Fotografía: Pedro M. Martínez

Paseo nocturno
Baldomero Lasarte


 

Conocí a Valentín Hernández una fría mañana del mes de diciembre.

Mi mujer había insistido en que el traslado debía llevarse a cabo antes de Navidad. «El turrón me lo como yo en la casa nueva», decía.

Recuerdo bien que me encontraba en el rellano de la segunda planta, rodeado de paquetes cuyo contenido intentaba identificar y dando instrucciones acá y allá a los de la empresa de mudanzas. Lo vi salir del ascensor y se me quedó mirando con una amplia sonrisa. Me tendió la mano, se presentó y de inmediato añadió: «Aquí enfrente tienes tu casa».

No tardé mucho en llamar a su puerta. La primera vez fue por falta de alcayatas. Salí de allí transcurrida casi una hora, con las alcayatas en el bolsillo, dos cervezas en el cuerpo y un rato de conversación agradable, como hacía bastante que no tenía. A la primera ocasión siguieron otras muchas y así se fue labrando una amistad que desde el primer momento reconocí como auténtica. Transcurridos apenas dos meses, una vez dormidos los niños y antes de la cena, era inevitable que uno acudiera al encuentro del otro para compartir un vaso de vino y charlar sobre los asuntos más diversos.

Siempre me llamó la atención en él su permanente estado de buen humor, las ganas de vivir, la sonrisa pronta y algo que no sabría calificar sino como «arte» en minimizar los problemas cotidianos.

Sucedió una noche, cuando retiraba los platos de la abundante cena a la cocina. Oí la puerta de mi vecino abrirse y sorprendido por lo intempestivo de la hora, cometí la indiscreción de pegar el ojo a la mirilla. Vi a Valentín salir de su casa empujando una silla de ruedas vacía. Preocupado, abrí la puerta y le pregunté si todo iba bien. Se limitó a llevarse un dedo a la boca indicándome que permaneciera en silencio. Decidí seguirlo y no me lo impidió. Caminaba despacio, de un modo pesado y parecía otra persona. Su rostro estaba transformado. No quedaba en él rastro alguno de alegría y el sufrimiento lo había invadido. Sentí miedo, aquél no era mi amigo. Tenía los ojos brillantes y un ligero temblor propio de un anciano, se había instalado en su barbilla.

Se adentró por las calles más tranquilas del barrio. Los naranjos y yo éramos los únicos que escuchábamos los suspiros espaciados, que de modo casi rítmico, emitía. De vez en cuando se le crispaban las manos, sus venas adquirían un color azulado intenso y tensaba los hombros. Entonces andaba más despacio, como si la silla hubiese aumentado la carga.

Cuando iniciamos el camino de regreso, a pesar de la baja temperatura, propia de la época y lo entrado de la noche, sudaba generosamente y a las iniciales señales de sufrimiento, se unieron las propias del agotamiento. Hubo momentos en que creí que no conseguiría llegar, pero no tuve valor para ayudarle.

Cuando por fin entró en su casa, dejó la silla y de inmediato salió al rellano de la escalera. Poco a poco, de modo progresivo, su gesto fue normalizándose, hasta volver a ser el de siempre. Yo no salía de mi asombro. Habíamos dado un paseo de una hora, en pleno invierno, en el más absoluto de los silencios, empujando una silla de ruedas sin ocupante.

Supongo que después de hablar conmigo, Valentín descansaría como todas las noches, pero yo no conseguí pegar ojo. Daba vueltas y más vueltas en la cama y en varias ocasiones estuve tentado de contarle a mi mujer lo sucedido, pero terminé desistiendo. No sé por qué no lo tomé por un loco, por qué no cerré para siempre mi puerta. Lo único cierto es que la noche siguiente, me anticipé a que saliera y llamé a su casa.

Se alegró mucho de verme. Estaba aliviado de no tener que afrontar solo tan doloroso trance. Sin el menor de los rodeos dijo que si quería podía pasear también a mi tristeza. «¿Y eso cómo se hace?» «Simplemente piensa en ella como en una carga que depositas en la silla». Nada más tener la silla ante mi, así lo hice. Fue como si me desgarraran despacio. La muerte de seres queridos, la frustración por haber terminado subsistiendo gracias a un trabajo que aborrecía, el primer amor que no cuajó, mis limitaciones como padre... Todo iba fluyendo despacio, de un modo doloroso y agotador. No me atrevía a mirar a Valentín. Era demasiado vulnerable y no deseaba que me viera así. Clavaba la mirada en el suelo y no veía llegado el momento en el que el guía pusiera fin a la tortura.

Cuando terminamos el paseo y logré tranquilizarme, Valentín me dijo: «Tienes que comprar una silla. Es demasiada carga para que la lleve sólo. Ha habido momentos en que casi no podía avanzar».

Dormí como hacía tiempo que no lo lograba. Fue un sueño profundo, tanto que soy incapaz de recordar lo más mínimo. Me levanté con un entusiasmo desconocido y me dirigí a la ortopedia más cercana.

No estaba preparado para lo que allí me esperaba. «¿Qué tipo de silla desea?», me preguntó como si de la cuestión más básica se tratase, el que luego supe dueño del establecimiento. «Pero, ¿es que hay tipos?», respondí perplejo. «Pues claro. Las hay de niño y de adulto». «De adulto», contesté sin dudar. «Bien», prosiguió, «depende entonces de lo que usted quiera gastarse y del peso de la persona que vaya a usarla. Si es obesa conviene que la silla sea reforzada, porque aunque resulte algo más cara, es mucho más duradera». Salí de la ortopedia rehusando el modelo automático, a pesar del hincapié que hizo el vendedor y llevándome una reforzada de ancho especial.

Esa misma noche estrené la silla. De inmediato supe que había acertado. Me gustaba su ruido casi imperceptible y la firmeza que exigía su conducción.

Ya nunca fallaría a mi cita con Valentín. Mi mujer se quejó al principio. Decía que se nos había ido la cabeza, que los vecinos comenzaban a murmurar y cualquier día vendrían los loqueros y nos llevarían para siempre. Esas quejas fueron perdiendo intensidad, hasta desaparecer por completo. Nunca lo admitiría, pero el cambio que se ha operado en mi es tan llamativo, que una pequeña e inofensiva rareza es un precio que está dispuesta a asumir.

Lo que más me pesa son los días de lluvia. Nuestra cita no entiende de meteorología y en esos casos lo único que cabe es parapetarse lo suficiente. Para ser sinceros, les diré que esos días también cubrimos nuestras sillas con un plástico. En algunas ocasiones, cuando no es la lluvia, sino el frío quien castiga, hemos llegado a protegerlas con una gruesa manta.

No tardó mucho en unírsenos Pepe «El Gordo». Al Gordo le había dejado la mujer después de quince años de matrimonio, despachándole con apenas diez líneas en las que le decía que el matrimonio había sido un error desde el primer momento. El hombre estaba destrozado, pero como era vendedor de seguros y además había decidido refugiarse en el trabajo, estaba de sol a sol con la sonrisa puesta y no encontraba momento para desahogarse. Con «El Gordo» perdimos el silencio. Nuestros suspiros empezaron a verse acompañados de gritos y maldiciones y algún que otro llanto inconsolable.

Al Gordo le siguió María, una apoderada de banca a la que le habían comunicado que su reciente condición de madre truncaba de modo definitivo su carrera. Nunca pasaría de apoderada en una sucursal de tercera.

Esta historia comenzó hace apenas un año y hoy somos más de veinte. A las once de la noche, nuestra extraña comitiva se adueña de las calles del barrio. Todos los días, dirigidos por Valentín, cambiamos de trayecto. Cuando el grupo empezó a hacerse numeroso, comprobamos desolados que si transitábamos dos días seguidos por la misma calle, al tercero, los naranjos de esa calle habían perdido todas las hojas y sus troncos aparecían retorcidos como los de un olivo.

El dueño de la ortopedia está entusiasmado. Nos ha llegado a ofrecer una comisión por cada nuevo miembro que acuda a su tienda, pero Valentín y yo nos hemos negado, porque con la tristeza no se negocia.

 

 


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 ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por Pedro M. Martínez ©





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