Mundele
Raúl Mondelo
 

I

Claudia dijo, más bien ordenó, ve a ver al brujo y abre bien las orejas que ese negro tiene la boca santa.

II

El negro sentado sobre la estera en un rincón de la habitación. Las piernas cruzadas y un pedacito de tabaco humeante en la punta de los labios.

—Ay m’yijo, si Ikú vuela en círculos sobre cabeza tuya como la tiñozas güelisqueando la carroña.

No era creyente. Tampoco ateo, sino ateo científico. Lo de ateo a secas sonaba demasiado anarquista para un materialista dialéctico como yo. Pero allí estaba, escuchando al negro joven que hablaba con voz envejecida, de muerto viejo desde un rincón de La Habana.

—Porque tu dogbó m’yijo no es por voluntad de lo cielo, sino que ha nascío en el mundo material. ¿Tú me copias m’yijo?

Al principio sin mucha fe, por más que Claudia me asegurara que lo de este brujo era diferente, que tenía poderes, y que si bien no hacía ir a verle, mal tampoco vendría de una visita. Y tenía razón. Llevaba siete meses padeciendo una leucemia contra la que toda la ciencia atea nada había podido. Era comprensible entonces dar una oportunidad a las ciencias de la oscuridad, me dije.

—... éste es ogún de mundele despechá —dijo el negro dejando entrever un destello dorado entre sus labios recogidos, como si le ardiera la piel.

El ogún era la obra de un muerto oscuro que él vislumbró en cuanto aparecí en su puerta, y dijo, al muerto lo dejaremos fuera del cuarto que aquí se vive en armonía y felicidá. Y la emprendió con unos ramajes mientras me hacía girar en el sitio con los brazos pegados al cuerpo. Luego diagnosticó, con precisión forense, que era un congo de ganga, muerto de prenda criá por haitiano, que son lo peores de verdá. Veo un negro retaco, feo y cojo —dijo— que nunca tuvo amores, y que ahora sirve al odio y la maldá.

Pero que con cuatro ramalazos le ahuyenta temporalmente, y abre la puerta del cuarto donde vive y tiene su poder el negro de diente dorado.

Él delante.


III
 

Una habitación sin más que un ventanuco. Mi olfato chocó contra las paredes persiguiendo olores escurridizos y mezclados; de tarde lluviosa; de frutas maduras; de piel de todos los colores empapadas en colonia; de flores marchitas, humo de tabaco y sangre seca. Olores livianos, añejados en el aire y flotando entre las cuatro paredes.

—La obirín cuando muerde lo hace soplando pa’ que no duela, y tú andabas muy seguro en que lo ogún no existían m’yijo, y por ahí fue que se coló el congo cojo. ¡Siaj cará!

No entendía la lengua del muerto que hablaba por el negro, pero para mí que se refería a Estrella.

—... mona furiosa que se rivolca con congo de ganga, que da gusto de la munda... ay ay ay. La risa del muerto sonó como un lamento mientras el negro puso los ojos en blanco y basculó con los brazos una y otra vez.

Entonces se escuchó una música de tambores y cantos negros como los de los grupos folklóricos que actúan en televisión, aunque no conseguía precisar de dónde nos llegaba, igual que los pies desnudos de una mujer blanca danzando. Todo transcurría sin más explicación que la simple evidencia de una música que se dejaba escuchar, y aquella mujer blanca que se dejaba ver, aunque no alcancé a verle el rostro, pero que bailaba con los pies desnudos alrededor de un gran caldero de hierro.

—Esi son la ganga mi`yijo —dijo el negro.

La mujer danzaba frenética alrededor de la ganga. En cada giro, su saya planeaba como un flor de ibiscus abierta sobre los trozos de ramas que asomaban por la boca del caldero y de los que pendían herraduras, cadenas, cencerros y clavos de línea oxidados, un sobrecogedor arbolito de navidad. Una hoja de guadaña herrumbrosa descolgada por sobre el borde del caldero estuvo varias veces a punto de herir las bien torneadas piernas de la mujer que no paraba de danzar y tirar de sus ropas que cedieron en jirones. No me era posible ver su rostro, insisto, pues la aparición transcurría en la habitación apenas iluminada por el cirio colocado al pie del caldero, sumergida en una bruma de humo y olor a tabaco. Pero supe (no lo vi, ¿o sí?; ya no sé, sólo sé que supe) que la mujer cayó desnuda sobre un suelo antiguo, de baldosas coloridas, y el negro saltó sobre ella poseyéndola estremecida; aunque no fue una cosa que yo viera, repito. Era simplemente algo que estaba ocurriendo ahí, a un palmo de mis narices y que yo no veía con los ojos, ni escuchaba con los oídos «mátalo, mátalo...»; ella entre dientes y gemidos. Y el negro sin dejar de golpearla con su vientre, hasta que su cuerpo se tensó sobre la mujer y un jadeo gozoso hirvió en la penumbra del cuarto.

Pero prefiero no pensar en eso; a ver si es que al final tendré celos de un muerto.

—Mi yijo, ¿y quién es Ernesto?


IV
 

A veces es difícil de explicar ciertas cosas que es mejor no explicar demasiado. El caso es que Ernesto era mi amigo, pero que un buen día se fue a una guerra en casa del carajo y Estrella quedó en esta orilla leyendo sus cartas sin sellos. El partido le dijo que lo suyo era luchar al otro lado del océano, y él partió. No era un soldado, pero sí un buen militante. Disciplinado. Hasta que un día llegó un oficial a casa de Estrella. Yo comía sin camisa y corrí a ponerme algo. El oficial dio las buenas tardes y preguntó por la destinataria del sobre, y enseguida que quién era yo. Estrella se levantó de la mesa y yo no sé qué dije, alguna tontería sin duda. Luego el oficial entregó la carta y se marchó arrastrando la mirada. Entonces Estrella pasó la tarde llorando mientras yo sin camisa miraba fijo las vigas del techo. Las aspas del ventilador cortaban el tiempo, como un flan caliente, y en el noticiero esa noche se sobrecumplió el plan de producción de plátanos machos.

Quizá debí decir simplemente que Ernesto se había pegado un tiro al otro lado del océano...

—Y esi dici que Ikú anda suelta pidiendo otra cabeza... ¡Siaj cará!

Ella pidió que se quedara, pero él decidió irse a aquella guerra que ni le iba ni le venía. Y yo era su amigo y no era raro que pasara a ver qué tal su mujer. Pasaba un domingo y otro, aunque nada fijo. Hasta que fui un sábado a la tarde y ella dijo quédate a comer, y luego a ver la película, y que tal otro traguito, y enseguida que aquí lo que falta es un bolero. Hasta que al final me quedé.

Pero a partir de la tarde en que vino el oficial a traer la carta, Estrella comenzó a comportarse de un modo extraño. No decía nada, pero el tono de su voz, la forma en que me miraba, servía el agua o cerraba las cortinas, me hacía sentir culpable. O quizá era yo quien generaba la culpa sin que ella la pensara. Y además Claudia lo supo todo, porque yo era inspector de salud pública, y nunca antes tuve tantas inspecciones en provincia como durante el tiempo de Estrella. Y una mañana me siguió a su casa.

Claudia se puso como una furia, y muchas veces gritó mirando a la virgen en el altarito de la sala que me las pagarás, decía; aunque yo le dije que era ella a quien amaba, que lo de Estrella había sido una locura de noche de verano, un cruce de cables, pero que se acabó, que nunca más.

Y dejé a Estrella.

Tres meses después me diagnosticaron la leucemia.

—Ay ay ay, qué la mundele son del cará —sonrió el negro con una mueca amarga, como de muerto por peritonitis.

Y aunque había dejado a Estrella, Claudia no me perdonó enseguida. Dijo que lo suyo era cosa de mucha rabia y que hasta que no la largara, hasta que no se librara de ella, difícilmente podría perdonar.

Esa fue la historia.

V
 

Entonces la mujer desnuda, la aparecida, pidió desde el suelo resudado la paz de la venganza que el negro retaco concedió, satisfecho: «Te daré la más dulce, le daré la muerte y su conocimiento, Claudia», dijo en lengua que de pronto se me hizo comprensible.
 

 


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Ilustración relato: La Hora Sagrada, By Sabbhat Sabacio Striges (Flickr)
[CC-BY-2.0 (http://creativecommons.org/licenses/by/2.0)], via Wikimedia Commons




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