FOTOGRAFÍA: Pedro M. Martínez 

  Los platos de loza amarilla cantaban
 por las noches

Olga Osorio

Para J.S.

 

Para ser sincera, en aquélla casa todo funcionaba mal. Aunque quizá no debería empezar haciendo un juicio tan irreflexivo como tajante para algo que, en principio, sólo cabría calificar de diferente. Es cierto que aquélla era la casa en la que no nació ni fue concebido nuestro hijo, aquel que iba a heredar el carácter y la inteligencia de su madre y la elegancia e independencia de su padre o viceversa, aquel que iba a crecer sin traumas y con juguetes, con libros y con amigos, con animales domésticos y sin televisión o con televisión algunas veces porque tampoco conviene distinguirse en exceso. Sí, es cierto.

Y también fue aquélla la casa en la que no escribimos un libro en común, ni tampoco, para mayor desgracia, ni siquiera un mísero libro en solitario. Y ya que he empezado haciendo una proclama de sinceridad, debería sin duda añadir que no llegamos a compartir la lectura de un libro escrito por algún otro, con lo que nuestro edificio intelectual de dos pilares siguió siendo, como antes de, un solitario emocionarse a solas y habitar con muertos en una casa en la que había demasiado ruido porque, para colmo, tampoco nuestros relojes vitales o emocionales coincidían. Y, por supuesto, fue la casa en la que los ángeles no hicieron sonar sus trompetas mientras yo me ponía el pijama o él se encerraba en el baño con la letra C del Espasa. No sé si leía la voz «completa» con el alma contrita o si, como me temo, lo que consultaba era cómo lo cotidiano consume finalmente un compromiso pactado ante un vinilo de Machín.

Todo esto ocurría en una casa que nos pareció insultantemente anodina y vulgar cuando entramos en ella por primera vez y que, sin embargo, tuvo su parte en esta historia. Violentando su apariencia de apacible mediocridad, la casa cooperó desde el principio con lo que aquí hemos dado en llamar «diferencias» y donde reinaban las negaciones se instaló también un caos permanente por culpa de unas cosas que, no me cabe la menor duda, estaban irremediable y furiosamente vivas. No hablo sólo de la enorme cantidad de libros, papeles y recuerdos que me atacaban hostiles, bien pertrechados con todo el pasado de un otro que de pronto se me antojaba tan insondable como lejano. No, no me refiero a esos sentimientos fácilmente explicables en una pareja en la que uno —él, en este caso— tiene mucho pasado mientras que el otro —yo, para mi desgracia— intenta luchar contra él en desigual batalla tratando de acomodarlo en un espacio físico compartido, tarea inútil si se tiene en cuenta que el pasado se resigna malamente a permanecer quietecito en los objetos en los que pretendemos confinarlo. No estoy escribiendo sobre eso, sino acerca de una realidad curiosa de la que pronto fui consciente entre aquellas cuatro paredes.

Porque cuando hablo de que las cosas estaban vivas en aquella casa me estoy refiriendo a algo más real y menos opinable que los alientos de existencia que hubiera podido insuflarles su propietario. He acabado por estar segura de que los papeles se apareaban a escondidas. Tras un largo encierro en cajas de cartón permanecían arbitrariamente amontonados en cualquier rincón de aquella casa, circunstancia que aprovechaban para multiplicarse inadvertidamente. Un manuscrito de Cunqueiro convivía con un tomo de La Ilustración Española y Americana, extraño vecindario del que nacían durante la noche miles de recortes de periódico plagados de las más extrañas invenciones o, también, muchas fábulas a medio camino entre la erudición y el mito pero, eso sí, ilustradas con unos grabados tan minuciosos y técnicamente perfectos como rancios. Cuanto más intentaba archivar, clasificar y someter, más se empeñaban ellos en desparramarse por los sillones, sobre la alfombra, en las sillas... Sólo se detenían cuando yo claudicaba y decidía dejarlos vivir a sus anchas y en sus dominios. Pero cuando me ausentaba de la ciudad unos días no dejaban de aprovechar la ocasión para ocupar el salón y parte del dormitorio. Era su venganza ante mi intento de hacer con ellos lo que la joven amada con las palabras nerudianas del joven poeta. Si, ellos también estaban acostumbrados más que yo a su tristeza y, además, no iban a dejar ganar que les ganase el terreno la advenediza que, al fin y al cabo, yo sería siempre.

De todas formas no dejaba yo por ello de reprocharle a él su descuido pero de sobra sabíamos ambos, aunque callásemos —también, ¿no lo he dicho?, aquélla fue la casa en la que no dijimos todo lo que nunca hubiéramos debido callar o, más bien, en la que no llegamos a decir nada—, que los papeles y los libros iban a seguir impertérritos con su invasión, cómo y cuándo les viniese en gana.

Me gané fama de desordenada porque las cacerolas se caían, mis paquetes de tabaco —presos, ellos también, de la euforia de los objetos inanimados (es un decir) de aquélla casa— aparecían siempre en los sitios más inverosímiles, porque la ropa se negaba a permanecer doblada en los armarios. Aquella casa fue así también aquélla en la que no hubo paz porque a él le gustaba el orden y yo, en principio encargada de llevarlo a nuestro hogar y nuestra vida, era incapaz de bregar con los vitalistas objetos que me rodeaban.

Pero el colmo fue cuando compré los platos de loza amarilla. Eran preciosos, grandes y de un color uniforme y cálido, como un buen deseo para una vida en común que empezaba a hacer aguas. Mis platos de loza estarían sobre la mesa todos los días a la hora del almuerzo y de la cena, mirándonos apacibles y festivos para recordarnos que algún día todos los demás objetos de aquélla casa serían domeñados, todos los noes se volverían síes y la vida tendría el color amarillo y uniforme de adquisición —como los platos, como todas las cosas honradas y burguesas que íbamos a tener a partir de entonces— sólo posible en grandes almacenes y luminosos centros comerciales.

Los estrené a la hora de la cena. Había preparado arroz con mejillones y verduras, como la buena ama de casa en la que deseaba convertirme para él a partir de aquella noche. Y estábamos aproximadamente a la mitad de la cena cuando los oí por vez primera.

—¡Escucha! Hacen ruido...

—Sí, claro. Son unos microchips que les ponen en Japón para controlar el menor detalle de la vida de las buenas familias españolas. Ten cuidado, no digas nada comprometedor delante de ellos. Por si acaso.

Lo dijo de broma, claro, pero por si acaso no dije delante de los platos nada de mi proyecto de ser tantas cosas que en realidad yo no quería ser y que, a lo mejor, él tampoco deseaba que fuese. No lo dije por si acaso los platos, ante mi noticia, se ponían a hacer ruidos desaforados o, incluso, salían corriendo mientras derramaban mi delicioso arroz por todo el piso.

 

Mientras los fregaba pude oírles más claramente. También es cierto que ahora chillaban más pero, claro, él no podía oírlos porque se había encerrado en el baño, creo que esta vez con la D (¿Desorden, desesperanza o un recuerdo para el buen Descartes?). Cuando los dejé en el escurreplatos ya se habían puesto a cantar y yo lloraba con el estropajo en la mano. Lo hacían muy bien, eso es cierto, entonando muy bajito una canción sobre alguien que añora su dulce hogar en Alabama. No eran, por tanto japoneses, y yo ya no sabía si ir directamente a ver a un sacerdote, tirarme por la ventana o narcotizarme frente al telediario de la una de la madrugada. Finalmente opté por lo último, creo que sobre todo porque era lo que él estaba haciendo y, al fin y al cabo, aunque aquella era la casa en la que no dejé de sentirme sola, en ese momento necesitaba sentirme un poquito acompañada.

—Están cantando, ¿sabes? —le dije, como quien no quiere la cosa, después de un buen rato.

Levantó la vista del periódico muy tranquilo y me miró fijamente mientras yo tragaba saliva, esperando una contestación brusca, quizá un reproche por haber incurrido en la ridiculez de creer que tenía mi cocina una vajilla canora. Pero me relajé cuando vi que esbozaba una sonrisa.

—Ya los había oído... Pero podías haber comprado otros platos... detesto My sweet home Alabama.

Creo que estuvimos riéndonos hasta las tres de la madrugada, mientras los platos, ya libres de complejos, agotaban a voz en grito el repertorio completo de Sinatra. Es cierto que esa noche y en esa casa no hicimos el amor apasionadamente, que los ángeles trompeteros persistieron en su deserción pero, ¿y lo que nos reímos?

 

En definitiva, aquélla terminó por ser la casa donde las cosas estaban vivas, en la que los adornos persistían en suicidarse desde lo más alto de un estante y donde nuestros flamantes platos de loza amarilla seguían, qué se le va a hacer, sintiendo nostalgia del lejano y celeste cielo de Alabama.

 

 


RELATO DISTINGUIDO CON EL PRIMER PREMIO DEL
II CERTAMEN DE RELATO BREVE ALMIAR

Olga Osorio es una escritora de Lugo. Periodista, ahora se dedica a la
enseñanza en una escuela de A Coruña. Ha publicado diversos artículos
y reportajes, así como varios poemas.

 ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por Pedro M. Martínez ©





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