritos y risas comentaban el fenómeno luminoso. Se reúnen y hacen misas negras y lo que se ve, esa luz, procede de las velas. Cuando, por casualidad, he pasado cerca, he sentido un olor extraño, como a incienso aunque podría ser que fumaran alguna droga, te lo digo yo, Eusebio, que son misas negras.

En las peñas, los jóvenes hacían cábalas sobre los misteriosos ocupantes. Seguro que son de la Peña Los amigos, Roge, tío. No quieren pagar alquiler, pero menudo morro que le echan, porque los demás..., todo a tocateja. Y en esa casa tan grande caben más peñas, ¿no? Que no todo va a ser para ellos, que ya está bien. El amigo le contesta, riendo, que no, que no... seguro que son parejas que no tienen coche... que tú siempre le echas la culpa a los mismos.

Los niños incluyeron en sus juegos el misterio de la casa, unas veces, eran peligrosísimos atracadores que se repartían joyas de incalculable valor, otras, se convertían en brujas y diablos vestidos de negro que podían volar y hacerse invisibles e incluso protagonizaban historias de amantes desdichados y se veían a escondidas regalándose prendas de amor... un botón, una flor marchita, un dibujo de un corazón.

La solución al enigma ocupó muchas horas de tertulia en los cafés, en los salones de las casas, en la plaza y en cualquier lugar de reunión. Cada quien estaba convencido de saber exactamente qué ocurría por las noches en aquella mansión, tan destartalada y tan hueca, tan sucia. El rumor era tan fuerte y el interés de todo el vecindario tan intenso, que llegaron a formar un comité y el día del pleno se encaminaron con una petición escrita al señor Alcalde. Queremos entrar. El alcalde y los concejales, así como las fuerzas vivas de la ciudad, estaban también muy preocupados. Pero la casa pertenece a particulares, habrá que comenzar todo un trámite, informaron al comité ciudadano. Y así se hizo.

Un despacho de abogados escribió una carta de respuesta, gestionamos el patrimonio de los señores de Trampantojo y, bajo ningún concepto, pueden entrar en la casa sin orden judicial, ni para investigar luces, ni fuegos, ni ladrones, ni sectas, ni ocupas ni, mucho menos, parejas de novios. Lo más seguro es que se trate de trastadas de chiquillos y no, los señores de Trampantojo no han pensado, ni en presente, ni en futuro, vender, donar, alquilar, prestar o enajenar su vivienda. Sólo si el señor Alcalde estima que puede darse un deterioro grave en el patrimonio privado de los señores de Trampantojo, entonces sí, pero sólo y exclusivamente. Gracias.

Un quince de abril, a las doce, del Ayuntamiento salió la comitiva. Estaba formada por el señor Alcalde, el concejal de Vivienda y Urbanismo, una pareja de la Policía Local y un cerrajero. De las calles y los bares, de las plazas y los edificios, de la escuela y la biblioteca, salían chicos y grandes, hombres y mujeres... como si, por arte de magia, el alcalde se hubiera convertido en el Flautista de Hamelin y la arrumbada mansión, en río. Caía una lluvia fina, casi imperceptible, que mojaba todo: el suelo, los coches, las farolas, las personas.

Y, por fin, la casa. Todos callaron y hubo unos segundos de silencio absoluto, tenso, espeso. El alcalde indicó con un gesto de cabeza al cerrajero que actuara y, en efecto, emprendió la acción. Manipuló la cerradura y la puerta se abrió, apenas sin ruido. De la oscuridad saltó una masa peluda y rugiente y el buen hombre soltó su caja de herramientas con un grito. -¡Es sólo un gato! -exclamó doña Dolores y unas risillas recorrieron el tumulto que se había quedado atrás, esperando. El cerrajero se apartó y entraron los policías, con las linternas encendidas y las manos apoyadas en las porras por si hubiera que tomar medidas contundentes. Todos escuchaban atentamente con los ojos muy abiertos. Nada, ni un sonido, ni una palabra. Ni el alcalde, ni el concejal de Vivienda y Urbanismo ni el cerrajero pudieron contener a la multitud que, como en una marcha triunfal, entró sin más tardanzas.

Un fuerte olor a trementina, aceite de linaza y óleo penetró en sus fosas nasales. De entre las sombras, distinguieron velas de cera de caprichosas figuras, candiles de aceite en el suelo, pinceles y brochas por doquier y a los policías sentados en un rincón, enfocando al techo y a las paredes, y a la barandilla de la escalera, las lágrimas resbalándoles por la cara. Fue entonces cuando la gente, como una sola persona, dirigieron sus ojos, a las paredes, al techo, a la escalera...

Volutas encarnadas, flores púrpuras, cornucopias ambarinas, frutas rosas, guirnaldas verdes, azules bebés, nubes escarlatas, cuerpos desnudos retozando en posturas imposibles, unicornios albinos, centauros del color del lapislázuli, caras, árboles, hojas, pájaros, peces, estrellas, soles, sombreros, varitas mágicas, sombrillas; todo un paraíso de color, de exuberancia tropical, cubría el pasamanos, las paredes, el techo.

Entonces, una niña rubia con la mirada tan azul como los centauros, comenzó a reír y a saltar, adelante y atrás. Adelante y atrás. Como un resorte, las mujeres y luego los hombres, hasta el señor Alcalde, empezaron a reír y a saltar. Atrás y adelante.

Recorrieron las estancias saltando y riendo, maravillados ante aquel prodigio y, luego de un rato, cayeron en la cuenta de que la buhardilla estaba sin decorar. —¡Ah, no! —dijo doña Dolores—, todavía tienen que pintar estas habitaciones, hay que dejar todo como estaba. Asintieron y, uno a uno, dejaron de saltar y de reír y salieron de la buhardilla y bajaron las escaleras empinadas sin apoyarse en la barandilla. El cerrajero arregló la cerradura y cerró la puerta. Regresaron al trabajo, a la escuela, a la biblioteca, al ayuntamiento, al mercado.

POR LAS NOCHES, los hombres, las mujeres y los niños asisten al espectáculo de los resplandores luminosos. Si te quedas muy quieto y miras atentamente, ves los colores, los colores del arco iris.

 


RELATO FINALISTA EN EL
II CERTAMEN DE RELATO BREVE ALMIAR

Contactar con la autora

Ilustración relato: Fotografía por Pedro M. Martínez ©





PÁGINA PRINCIPAL DEL II CERTAMEN
LITERATURA
l PINTURA l FOTOGRAFÍA l REPORTAJES
Revista Almiar - Margen Cero™ (2003) - Aviso legal