El dueño del secreto
Jesús
Pérez Cristóbal
Habían transcurrido más de
cuatro años desde aquel día. Un tiempo en el que había tratado
de olvidar, de asirse a la realidad, pero todavía eran frecuentes
las pesadillas, las largas noches de insomnio en las que su mente
retrocedía y se aferraba a antiguos recuerdos, noches en las que a
veces se sorprendía a sí mismo sollozando en la angustiante y agotadora
soledad de su dormitorio.
La vida de Vicente Urrutia, en
Ginebra, estaba enquistada desde meses atrás en la lúgubre rutina
de un hombre melancólico y solitario. Apenas contaba con unos pocos
conocidos, nadie con quien verdaderamente compartir sus problemas
o sus tornadizos estados de ánimo. La mayor parte de su tiempo la
pasaba encerrado en una fría oficina en las afueras de la ciudad,
entre compañeros que casi no conocía y que sólo le inspiraban desinterés.
Integrado en el departamento de contabilidad de una pequeña empresa
su labor se centraba en gestionar las compras de la compañía, así
como intentar retrasar lo máximo posible el pago a los acreedores
y proveedores. Era un empleo que no colmaba sus aspiraciones, pero
estar sumergido entre cientos de papeles, vigilado por la mirada implacable
de sus jefes, le permitía tener la mente ocupada, huir de esas obsesiones
que le perseguían sin descanso.
Su tiempo libre lo solía pasar
en su pequeño apartamento, viendo la televisión o escuchando la radio.
En ocasiones, si le apetecía un poco de vida social, se dirigía al
club de ajedrez. Allí se había labrado una sólida reputación de buen
jugador y le era fácil encontrar a alguien con quien enfrentarse.
Le gustaba abstraerse durante horas delante del tablero. Concentrado
en los movimientos, en la mejor estrategia a seguir, sentía que el
tiempo transcurría de una forma más laxa.
La conversación semanal con su
familia era uno de los escasos nexos que se había permitido dejar
con su vida anterior. Aquellos diez o quince minutos de diálogo se
habían convertido en una especie de extraña rutina, un breve instante
para la añoranza y un alivio para su soledad, pero también un tiempo
para las mentiras piadosas, para los sobreentendidos y subterfugios,
que los sentía como vendas en los ojos, como una manera fútil, nefasta
de disfrazar la simple evidencia de que por el momento no era conveniente
para él volver al pueblo.
Vicente recordaba aquella etapa
de sus vida en que siendo un muchacho había deseado tener la libertad
de la hoy que gozaba, huir de aquel pueblo de costumbres mostrencas,
vivir en una capital europea, conocer gente sofisticada y cosmopolita.
En cambio ahora él sólo pensaba en volver a su pueblo para comenzar
de nuevo y así olvidar para siempre esos días lentos y estériles,
que se sucedían sin ningún sentido, para deshacerse para siempre de
esa sensación de hallarse prisionero en un lugar que no era el suyo.
En una de esas habituales llamadas
que hacia a su familia tuvo conocimiento de una grave noticia que
durante días le iba a afectar el ánimo. Su madre le contó la trágica
muerte de su amigo Roberto en un accidente de tráfico. Según le detalló,
este había chocado contra un camión cuando circulaba en sentido contrario
por una autopista. La policía sospechaba que detrás de aquel accidente
había un caso de apuestas ilegales.
Aquella noticia no sorprendió a
Vicente. De alguna manera había esperado que algo así sucediera desde
mucho tiempo atrás, desde aquel día lejano en que apareció en el pueblo
con su padre con aquellos aires de chico de ciudad que parecía mirar
por encima del hombro al resto de los chicos de pueblo. Luego, cuando
lo trataron, fueron dándose cuenta de que aquel muchacho era diferente
a cuantos habían conocido. No sólo era su extraño acento o sus excéntricas
costumbres y actitudes, era algo más profundo, era una especie de
insatisfacción vital que le empujaba a transgredir los límites, cualesquiera
que fueran estos. Aquel comportamiento había suscitado una aversión
y simpatía por igual entre los jóvenes del pueblo. Pero él siempre
adoptaba un comportamiento distante con todos ellos. Sólo con Vicente
y Pedro pudo llegar a algo parecido a una amistad. Una peculiar amistad
que les cambiaria la vida para siempre.
A principios de abril tomó la determinación
de visitar por unos días su pueblo natal. La noche anterior había
tenido un extraño sueño. Se hallaban juntos de nuevo los tres amigos:
Roberto, Pedro y él. Estaban en un cuarto pequeño sin ventanas ni
puerta, el ambiente era asfixiante, había mucho calor, y toda su obsesión
se centraba en salir de aquel lugar. Gritaba desesperado y golpeaba
la pared. Luego había mirado hacia atrás y ya no encontró a nadie
junto a él. Una sensación de soledad le dominó.
Hacía demasiado tiempo que no pisaba
España y no pudo refrenar un sentimiento de ansiedad y temor que le
envolvió en los días siguientes a su decisión. Los viejos recuerdos,
algunos temores le iban cercando poco a poco. Luego todo fue más sencillo
de lo que había presumido. Había llamado a su familia desde el aeropuerto
de Madrid, que se habían mostrado sorprendidos. Llegó al pueblo en
el último autobús, cuando ya estaba anocheciendo y apenas había personas
en las calles. Sus padres y hermanos le estaban esperando en la estación.
Encontraba a sus padres envejecidos, y por un segundo imaginó que
el tiempo en el que habían estado separados era mucho mayor. Sus hermanos
parecían mucho más mayores que lo que recordaba, especialmente su
hermana.
Junto a la ventana del coche que
le llevaba a casa, rodeado de su familia, viendo las calles del pueblo,
se intentaba mostrar feliz, pero no podía dejar de preguntarse si
persistirían aquellos inquietantes rumores en torno a él en el pueblo.
Deseó que estos hubieran terminado para siempre. Tal vez entonces,
pensó, se podría plantear volver a vivir en aquel lugar, al menos
por un tiempo.
En aquella primera noche apenas
pudo dormir, el sonido de un viejo reloj de pared le mantuvo en vela,
y se mantuvo pensativo. Deseaba que amaneciera, ya que quería hablar
con su hermano a solas, para intentar conocer lo que sus padres difícilmente
le dirían. Así que cuando por fin pudo hablar con su hermano se atrevió
a hacerle la pregunta sin eufemismos:
—¿La gente del pueblo sigue hablando
de mí?
—Sí, la verdad es que sí... los
rumores han arreciado desde que ocurrió lo de Roberto.
—Vaya...
—Mama tiene razón... un día aparecerá
Pedro por el pueblo y entonces mucha gente no tendrá vergüenza de
mirarte a la cara, incluyendo los propios padres de Pedro.
—Sí, claro que sí —respondió lacónico
Vicente.
Aquello quebraba las débiles esperanzas
que había abrigado, unas expectativas basadas en el olvido de la gente
común del pueblo. Ahora tenía la certeza de que los rumores persistirían,
que tras los muros blancos de las casas de sus vecinos cientos de
voces le estarían acusando, que estarían acechándole de por vida,
que sólo tenía que salir a la calle para percibir aquellas miradas
inquisitivas que tanto le habían hecho daño.
Durante los días siguientes apenas
salió de casa de sus padres, y cuando lo hizo intentó evitar las calles
principales del pueblo. Quería evitar verse escrutado, quería evitar
preguntas, comentarios, reproches a sus espaldas. Pero sobre todo
quería evitar encontrarse cara a cara con los padres de Pedro.
Una tarde, como otras veces, Vicente
les dijo a sus padres que iría a visitar a sus abuelos. Sin embargo
esta vez se dirigió hacia las afueras del pueblo en dirección al río.
Anduvo media hora por un pequeño camino hasta que vio la casa blanca
que un día perteneció a la familia de Roberto. No había estado allí
desde la noche en que desapareció Pedro. Nada parecía haber cambiado:
aquella humedad perenne, la pequeña vereda de tierra que conducía
al bosque cercano, aquel olor tan característico, aquella brisa. De
nuevo en aquel mismo lugar sombrío que no había conseguido apartar
de su mente, que le emboscaba en las largas noches de insomnio, que
resurgía una y otra vez en sus pesadillas.
Caminaba despacio, pensativo, por
aquella senda que conocía como la palma de su mano. Buscó la piedra
grande con varios surcos en su lateral y luego, al encontrarla, anduvo
unos cuantos pasos hacia la izquierda hasta que se detuvo, intentando
reconocer entre la bruma vespertina la tierra seca y arcillosa, el
árbol con una pequeña inscripción hecha con una navaja. Ahora era
el único dueño del secreto. La única persona que podía recordar, que
debía soportar aquel silencio autoimpuesto que era como una pesada
losa que le atoraba el alma. Pensar en ello le producía una infinita
tristeza. Pensar en aquella noche aciaga, jugando al póquer con sus
dos amigos en torno a una mesa. Esa noche Roberto estaba raro, parecía
violento, enfadado consigo mismo. Recordaba vagamente que habían bebido
mucho, recordaba aquel revólver que había sacado Roberto de repente
y aquel juego macabro y estúpido que se le ocurrió. Había introducido
una bala en el tambor y les había dicho que nunca serian como él,
que eran unos cobardes, que se lo iba a demostrar a ambos. Giro por
unos segundos el tambor, se apuntó el arma a la cabeza y disparó.
Un espectro de pánico les rondó por un instante y se difuminó. Más
tarde continuo diciendo que eran unas gallinas que nunca saldrían
de ese pueblo, que le daban pena. Vicente recordaba aquel momento
en que el alcohol le hizo reaccionar ante las palabras de Roberto,
y como imbuido por un sentimiento de furia cogió el revolver, se lo
introdujo en la boca notando el frío de la muerte en su paladar y
sintió el instante eterno del sonido que hizo el revólver al apretar
el gatillo.
También recordaba haber seguido
bebiendo, mucho más que otras veces y cómo Roberto y él se reían de
Pedro y le gastaban bromas de mal gusto. Un abismo se abría entre
ellos dos y Pedro. Después de eso, ya sólo recordaba el sonido de
un disparo, aquella terrible escena frente a sus ojos, la sangre caliente
por todos lados, incluso por su cara, por sus ropas, y luego la oscuridad
de la noche, la luna sobre sus cabezas, una pequeña linterna que les
guiaba por el camino entre los árboles y estar cavando por un tiempo
que creía horas un hoyo profundo que parecía llegar al infierno y
luego aquel espantoso olor a muerte que le acechaba sin descanso desde
entonces.
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Fotografía por
Pedro M. Martínez ©
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