Estación
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Alejandro
Gabriel Sallago
A mi hermosa Mayru, perdón
Cada uno
de los días vividos en compañía representan cada una de las
estaciones que ha recorrido mi mediana e intrascendente vida.
Recuerdo como si fuese ayer tu arribo a mi primera
estación, con una valija plena de juventud. Con apenas diecisiete
años, rostro de niña y el cuerpo de mujer gestándose, atrapaste mis
sentidos.
Tu risa clara y cristalina fue robando segundo
a segundo cada uno de los momentos de mi vida. ¿Es tan difícil de
soportar que la naturaleza nos haya hecho llegar a este planeta con
veinte años de diferencia? Tú tan joven y yo tan plagado de luces
plateadas que cubren cada centímetro de cabellera.
Quizá haya sido sólo un beso, tan poco como un
abrazo que nos dimos al pasar, pero en pequeños pasos fuiste robando
milímetro a milímetro mi corazón añejo que ya nada recordaba de aquellos
momentos en que ser feliz era una manera de vivir.
¿Por qué has venido a soplar las agotadas brazas
que quedaban del fuego de la adolescencia? ¿Es tan fácil para una
brisa joven hacer arder leños que ya no recuerdan el crepitar por
un nuevo amor?
La dosis de calor se fue repitiendo cada siete
días, y con ello la llegada a una nueva estación de pasiones reprimidas,
de celos escondidos. ¿Cómo podría decirte que moría a cada palabra
que me musitabas al oído, mientras contabas cada una de tus desventuras
y de cómo aquel ingrato no sabía atesorar en sus brazos aquella ternura
que dejabas en él? ¿Es que acaso podrías entender el dolor que se
producía en mí cuando cada lágrima que bañaba tus mejillas rodaba
hasta llegar a humedecer mi piel?
No basta entender a un hombre, no alcanza para
un ser tan especial cobijarse en mis brazos para derramar en pequeñas
perlas la amargura de un amor que no es correspondido.
Las estaciones pasan y pasan, la ansiedad de
llegar a cada una de ellas se hace más necesaria en mi corazón renovado.
Es difícil decir cuánto añoraba ese beso de llegada, ese abrazo apretado
que dejabas en mi cuerpo cual marca que deja el hierro candente de
una yerra que me hace tuyo lentamente.
¿Es capaz un hombre de amar tan intensamente
a quien lo ha hecho su confidente? ¿Es aquella inocencia, propia de
tu edad, el arma que apabulla la corteza que se forma en derredor
de un corazón que ha sufrido el paso del tiempo?
Se ha perpetuado en mí el sabor de tus labios,
con aquellos besos robados que no supimos explicar, aquellas caricias
que nos hicieron creer que éramos cómplices de un sentimiento que
crecía por cada una de las etapas que se incineraban frente al fuego
de nuestra pasión escondida.
Jamás he de arrepentirme de aquellas caricias,
no podré dejar en el olvido cada milímetro de tu cuerpo recorrido
en la oscuridad de aquellas salas, tu breve cintura rodeada por mis
brazos, cada curva de tu piel bajo la yema de mis dedos que parecía
incendiar la brevedad de tu cuerpo.
¿Cuán dura puede ser la respuesta? ¿Qué tan hiriente
resulta la voz de una persona? ¿Cómo lastima la filosa lengua que
ayer extraía la miel de tu boca? ¿Por qué llegamos a la maligna estación
final?
Doscientos diez, estación terminal de aquel viaje
tan pleno de amor que no pudo soportar la diferencia de edades. No
han sido menos las veces que dije quererte, no han sido menos las
veces que intenté amarte, y menos aún las veces que añoré tenerte.
Pero la oscura reacción de mis celos y la indignación que me producía
perderte me han alejado de ti.
No sé si el tiempo, no sé si el recuerdo, o quizá
el arrepentimiento sincero de aquellas palabras disparadas cuan arma
de fuego directa a tu corazón, podrán traerte a mi nuevamente.
Injusta estación, que apareció en mi mente aquella
soleada tarde en que nuestro tren llegaba a las doscientas diez etapas
de vida.
Hoy, solo en mi estudio, no puedo más que recordarte.
El alcohol trata de borrar cada uno de aquellos pasos, mientras mi
corazón y mi mente te traen a mi memoria, como cruel castigo a no
saber tratar la delicadeza de una mujer que florecía a la vida.
Aún sigues siendo el motivo de mi viaje. Dios
quiera pueda encontrarte cuando el tren de mi vida vuelva a detenerse,
sonriente, feliz y con tus pequeños brazos abiertos al final del andén.
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* ILUSTRACIÓN RELATO:
Alberto Mesa (fotógrafo uruguayo que ganó el
II Certamen de Fotografía Almiar/Margen Cero) - ©2005.
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